Misteriosa e íntima dignidad en un manicomio
Narrativa argentina. Breves relatos de una internación psiquiátrica retratan con oficio y sensatez la soledad colectiva.
Un hombre joven sale de las duchas. Entra al pabellón. No reconoce su propia ropa: se pone un pantalón ajeno, medias mojadas, sucias. Otro se pierde en pasillos habituales. Otro enfurece, o se lastima, o llora solo en su catre. Múltiples en orígenes y obsesiones, comparten espacios en la misma soledad colectiva, vigilada: el manicomio. La confusión los enfoca y recorre en treinta relatos mínimos: “Ramón le está diciendo a Orteguita cuánto le gusta la doctora Josefina. Dice que en las sesiones él le mira las tetas y ella se da cuenta y no se las cubre”.
Treinta episodios ínfimos pero ciclópeos iluminan, también, el símbolo, el significante: “Se comió una bolsa de yeso en su intento de suicidio (…) Una idea de muerte insólita, morir enyesado por dentro”.
Pese a los golpes, inyecciones neutralizadoras y castigos ejemplares, los pacientes impacientes negocian, buscan, traman. Aun desde su infortunio preservan una misteriosa e íntima dignidad, una forma de hom- bría y ternura, allí donde las mujeres –psiquiatras, clínicas, psicólogas– encarnan la potestad profesional absoluta.
Las conversaciones –entre ellos, con las doctas, con sus visitas– son centralmente disruptivas en La confusión; piezas encastradas a la fuerza en el rompecabezas de la lógica, afirmaciones, respuestas y silencios ferozmente reales desde un brutal surrealismo.
Un verdadero loco no lograría escribir tamañas charlas. Uno falso, las adornaría previsiblemente. Ni el azar ni el pulso documental, sino la austera construcción de autor, a puro oficio, explican este fruto.
En sus finales, estas microhistorias no completan, no concluyen: nos lanzan a potenciales comienzos, como en los cuentos de Raymond Carver. La primera parte del libro, por ejemplo, cierra con un minúsculo acertijo titulado “Las habitaciones”: “En el Servicio, al día de la fecha, hay veintiocho internos. Se reparten en una habitación de diez camas, dos de cuatro, una de tres, tres de dos y una de una”.
Diario de un limbo mental –segunda instancia del volumen– es el cuaderno de bitácora del narrador, ya externado, que abandonó la anécdota objetiva de páginas anteriores. Aunque refiere pretéritamente a aquella experiencia ( La confusión) aquí bucea introspectivo, con vocación de cordura y un resabio de susto. A veces sus reportes son plegarias: “Un solo deseo: curarme. De lo que sea, como sea, haciendo lo que tenga que hacer”.
En contratapa, Nicolás Cerruti – el editor– describe las dos voces que hablan en este libro: “La confusión, dentro del nosocomio; el Diario, en su intimidad rota”. Manuel Alemian, es cierto, sabe atestiguar exteriores y sabe ensimismarse. Oscila entre la sensatez y la visceralidad de las cosas. Escribe el extrañamiento que late en el mundo y despliega una confusión que nos abarca a todos.