Permiso para el delito de guante blanco
Aduana. Un nuevo libro narra la trama siniestra del crimen económico en la frontera, con datos cuantiosos, digeribles gracias a un tono irónico.
La criminalidad económica no suele ser un tema amable para el periodismo. A diferencia del delito común, el de guante blanco se ejerce sin violencia ni acciones espectaculares, y parece una cuestión ajena a los problemas de seguridad pública. Además, requiere largas explicaciones para la comprensión de su funcionamiento. En Aduana, corrupción y contrabando, Enrique Vázquez investiga una de sus modalidades más visibles y menos conocidas en sus detalles, la paradoja del organismo de control que se transformó en “el aliado natural” de aquellos a quienes debía perseguir. Creada en 1534, la Aduana constituyó la principal fuente de ingresos públicos ya durante el virreinato. La primera exportación, realizada el 2 de septiembre de 1587, encubrió un contrabando de lingotes de plata en un buque que declaraba una carga de cubrecamas, frazadas, sombreros y harina. La economía colonial y la de los primeros tiempos de la Independencia consolidaron esa práctica particular donde los delitos son cometidos por quienes deberían impedirlos e involucran a personalidades, como Guillermo Brown, Juan Manuel de Rosas y el padre de Manuel Belgrano en los siglos XVIII y XIX. En la historia reciente, la participación de figuras públicas en actos de corrupción o como beneficiarios de irregularidades sacó a la Aduana de las sombras: el caso de los autos truchos –la importación libre de impuestos de vehículos con destino a discapacitados–, las valijas de Amira Yoma que llevaban cocaína y la venta de armas y explosivos a Croacia y de fusiles y municiones a Ecuador fueron algunos de los grandes escándalos que marcaron al menemismo. Vázquez reconstruye esos episodios –como también los del “decreto Sevel”, con que el entonces ministro Cavallo condonó deudas del Grupo Macri y la “aduana paralela” de Juan Carlos Delconte, una vía regia para el tráfico de artículos electrónicos y electrodomésticos durante el alfonsinismo– poniendo el foco en sus resoluciones judiciales y en el perjuicio contante y sonante que esas maniobras le provocaron al país. Los misterios de la Aduana son de difícil resolución para la Justicia: el suicidio dudoso de Horacio Estrada, los dólares de Guido Antonini Wilson, el crimen del comisario Jorge Gutiérrez permanecen como enigmas. Vázquez recurre a entrevistas con funcionarios, jueces y empleados, documentos judiciales, legislación, jurisprudencia, resoluciones de la Aduana y glosarios, y en todo momento pone en juego un caudal notable de información. Su mirada irónica aporta observaciones para aligerar el peso de los datos, definir a su objeto con una impresión –el vertedero es “la alegoría perfecta” de la Aduana como lugar donde, dice, se pierde sin fin la riqueza del país– y proponer categorías ad hoc, como la de “transversalidad delictiva”, para describir la heterogénea composición de las redes que mueven el contrabando, “el más redituable y el menos riesgoso de los delitos que se pueden perpetrar en la Argentina”. El final de su investigación es parte de una trama que se proyecta en la actualidad: el convenio de cooperación firmado por la Argentina y Venezuela en 2004, que creó un fideicomiso utilizado presuntamente para el lavado de dinero y diversas defraudaciones con operaciones de exportación. Las conclusiones pueden sonar desalentadoras: los delitos económicos, destaca Vázquez, se castigan con mano mucho más blanda que los comunes y rara vez con la cárcel; los perjuicios al Estado se toleran con mayor benevolencia que los producidos contra particulares o empresas privadas. Pero revelan la dimensión del problema.