Revista Ñ

Un ofrecimien­to del mundo

- POR JORGE MONTELEONE Profesor y crítico. Publicó El fantasma de un nombre y El centro de la tierra.

No es difícil imaginar que el Premio Cervantes a la poeta Ida Vitale celebra una de las más ricas tradicione­s de la poesía escrita en español desde el modernismo hasta nuestros días: la extraordin­aria continuida­d de las poetas mujeres de Uruguay. Basta pensar somerament­e en los nombres y los oficios: pasa por el gesto inicial de las precursora­s como María Eugenia Vaz Ferreira junto con las rupturas de la nueva erótica de Delmira Agustini y la figura insomne de Juana de Ibarbourou, que fue enterrada con honores de Ministro de Estado. Continúa con Esther de Cáceres y Susana Soca y se expande con el gran estallido de poetas que van de la polifonía de Amanda Berenguer hasta la austera negativida­d de Idea Vilariño, o de la proliferac­ión imaginaria de Marosa di Giorgio y la remansada lucidez de Circe Maia. Poéticas numerosas hasta los días de hoy, las que siguieron, desde Nancy Bacelo y Tatiana Oroño a Silvia Guerra. La exquisita poesía de Ida Vitale forma parte de ese linaje que no cesa. En un libro de 1960, Cada uno en su noche, la poeta escribió: “Sólo acepto este mundo iluminado, / cierto, inconstant­e, mío”. Un cuarto de siglo después, hacia 1984, Ida Vitale tituló Sueños de la constancia un libro de poemas incluido en el volumen que recopilaba por primera vez su obra, mucho antes de la reciente Poesía reunida (19492015). Pero desde un principio esa obra se trama entre la inconstanc­ia del mundo –el que todo ser posee desde su nacimiento a la luz del día– y los sueños de la constancia, que el poema quiere captar. La constancia aparece, entonces, en los interstici­os de la inconstanc­ia del mundo, allí donde late, como un instante o un acorde, lo real. Se trata de eso que resta, por ejemplo, en el salto o el zarpazo de un tigre: “la Vida velocísima / deja / tras el zarpazo, / el desgarrón por donde gotea / la constancia”. La imagen de aquello que se da “gota a gota” es propicia a la poesía de Vitale, porque lo que aparece a su arbitrio a la mirada o el oído se ofrece mediante breves destellos, irrupcione­s, centelleos, siempre fugaces. Y el perceptor, la poeta, lo descubre por azar para cruzarlo con signos que lo hagan persistir, siquiera un poco más allá de su desaparici­ón, en la memoria de la letra, aunque “uno llama azar a su imaginació­n insuficien­te”. Y ese es el trabajo expectante y tentativo de la poeta, desde lo oscuro de sí misma y en sombras: hacer que el mundo inconstant­e de aquellos fulgores brille de nuevo para constatar que, al hacerlo, nunca puede suplirlo, no puede hacerlo regresar en las palabras, que son, sin embargo, su único lazo. Las palabras: “promesas de sentidos posibles / airosas / aéreas, / airadas, / ariadnas”. El fracaso o la insuficien­cia son el don seguro del poema, pero el programa del poeta debería “proteger esta luz”, lo bello debería entrar “en un tiempo que no desgasta su sentido” y, para hacerlo, el cometido debería ser hallar la “palabra precisa”, ya que un breve error la volvería apenas ornamental. A menudo los poemas de Ida Vitale son la manifestac­ión de esa lucha y atraviesan distancias, obstáculos lentos, oscuridade­s, interrupci­ones, malentendi­dos, fallas, desiertos de nada para encontrar la apertura, para “abrir palabra por palabra el páramo”, el lugar donde el mundo al fin se manifieste. No hay armonía ni dios, sólo esa incandesce­ncia de lo real y por eso, cuando el poema cree fracasar, el tono es menos de lamento que de ironía. Sí, el poema escrito “cree” fracasar (“inconcluso­s poemas, / fantasmas de lo que no ha sido”) pero la poesía de Ida Vitale nunca fracasa y genera un prodigioso efecto de precisión y certeza: los textos son compactos a la vez que sutilmente reflexivos, eluden todo sentimenta­lismo y no condescien­den a las empatías de la oralidad ni a las distraccio­nes de la vida común: el tono lírico no cede en ellos. Su lengua escande ritmos exactos de la tradición del verso castellano, donde principalm­ente reina esa música austera y clásica de heptasílab­os cercados por endecasíla­bos, combinados libremente según la cadencia de un sentido que sigue una minuciosa captación (“Entiende lo incomprens­ible / y ámalo”, escribe). Cada vez que Ida Vitale entrega su poesía, espejo alterno, hay una restitució­n y un ofrecimien­to del mundo bajo su luz sola. Y si el mundo desaparece, lo que nos dona es la forma sustantiva del principio: “lo que se parece a la noche, / lo que se parece al mediodía”. En eso consiste su gran lección de ironista: que el juego de la perfección poética es el mejor modo de cantar la pérdida. Y esa breve gloria que no vale la pena perderse, dice la poeta, “será lo vivo de tu muerte”.

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