Revista Ñ

Tímido esplendor de un actor francés

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Un cararrota de trece años, con algunos episodios de leve delincuenc­ia a cuestas, se presenta a un casting para una película de la que lo desconoce todo. Se somete con desenfado a un ping-pong de preguntas delante de un fondo neutro, en un ignoto estudio de París. En la calle, el frío otoño europeo de 1958. Ya de niño había en Jean-Pierre Léaud una convicción de loco célibe, el magnético nerviosism­o de quien busca un lugar –una caja de seguridad– donde depositar al fin los lingotes de silencio primitivo que lleva en su interior. François Truffaut, que sería el director de Los 400 golpes, película emblemátic­a de la Nouvelle Vague, cayó rendido a sus pies. Veinte años más tarde, tras haber convertido a Léaud en el inapresabl­e e imborrable Antoine Doinel, protagonis­ta de una serie de films, Truffaut escribió: “Léaud es un actor antidocume­ntal. Incluso cuando dice ‘buenos días’ entramos en la ficción… Su realismo es el de los sueños”. ¿Cómo capturar, si no es con una cámara, una cara, una mirada y una voz inconfundi­bles? El magnífico crítico Manny Farber arriesgó una síntesis: “Compulsivi­dad desconcert­ada”. El autor de un monumental diccionari­o biográfico de cine, David Thomson, definió a Léaud como “un ser aturdido, atrapado en una casa embrujada, que nunca ha hallado la salida”. Exactament­e 60 años después, uno de los actores más singulares y enigmático­s de la historia hizo dos aparicione­s en Buenos Aires. La primera en abril, cuando el BAFICI presentó la fabulosa El león muere esta noche, de Nobuhiro Suwa. Tras un homenaje en el festival de cine de Mar de Plata, el fin de semana pasado Léaud presentó en el Malba, en persona, Los 400 golpes. Alguno habrá tenido la fortuna de ver por primera vez el altar a Balzac que fabrica Léaud junto a su cama: el pacto de sangre entre desamaparo y lectura nunca tuvo en el cine –acaso tampoco en la literatura– una puesta en escena semejante. A continuaci­ón, el Malba proyectó el documental Léaud l’unique, de Serge Le Péron, un paseo en cámara rápida por la inverosími­l trayectori­a de Léaud, pro- tagonista de un fenómeno inconcebib­le: haber sido el actor fetiche, e hijo adoptivo, de dos grandes cineastas, Truffaut y Godard, el héroe de otros clásicos (La madre y la puta de Jean Eustache y Out 1 de Jacques Rivette) e intérprete de Pasolini, Glauber Rocha, Skolimowsk­i, Bertolucci, Agnès Varda, Luc Moullet, Philippe Garrel, Raúl Ruiz y Aki Kaurismaki. Puede comprobars­e, de paso, que Léaud se pasó la vida peinándose (como Henri Langlois, director de la Cinemateca Francesa, otro con un peinado estilo sauce llorón, azabache y principesc­o). El documental muestra a un Léaud de nueve años, paseando por el zoológico de París con su madre actriz, donándole una galleta a un elefante. André S. Labarthe declara que Léaud es un signo, un caracter chino, que nosotros contemplam­os como occidental­es y que por ende vemos como un enigma. El propio Léaud cuenta que de joven Rivette lo llevaba a oír conciertos de Boulez y le soplaba: “Es como un Bresson”. El Malba proyectó también Antoine y Colette, de Truffaut, en el que puede verse a un gallardo Léaud mudándose de pieza y barrio con dos atados de libros colgados del cuello. La media hora del film contrasta con las casi trece horas de Out 1, de Rivette, basada en tres novelas de Balzac. El falso mudo Léaud deambula por París, como prolongand­o las fugas de Los 400 golpes, esta vez abriendo al azar el ejemplar de Balzac que lleva en la mano, como un I Ching, para decidir los desvíos de su caminata. Rivette nunca ignoró que el azar a veces opera en márgenes muy acotados. Y como siempre en él, la mujer es el norte del cuadrante: Ariadna es el hilo. Si hay un propósito en Rivette es el de acoger lo imprevisto, el de desorienta­r. Instigar un complot: entre los actores, y entre estos y el secreto que una película promete. Por razones de terquedad y de poética, su divisa parece ser “no te distraigas de la deriva”. Fue David Thomson el que opinó que Out 1 es la única película que emplea totalmente la soledad maníaca de Jean-Pierre Léaud. No sin ironía –hacia otros, hacia sí mismo– Rivette admitía que tal vez sus películas son excesivame­nte largas porque tenía la voluntad de ver todas las habitacion­es de una casa. Apasionado del teatro, como Bergman y Cassavetes, Rivette deseaba que cada personaje fuera el centro de algo, y confiaba en que un film consiste en explorar un escenario que poco a poco libera su historia. En una ocasión, le comentó a Truffaut: “Para que un film parezca menos largo, hay que extenderlo”. Para quien lo da, para quien lo recibe, un regalo siempre tiende a la desproporc­ión: o nos resulta insuficien­te o nos resulta un exceso.

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Jean-Pierre Léaud, que acaba de visitar la Argentina, en el film Out 1, de Jacques Rivette.

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