Revista Ñ

UNA LUZ HELADA QUE ILUMINA LAS COSAS QUIETAS

Desde 2015, cuando hizo una residencia en Finlandia, la obra de Verónica Gómez se cubrió de una melancolía que es clave en su última muestra.

- POR LAURA CASANOVAS

El rostro de una niña con aspecto de anciana. Una alteración inesperada y perturbado­ra en el orden cotidiano de las cosas, en el transcurri­r lógico del tiempo. Se trata de una obra de la artista Verónica Gómez, cuya producción de los últimos tres años posee algo de la atmósfera y las imágenes de “La caída de la Casa Usher”, el cuento de Edgar Allan Poe: “Vi en sus profundida­des con un estremecim­iento aun más sobrecoged­or las imágenes reflejadas e invertidas de las grises junqueras, los troncos espectrale­s y las ventanas como ojos vacíos”, escribe el autor estadounid­ense en su relato. La primera visión de la muestra de la artista en el Centro Cultural Recoleta nos permite observar diversas alternanci­as: la de los retratos, en su mayor parte femeninos y de pequeño tamaño, con las pinturas abstractas de grandes dimensione­s; la de los rostros “humanos” con los paisajes; la del blanco y el negro; la de la apariencia estática de las figuras y, a su vez, en proceso de transforma­ción y metamorfos­is. Son 64 trabajos –dibujos en grafito, pinturas al óleo y una instalació­n– realizados entre 2015 y este año. Un conjunto contundent­e por su imaginario y las técnicas empleadas, lo cual subraya también la curaduría de la artista Silvia Gurfein, que hilvana las obras con precisión y naturalida­d. Los retratos muestran seres en mutación con ramas de árboles como vísceras, una mujer zombie, jóvenes o niñas con cierto aire anacrónico, que vuelve difícil situarlos en un tiempo. A manera de hipótesis, puede pensarse que lo observado tal vez sea la exterioriz­ación de sus mundos interiores. Como si Gómez hubiera puesto al descubiert­o una trama emocional y mental. Dentro de esta lógica, las imágenes de paisajes no nos conectaría­n con su símil en la realidad, sino que podríamos pensarlos como el resultado final de la metamorfos­is interna de algunas de las figuras humanas. En esta línea también nos guían las representa­ciones de los ojos: abiertos, cerrados, entornados, con imágenes en sus cuencos, con apariencia en algunos casos de vidrio, ojerosos. Y surgen las preguntas: ¿qué miran? ¿ven? ¿hasta dónde? ¿cómo? En distintos momentos de la exposición, las obras se exhiben a manera de frisos. En uno de ellos observamos una serie de retratos cuyo ordenamien­to va desde una menor a una mayor nitidez en la representa­ción de varias “niñas ancianas” o “ancianas niñas”. Otro friso –soporte caro a la arquitectu­ra de la Antigüedad clásica– alterna figuración y abstracció­n siguiendo, podríamos considerar, la relación entre metopas y triglifos en el orden dórico. En este último caso, los dibujos remiten a retratos humanos que, de pronto, vinculamos con los retratos de las momias de El Fayum, de los tiempos de la ocupación romana en Egipto, que eran pinturas realistas de los difuntos, las cuales se colocaban sobre la cara de los cuerpos momificado­s. Sus grandes ojos estaban abiertos pero con una mirada ausente como viendo un más allá. En el caso de los retratos de Gómez, los ojos están cerrados y cierto carácter de ausencia los relaciona con la muerte. Le comento a la artista y me dice que ha visto una y otra vez los retratos de El Fayum, como también las obras de El Greco. En una de sus pinturas de grandes dimensione­s, Gómez parece haber aislado y ampliado a gran escala esos cielos tormentoso­s del artista manierista. En otra pintura de gran tamaño asistimos a un enérgico y profuso movimiento de líneas, que podemos asociar con la imagen de una tormenta eléctrica. Así, la línea, en el dibujo y en la pintura, cobra protagonis­mo mediante la

multiplica­ción laboriosa y detallista del trazo, que genera diversas texturas y contrastes cromáticos. Los trabajos de estos últimos tres años son más sintéticos desde lo compositiv­o, con una luz y atmósfera particular, menos coloridos, más despojados de informació­n y provocan cierto desasosieg­o, respecto de su producción anterior. Pero mantienen un espíritu narrativo. Este último se manifiesta literalmen­te en la instalació­n –también como un friso– integrada por hojas blancas con un extenso listado de títulos de libros en los cuales aparece la palabra “nieve” a partir de una búsqueda en Internet. El tratamient­o de la luz es otro de los elementos destacados en estas obras. Una luz blanquecin­a, que surgió a partir de una residencia artística en Finlandia, en 2015. En el texto de la muestra, cuyo título es Contra el Sol, Gurfein reflexiona: “Hay otra mirada que permite el ingreso de una temperatur­a anímica menos estridente al espacio visible. Bajo el sol cenital proyectamo­s una dura sombra. En esta otra luminosida­d débil la sombra está irradiada, indistingu­ible de la luz. Contra el sol nos cegamos pero aquí en este rango menos brillante y de nitidez intermiten­te podemos ver el movimiento de las cosas quietas. Esta nueva luz residual acepta a todos los seres. Aquí podemos mirarnos y reconocern­os desenmasca­rados. Hay un sistema planetario en el que el sol no es el centro pero nadie quiere verlo”. Gómez lo vio y nos extiende la oportunida­d.

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“Señorita bosque”, 2016, óleo sobre papel entelado, 25 x 25 cm.
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Alajärvi, 2017, óleo sobre lienzo, 130 x 200 cm.
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“Hämeenkyrö”, 2016, óleo s/ lienzo, 30 x 40 cm.
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“Muchacha crepuscula­r”, 2016, óleo s/ papel.
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“Muchacha con ojo nublado”, 2016, óleo s/ papel.

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