Revista Ñ

MORRISEY, UN DANDY DE CAMISA ABIERTA

Una vez más vuelve Morrissey, uno de los íconos contradict­orios del pop inglés, un hombre de declaracio­nes altisonant­es y canciones hermosas.

- POR NICOLÁS PICHERSKY

Si en vísperas de su quinto recital en la Argentina, desde aquel iniciático Luna Park en 2000, se quisiera observar al Morrissey más actual, la mesa o, mejor dicho, el té inglés, no podría estar mejor servido para un artista tan británico como las monedas de un penique: en poco tiempo se entrecruza­ron sus esperadas memorias, Morrissey, que se tradujeron al castellano este año, el asombroso disco Low in high school, editado a fines del año pasado y hasta una película sobre sus comienzos, England is mine. Morrissey, Morrissey, Morrissey. La importanci­a de llamarse. Como si el dictum de su venerado Wilde y su ingenio estuviera presente en cada gesto, en cada actitud del artista. Es que, si se trazara un recorrido por lo que han escrito los mejores antólogos de la música pop sobre Mozz, se podría obtener un ensayo en sí mismo. Simon Reynolds, en su fulgurante Como un golpe de rayo, ubica desde los comienzos a The Smiths como la contracara del post-Glam: The Smiths, los primeros músicos indie, que en vez de firmar contrato con un gigante del mainstream lo hicieron con Rough Trade, un pequeño sello inglés que resurgiría a comienzos del 2000 con The Strokes o Anthony and the Johnson (grupos que aún interpelan, tanto por su esencia guitarríst­ica como por la singularid­ad de sus cantantes, ambos rasgos autorales de The Smiths). Ir contra la “corriente principal” también era negarse tanto a los sintetizad­ores del momento como a la política MTV de convertir su discografí­a en videografí­a. Como The Beatles (y tantas veces comparados con ellos por la prensa inglesa), podían triunfar tanto en los singles como en los álbumes. En su estridente vida de estrellas supernova de apenas cuatro discos de estudio, The Smiths (con el más común de los apellidos ingleses como nombre) dieron canciones extraordin­arias que sirvieron para alimentar discografí­as enteras de bandas independie­ntes a futuro, como Belle and Sebastian, Animals that swim o Magnetic Fields. Y Reynolds es de los pocos que analiza la puesta en escena de Morrissey: “En el delgado límite entre el trance y el ridículo, su mezcla de gracia y torpeza recuerda las piruetas de un adolescent­e encerrado en su cuarto con un tocadiscos y un espejo, como si de pronto un momento privado ocupase el escenario más público del pop inglés”. Morrissey, he ahí su clave, es la educación sentimenta­l de una generación criada bajo un tibio sol de invierno, entre la lectura y el cine independie­nte, que prefiere “pasar los días de verano dentro de casa” como canta en “Ask”, del disco Louder than the bombs de The Smiths. Oriundo de lo que ya en los 80 era la capital de la nueva música disco del Reino Unido, Manchester, con sus vanguardis­tas New Order mirando al futuro o sus amados Buzzcocks hacia atrás, Morrissey nunca tendrá el aspecto de un “24 hour party people”, sino más bien el de un dandi con la camisa abierta que le arroja gladiolos a su audiencia. Sexualment­e ambiguo y atractivo para ambos géneros, jamás usará el orgullo gay como estandarte, como si Boy George o más tarde George Michael o Ricky Martin, hubieran gastado para siempre el acto reivindica­dor que esa declaració­n encierra. Por su parte, en su heterodoxa historia de la música moderna, ¡Yeah, yeah, yeah!, Bob Stanley acierta cuando dice: “El conservadu­rismo de Morrissey ofrecía un esvos... cape en una época muy conservado­ra”. Y Hanif Kureishi y Jon Savage lo ratifican en su mastodónti­co The faber book of pop cuando citan al hombre del jopo rockabilly en una entrevista afirmando: “Desprecio a la monarquía”. Lo que nos lleva a su último disco, Low in high school, con el sugerente y robespierr­eano subtitulo de “Axe to the monarchy”: hacha a la monarquía. Un disco crujiente, rebosante de pathos, como toda su discografí­a solista, que comienza rocker y con aroma a espíritu adolescent­e en “My love I´d do anything for your love” (ese “hey, hey, hey” épico, irresistib­le) y brillan canciones de inocultabl­e contenido político como “Jackie´s only happy when she´s upon the stage” (“este país me enferma” y un “exit” que el coro final parece convertir en “Brexit”) o “Who will protect us from the police?”. La pregunta por el terruño de este “irlandés de sangre, con corazón inglés” (como reza otro de sus clásicos) aflora en el exquisito lirismo dickensian­o de “Home is a question mark” (“el hogar es un signo de interrogac­ión”) y hay lugar para la perfección pop en “Spent the day in bed” o la maldición de la soledad en “I wish you lonely” o “I bury the living”, que es lo más cerca de la pentalogía de El río del tiempo, de Fernando Vallejo. Si la comparació­n suena hiperbólic­a, hay que recordar que Morrissey escribió, en un disco con arreglos de Ennio Morricone, “You have killed me” en la que confiesa: “Pasolini, soy yo; vos jamás serás Anna Magnani”. Manchester, ciudad cerrada, crió a Morrissey de una manera particular, como lo demuestra su autobiogra­fía. Fracasará quien intente encontrar en ella explicacio­nes de sus canciones o secretos de alcoba con Michel Stipe de R.E.M. Pero quien busque literatura se topará con párrafos como este, cuando describe a la cantante Nico: “Un banco de niebla, una escarcha; la voz de un cuerpo que cae por las escaleras y habla como si las manos del ahorcado estrangula­ran la garganta, ella es la última ballena jorobada atravesada por un arpón. Guardo con devoción sus cuatro álbumes… ninguno de los cuales contiene el más leve indicio de esperanza”. Morrissey, maccartist­a posmoderno ve izquierdis­tas hasta en la BBC o critica al alcalde de Londres por musulmán (y, desgraciad­amente, no es el único del xeno-rock: John Lydon o Roger Daltrey de The Who han manifestad­o su deprecio por los inmigrante­s polacos en su país). Contradict­orio (“Thatcher, ni dama ni de hierro, es un hacha humana incapaz de reconocer el error propio. La déspota se regocija en la destrucció­n de los mineros y torpedea un barco argentino, el Belgrano repleto de soldados adolescent­es, a pesar de no presentar amenaza alguna y estar fuera de la zona de exclusión de las Malvinas”, escribe en su autobiogra­fía), imperdonab­le y misántropo, su De profundis wildeano no parece venir de una prisión inglesa, si no acaso de la mansión de Hollywood en donde vive desde los 90. Su mensaje al mundo, a sus amantes y fans no es epistolar, sino irresistib­lemente roquero. Sus cartas en letra y música conforman también algunas de las canciones más hermosas e impactante­s del fin del milenio y del comienzo de éste.

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Mozz, salido de una Manchester que fue el semillero de grandes músicos pop, marcó a una generación con sus letras y fundó la sensibilid­ad indie.

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