MORRISEY, UN DANDY DE CAMISA ABIERTA
Una vez más vuelve Morrissey, uno de los íconos contradictorios del pop inglés, un hombre de declaraciones altisonantes y canciones hermosas.
Si en vísperas de su quinto recital en la Argentina, desde aquel iniciático Luna Park en 2000, se quisiera observar al Morrissey más actual, la mesa o, mejor dicho, el té inglés, no podría estar mejor servido para un artista tan británico como las monedas de un penique: en poco tiempo se entrecruzaron sus esperadas memorias, Morrissey, que se tradujeron al castellano este año, el asombroso disco Low in high school, editado a fines del año pasado y hasta una película sobre sus comienzos, England is mine. Morrissey, Morrissey, Morrissey. La importancia de llamarse. Como si el dictum de su venerado Wilde y su ingenio estuviera presente en cada gesto, en cada actitud del artista. Es que, si se trazara un recorrido por lo que han escrito los mejores antólogos de la música pop sobre Mozz, se podría obtener un ensayo en sí mismo. Simon Reynolds, en su fulgurante Como un golpe de rayo, ubica desde los comienzos a The Smiths como la contracara del post-Glam: The Smiths, los primeros músicos indie, que en vez de firmar contrato con un gigante del mainstream lo hicieron con Rough Trade, un pequeño sello inglés que resurgiría a comienzos del 2000 con The Strokes o Anthony and the Johnson (grupos que aún interpelan, tanto por su esencia guitarrística como por la singularidad de sus cantantes, ambos rasgos autorales de The Smiths). Ir contra la “corriente principal” también era negarse tanto a los sintetizadores del momento como a la política MTV de convertir su discografía en videografía. Como The Beatles (y tantas veces comparados con ellos por la prensa inglesa), podían triunfar tanto en los singles como en los álbumes. En su estridente vida de estrellas supernova de apenas cuatro discos de estudio, The Smiths (con el más común de los apellidos ingleses como nombre) dieron canciones extraordinarias que sirvieron para alimentar discografías enteras de bandas independientes a futuro, como Belle and Sebastian, Animals that swim o Magnetic Fields. Y Reynolds es de los pocos que analiza la puesta en escena de Morrissey: “En el delgado límite entre el trance y el ridículo, su mezcla de gracia y torpeza recuerda las piruetas de un adolescente encerrado en su cuarto con un tocadiscos y un espejo, como si de pronto un momento privado ocupase el escenario más público del pop inglés”. Morrissey, he ahí su clave, es la educación sentimental de una generación criada bajo un tibio sol de invierno, entre la lectura y el cine independiente, que prefiere “pasar los días de verano dentro de casa” como canta en “Ask”, del disco Louder than the bombs de The Smiths. Oriundo de lo que ya en los 80 era la capital de la nueva música disco del Reino Unido, Manchester, con sus vanguardistas New Order mirando al futuro o sus amados Buzzcocks hacia atrás, Morrissey nunca tendrá el aspecto de un “24 hour party people”, sino más bien el de un dandi con la camisa abierta que le arroja gladiolos a su audiencia. Sexualmente ambiguo y atractivo para ambos géneros, jamás usará el orgullo gay como estandarte, como si Boy George o más tarde George Michael o Ricky Martin, hubieran gastado para siempre el acto reivindicador que esa declaración encierra. Por su parte, en su heterodoxa historia de la música moderna, ¡Yeah, yeah, yeah!, Bob Stanley acierta cuando dice: “El conservadurismo de Morrissey ofrecía un esvos... cape en una época muy conservadora”. Y Hanif Kureishi y Jon Savage lo ratifican en su mastodóntico The faber book of pop cuando citan al hombre del jopo rockabilly en una entrevista afirmando: “Desprecio a la monarquía”. Lo que nos lleva a su último disco, Low in high school, con el sugerente y robespierreano subtitulo de “Axe to the monarchy”: hacha a la monarquía. Un disco crujiente, rebosante de pathos, como toda su discografía solista, que comienza rocker y con aroma a espíritu adolescente en “My love I´d do anything for your love” (ese “hey, hey, hey” épico, irresistible) y brillan canciones de inocultable contenido político como “Jackie´s only happy when she´s upon the stage” (“este país me enferma” y un “exit” que el coro final parece convertir en “Brexit”) o “Who will protect us from the police?”. La pregunta por el terruño de este “irlandés de sangre, con corazón inglés” (como reza otro de sus clásicos) aflora en el exquisito lirismo dickensiano de “Home is a question mark” (“el hogar es un signo de interrogación”) y hay lugar para la perfección pop en “Spent the day in bed” o la maldición de la soledad en “I wish you lonely” o “I bury the living”, que es lo más cerca de la pentalogía de El río del tiempo, de Fernando Vallejo. Si la comparación suena hiperbólica, hay que recordar que Morrissey escribió, en un disco con arreglos de Ennio Morricone, “You have killed me” en la que confiesa: “Pasolini, soy yo; vos jamás serás Anna Magnani”. Manchester, ciudad cerrada, crió a Morrissey de una manera particular, como lo demuestra su autobiografía. Fracasará quien intente encontrar en ella explicaciones de sus canciones o secretos de alcoba con Michel Stipe de R.E.M. Pero quien busque literatura se topará con párrafos como este, cuando describe a la cantante Nico: “Un banco de niebla, una escarcha; la voz de un cuerpo que cae por las escaleras y habla como si las manos del ahorcado estrangularan la garganta, ella es la última ballena jorobada atravesada por un arpón. Guardo con devoción sus cuatro álbumes… ninguno de los cuales contiene el más leve indicio de esperanza”. Morrissey, maccartista posmoderno ve izquierdistas hasta en la BBC o critica al alcalde de Londres por musulmán (y, desgraciadamente, no es el único del xeno-rock: John Lydon o Roger Daltrey de The Who han manifestado su deprecio por los inmigrantes polacos en su país). Contradictorio (“Thatcher, ni dama ni de hierro, es un hacha humana incapaz de reconocer el error propio. La déspota se regocija en la destrucción de los mineros y torpedea un barco argentino, el Belgrano repleto de soldados adolescentes, a pesar de no presentar amenaza alguna y estar fuera de la zona de exclusión de las Malvinas”, escribe en su autobiografía), imperdonable y misántropo, su De profundis wildeano no parece venir de una prisión inglesa, si no acaso de la mansión de Hollywood en donde vive desde los 90. Su mensaje al mundo, a sus amantes y fans no es epistolar, sino irresistiblemente roquero. Sus cartas en letra y música conforman también algunas de las canciones más hermosas e impactantes del fin del milenio y del comienzo de éste.