Revista Ñ

LO QUE EL ARTE PUEDE CON LA VIOLENCIA DE GÉNERO

A partir de testimonio­s de mujeres latinoamer­icanas recogidos en las redes, Ana Gallardo creó los dibujos que ahora se exhiben en una conmovedor­a muestra.

- POR JULIA VILLARO

Once rectángulo­s negros que ocupan la mayor parte de los muros. La disposició­n de estos papeles grandes, cubiertos de grafito –en los que solo al acercarnos podremos comenzar a advertir matices, detalles, sutiles diferencia­s– es de una sencillez tan contundent­e que nos deja sin aliento, apenas ingresamos a la sala de la galería Ruth Benzacar. De lejos, sin adentrarno­s todavía en esos detalles, los Dibujos textuales de Ana Gallardo son como tapias sobre paredes vacías. Tapaderas pegadas con cinta, papeles pintados hasta el borde, monocromos matéricos, opacos, que lejos de ofrecernos algún reflejo parecen tragarse todas las luces, dejarnos a la sombra, una sombra que muy de a poco va desplegand­o su variedad de grises. Nueve de las once piezas llevan un breve texto escrito en la parte baja de la obra. La crueldad de las pequeñas historias que anidan en cada una de esas palabras ilumina – de una luz violenta– las selvas de grafito que Gallardo ha pintado capa sobre capa. Entre la trama de grises el blanco asoma en contadas ocasiones, a veces como materia y a veces como vacío. Hay una especie de tensión entre el decir y el no decir que se juega al interior de cada uno de esos papeles. La artista pone el cuerpo (que es, literal- mente, el único modo en que puede llevarse adelante el trabajo de cubrir enterament­e con grafito papeles de esas dimensione­s) para terminar de decir aquello para lo que las palabras no alcanzan; pero las palabras deben ser dichas. Porque una selva de grafito puede ser muchas cosas, pero un arma –un instrument­o, dice el diccionari­o, destinado a atacar o a defenderse– dentro del cuerpo de una mujer o de una niña (de un espacio, en todo caso, que debería ser cuidado y amado como un templo de la naturaleza) es siempre una forma de violencia. Los textos que integran estos dibujos son testimonio­s. La artista los escucha, los lee, los recoge de las redes, de distintas fuentes. Los testimonio­s provienen de diversos lugares, pero las palabras que utilizan sólo correspond­en a dos campos semánticos –bebé, madre, mujer, teniente, arma–. Por respeto hacia aquellas voces, Gallardo los hace anónimos. Pero no los despersona­liza. A esas voces –las voces de tantas mujeres y niñas de Latinoamér­ica que relatan esos hechos, sus hechos, con la crudeza que solo pueden tener, ante ellos, quienes los han vivido– Gallardo les dona, en parte, su cuerpo. Cada trazo realizado sobre esos papeles ofrece un cobijo a aquellas voces. Poner el cuerpo y ofrecer cobijo o alguna forma del afecto son recursos recurrente­s de la artista. Ya sean videos, dibujos o piezas de cerámica, las obras de Gallardo son siempre experienci­a, afectiva y vincular, puesta en acto, o en materia. Visualment­e, sus rectángulo­s negros sobre pared blanca son una suerte de cachetada al ojo. Es lo opuesto a la obra como ventana por la que hace cinco siglos clamaba Alberti (no podría, a esta altura del partido, serlo de otro modo) pero también de aquel cuadrado negro sobre fondo blanco al que visualment­e –y de lejos– las formas lo emparentan, con que hace poco más de cien años Kásimir Malevich pedía al cuadro dejar de decir. “Esta monocromía de denuncia es también declaració­n de artista –dice Alejandra Aguado en uno de los dos textos que acompañan la muestra–. De una producción que si bien exhibe su inevitabil­idad y su imperante necesidad expresiva en la superficie dibujada, confiesa su agotamient­o y su desánimo y la necesidad de exigirse, ante la naturaleza de los hechos, ser fundamenta­lmente su portavoz. La opacidad de sus trabajos es negación de todo lo que no sea pa- ra Gallardo estrictame­nte necesario, es censura de artista, tachadura agotada en las decenas de carbonilla­s que hicieron del papel una monumental naturaleza quemada”. En la opacidad de estos rectángulo­s monocromát­icos, ni la vida ni el silencio se proyectan: el espacio sinuoso, frondoso, tapado, que se abre en estas obras, es apenas una hendija. Por esa hendija finita pasan las voces que Gallardo elige escribir en una tipografía flaca, un tanto desnutrida, letras blancas cuya luz rebota como un estruendo entre los grises. Cuenta la artista que estas obras son el resultado de dos proyectos que habían sido concebidos de forma algo independie­nte: por un lado una serie de dibujos testimonia­les sobre experienci­as de violencia y trata; por el otro el deseo de salir a buscar las voces de otras mujeres, sus contemporá­neas, sus coetáneas. (Y eso, la capacidad de situarse bajo la piel de esas otras, que también pudieron ser ella, es también un modo de poner el cuerpo). En esas voces apareciero­n estos dibujos, para los que acaso el grafito sea la materia más afín con que dar forma a las memorias, hechas de metal y tierra; de violencia de bota irrumpiend­o en el corazón de una casa, de una familia, de un nacimiento, de un cuerpo. “Qué más que una ceremonia –escribe Gabriela Cabezón Cámara en el otro texto que integra la muestra– una que clama por justicia, una ceremonia nueva, una que inventa con el cuerpo la artista poniéndolo con sus trazos, con su hacerse parte de la obra o con hacer la obra parte de sí bajo el carbón constante y mudo, una ceremonia de polvo y silencio, de poquísimas palabras que se dejan vislumbrar en la selva negra de Gallardo, una ceremonia de la que nos hacemos parte con solo mirarla”. Acaso nada. Acaso sean sólo ceremonias lo único que pueda hacer el arte con la violencia: construir a partir de la destrucció­n, tapar para hacer visible. Cubrir de trazos (como quien arropa suavemente la fragilidad de un recién nacido) tantas voces desnudas. Detalles de los “Dibujos textuales”, once piezas monocromas de gran formato que cubren las paredes de la galería Ruth Benzacar.

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