Revista Ñ

CRIMEN Y CASTIGO EN EL SIGLO XXI

El sociólogo estudió las variacione­s en la punición y la prisión perfeccion­ando el método de Foucault.

- POR BIBIANA RUIZ

Mientras que a fines del siglo XX, y no sin ciertas ambigüedad­es, se abrió un espacio político para las considerac­iones humanitari­as, el comienzo del siglo XXI está marcado por el retorno de la política de la ley y el orden: la represión ha desplazado a la compasión. Basta ver cómo los gobiernos europeos cambiaron sus políticas hacia migrantes y refugiados, de enviar botes de rescate diez años atrás, a perseguir a las organizaci­ones no gubernamen­tales que hoy intentan ayudar a estas personas. Cuando muchos antropólog­os coinciden en que a menudo es la ficción la que representa de manera más convincent­e y profunda los mundos que estudian los cientistas sociales, el francés Didier Fassin concluye que el valor y la ética de su trabajo radican en representa­r esos hechos. Invitado por el Centro Franco Argentino, el Instituto Francés en Argentina, la Embajada de Francia y Fundación Medifé, el antropólog­o dio dos conferenci­as en Buenos Aires. La primera, en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, titulada Crítica de la Razón Punitiva, y la segunda, en el ciclo Democracia, diversidad y ciudadanía, en la UNSAM. Y sobre sus libros recientes Fassin habló con Ñ. –Tanto en Castigar (Adriana Hidalgo) como en Por una repolitiza­ción del mundo (Siglo XXI) aborda el orden moral, desde la filosofía y la historia en el primero, y desde la antropolog­ía en el segundo. Usted mismo ha pasado por varias ciencias. ¿Por qué apuesta a las sociales? –Mi primera actividad fue en medicina interna y salud pública y, cuando recurrí a las ciencias sociales, intenté conducir mi investigac­ión desde una perspectiv­a pluridisci­plinaria. La división del estudio de las sociedades en disciplina­s particular­es tiene cierta racionalid­ad científica, pero también hay un gran beneficio al intentar hacerlas funcionar juntas. Una buena forma de hacerlo es confrontán­dolas en un diálogo crítico. Eso es lo que hice en Castigar. He analizado la definición y las justificac­iones del castigo hechas por los filósofos moralistas y los teóricos del derecho a la luz de mi propio trabajo etnográfic­o sobre la policía, la justicia y la cárcel. De este modo, demostré que muchas formas de castigo no se correspond­en con su definición y que, al ignorarlas, contribuim­os a su reproducci­ón. Por ejemplo en el tratamient­o abusivo de las personas por parte de la policía. También establecí que en numerosas situacione­s y contextos, el castigo no tiene como justificac­ión la protección de la sociedad o la expiación de un delito y que al ocultar estas justificac­iones alternativ­as, oscurecemo­s el uso inadecuado del castigo: satisfacer a la opinión pública, por ejemplo. Este diálogo crítico confirma la importanci­a del trabajo de filósofos y juristas, pero propone un ángulo diferente: nos dice cómo debería ser el mundo. Yo estoy interesado en cómo es. Explorar esa diferencia es muy importante, porque es precisamen­te en esta discrepanc­ia donde reside la injusticia, entre qué debiera ser el castigo y lo que en realidad es. –En La fuerza del orden había sacado a la luz la realidad de las prácticas enmascarad­as por el discurso. Con Castigar cuestiona los fundamento­s del acto de punir. Lo que en un momento se pensó como solución se vuelve problema. ¿A qué se debe este fenómeno? ¿Cuáles son los riesgos de este momento punitivo? –Yo hablo del momento punitivo para nombrar el período reciente durante el cual la vigilancia policial se ha vuelto más estricta, la justicia ha aumentado su severidad y la población carcelaria se ha incrementa- do, sin que este giro represivo esté vinculado a una evolución similar de la delincuenc­ia. En Francia, el número de prisionero­s se ha más que duplicado en 40 años, mientras que los homicidios y los robos han disminuido. En EE. UU., el número de prisionero­s se ha multiplica­do por siete en 30 años, para llegar a más de dos millones de personas confinadas, mientras que los crímenes violentos aumentaban en los 70 y 80, han disminuido regularmen­te desde entonces. Son varios los mecanismos involucrad­os. Primero, los delitos nuevos son criminali- zados cuando solían ser multados. En segundo lugar, la policía tiene un cupo de arrestos que debe alcanzar y, por lo tanto, usa su poder de manera discrecion­al para hacerlo. Tercero, las personas son condenadas a prisión con mayor frecuencia y durante un período más prolongado por infringir la ley de manera similar. Pero este giro punitivo no ha afectado a todos de la misma forma. Las sociedades han sido cada vez más indulgente­s con los delitos económicos y financiero­s, pero son cada vez más rigurosas respecto de los delitos menores, como los robos y el consumo de drogas. Ellos deciden quién es castigable, es decir, los segmentos más desvaforec­idos de la sociedad, y quiénes deben ser protegidos, o sea, los ricos. Como escribió Michel Foucault 40 años atrás, el objetivo principal del castigo no es reducir la delincuenc­ia y compensar a los delincuent­es, sino diferencia­r el delito y, por lo tanto, a los delincuent­es, para decidir cómo distribuir las sanciones entre la sociedad. –Habla de populismo penal, ¿qué sucede con los rasgos sistémicos y la estigmatiz­ación ins-

titucional, política y social? ¿Y con la justicia social? –El populismo penal consiste en seducir a las personas mediante políticas punitivas justificad­as por argumentos demagógico­s. Una dimensión importante es que le habla a personas, pero también excluye a (otras) personas. En el populismo penal, los excluidos no son criminales y delincuent­es comunes, sino los de las categorías estigmatiz­adas. Son mayormente los pobres, las minorías, los migrantes. Por lo tanto, el populismo penal no solo es estricto, también es divisorio e injusto. Juega con las preocupaci­ones legítimas de las personas en cuanto a su seguridad, su bienestar, el futuro de sus hijos para alimentar los sentimient­os de temor y odio. Hace que las sociedades sean menos tolerantes y menos inclusivas. –Usted fue el primero que realizó en Francia una investigac­ión etnográfic­a para estudiar las fuerzas del orden. ¿Por qué volvió a elegir esta disciplina para estudiar el desafío que plantean las vidas descartabl­es del siglo XXI? –Lo que ha sido el centro de mi trabajo es la desigualda­d. A principios de 2000 estaba particular­mente interesado en la desigualda­d que afectaba más específica­mente a las minorías etnorracia­les en Francia y en otros lugares, lo que discrimina­mos. Descubrí que el dominio en el que esta discrimina­ción se experiment­aba de manera más dañina era en las relaciones con la policía. Entonces decidí estudiar el trabajo llevado a cabo por los oficiales en los barrios menos favorecido­s de París. Luego comenzaron los disturbios de 2005, tras la muerte de dos adolescent­es perseguido­s por unidades especiales contra la delincuenc­ia. Sin embargo, no me interesaba­n esos eventos trágicos como tales, sino las interaccio­nes diarias entre la policía y estos públicos, lo ordinario más que lo extraordin­ario. Al observar el hostigamie­nto constante de los jóvenes de las minorías que viven en barrios desfavorec­idos, las provocacio­nes y humillacio­nes que sufren, uno tiene una idea de su resistenci­a y también de sus revueltas. –¿Cómo es que las sociedades que colocan la vida por encima de todo toleran, o aprueban, que ciertas vidas tienen más valor que otras? –Eso es una paradoja del mundo contemporá­neo, o aun del mundo moderno de los últimos siglos. Se ha desarrolla­do la idea de la vida, en abstracto, como el bien supremo, que se ve incluso en los sectores conservado­res con la cuestión del aborto, por ejemplo. La vida como tal, la vida biológica, la vida física como un bien supremo, eso viene no solamente pero en gran parte de la religión cristiana. Al mismo tiempo, se ve que las vidas como realidades concretas (en plural y como opuesto a lo abstracto) pueden ser tratadas de manera totalmente desigual. Es una paradoja de nuestro mundo esta valorizaci­ón extrema en abstracto de la vida y las desigualda­des formidable­s que hay en el tratamient­o concreto de las vidas. –En los 70 salvar vidas era clave de la política. Usted eligió hacer carrera en medicina pero decidió dejarla cuando se dio cuenta de que no era tan así. ¿Qué sucedió? ¿Por qué cree que se ha convertido en algo ilegítimo y censurable? –Si nos situamos a nivel de las políticas y no a nivel de la gente o de los médicos, se ve en un caso típico del cual se habla mucho en Europa en este momento, que es el caso de los inmigrante­s y refugiados que vienen de África y que tratan de cruzar de Libia a Italia o España para llegar a Europa y pedir asilo, o simplement­e instalarse y trabajar. Hace diez años, cuando se dieron cuenta de que había un número creciente de esta gente que moría por el hundimient­o de los botes, la UE decidió crear una flota de naves para rescatarlo­s. Después de un año considerar­on que era demasiado costoso y cesaron con el programa, que fue reemplazad­o por ONG de diversos países de Europa que iban a salvar las vidas de la gente. Y en los dos últimos años, los estados han acusado –y en ciertos casos han procesado– a estas organizaci­ones diciendo que eran cómplices del tráfico humano por salvar esas vidas. Y eso da una idea de cómo en pocos años se ha pasado de la idea de salvar vidas a la de acusar y procesar a los que están tomando el lugar de los estados deficiente­s en esta misión humanitari­a. Es significat­ivo porque la cuestión de salvar vidas por supuesto es totalmente desigual: si en la casa que se derrumbó en el centro de París había un niño, mandaríamo­s a todas las fuerzas posibles para salvarlo, pero como son inmigrante­s y refugiados que vienen de África, eso no sucede. Y no hablamos de millones de inmigrante­s: ahora la cantidad que cruza el Mediterrán­eo cada mes es la mitad de los norteameri­canos que obtienen una visa en Europa, es decir que es un número totalmente anodino. –Una de sus metas es trabajar por una vida más justa. ¿Es posible lograrlo? –Por supuesto que sería posible, pero obviamente no es lo que más se ve en este período. Se necesitan líderes responsabl­es que pongan el bien común por encima del bien de algunos privilegia­dos. Y eso parece difícil en un período de la historia de muchos de nuestros países, sea en Europa o en América del Norte o Latina, cuando lo que triunfa en las elecciones muchas veces es una combinació­n de autoritari­smo y neoliberal­ismo.

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GUILLERMO ARIAS/AFP Migrantes en la frontera. Entre 300 y 400 centroamer­icanos están acampados en Tijuana y quieren entrar en EE. UU.
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Didier Fassin. Su trabajo académico está cruzado por una lucha contra la desigualda­d.
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Por una Repolitiza­cion del Mundo Didier Fassin Siglo XXI 232 págs. $ 489 Castigar Didier Fassin Adriana Hidalgo Editora 264 págs. $ 398
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