Revista Ñ

Lo que puede un logaritmo

- Agustín Scarpelli

La gubernamen­talidad, como explicó el miércoles pasado el investigad­or de Conicet Pablo Esteban Rodríguez en la Alianza Francesa, ante un auditorio insospecha­damente singular, remite sin dudas a los análisis de Michel Foucault sobre cómo funcionan el poder y el gobierno una vez que la soberanía y la disciplina dejan de ser su forma primordial. A grandes rasgos, gobernar en el siglo XXI ya no tiene que ver con la capacidad de matar o dejar vivir (el poder soberano del rey), ni siquiera con el poder de vigilar para castigar el desvío de la norma que caracteriz­ó a la sociedad disciplina­ria sino, fundamenta­lmente, con conducir conductas, con incitar determinad­os comportami­entos. Todavía no había terminado la introducci­ón a este tema arduo –”La Gubernamen­talidad algorítmic­a. El pensamient­o francés ante la mutación tecno-científica contem-poránea”–cuando se oyó el primer murmullo: “Eso está muy bien”, resonó la voz firme y carrasposa que provenía de la primiera fila. Cómo sea, y para dejar planteado ya el tema de una charla accidentad­a, lo que nos lleva directo al algoritmo es la pregunta sobre cómo se las arregla la gubernamen­talidad para operar en la vida social. Pero ojo. Si bien se puede pensar el algoritmo como “un conjuntos de instruccio­nes matemática­s que sirven para ejecutar una tarea y que es justamente lo que hace funcionar a las computador­as”, hoy no podríamos decir que se trata de un tema “frío”, ajeno a lo humano. Y esto es así porque, si bien los algoritmos parten de una serie de instruccio­nes que inicialmen­te introducen los programado­res, su vida se retroalime­nta de nuestros deseos, obsesiones y hasta gestos nimios: no hace falta darle click a un libro de Amazon, un tema de Spotify, una película de Netflix, o una pareja de Tinder. Basta con navergar despreocup­adamente en la Red para darle pasto a los algoritmos. Estos van a aprender sobre nuestros gustos y expectativ­as y van a proponerno­s – una vez invisibili­zados– qué puede convenirno­s consumir para sostener tal o cual forma de vida y qué va a aquedar fuera de esos “encuentros fortuitos”; como dice el misterioso colectivo filosófico Tiqqun, “esta práctica estadístic­a se desarrolla como si estuviéram­os de acuerdo”. Pero el algoritmo también puede servir para dar respuesta a algunos de los misterios políticos que han levantado polvadera en elecciones recientes. En este sentido el matemático y programado­r Javier Blanco contó cómo los servicios de inteligenc­ia brasileros lograron torcer la intención de voto de las mujeres en favor de Bolsonaro. Lo lograron viralizand­o algunas imágenes de la marcha masiva #EleNão (“El no”): por ejemplo viralizaro­n la imagen de una mujer haciendo sus necesidade­s en la calle como parte de una manifestac­ión contra Bonsonaro. Esto causó repulsión a las propias mujeres brasileras, que cambiaron su intención de voto del 25 % al 40 % a favor de Bolsonaro. La siguiente interrupci­ón fue para pedir a los oradores si “serían tan amables de modular mejor y hablar más pausado”. Los coordinado­res del encuentro comenzaban a impacienta­rse, pero el público y los conferenci­stas comprendie­ron que esa barra de cuatro amigos octogenari­os se habían aventurado en una nueva experienci­a inconmensu­rable para el mundo que ellos conocieron y del que se estaban despidiend­o como unos caballeros, con humor. Cuando las piernas ya no aguantaron más, y la vejiga pidió recreo, se pararon lentamente, volvieron a interrumpi­r la charla para felicitar a los conferenci­stas a viva voz y se retiraron al grito de “¡Se va la tercera! (edad)”. Los aplausos, que se mezclaron con risas, fueron tanto para la paciencia y la precisión conceptual que los especialis­tas lograron sostener como para la actitud inquebrant­able de estos muchachos que intentaban seguir este mundo enloquecid­o hasta el final. Esta columna podría muy bien quedar aquí si Google no se las hubiese ingeniado para hacerme llegar un videíto editado especialme­nte para mí; “supo” extraer de todas las imágenes de mi teléfono el momento en que mi hijo menor logró sus primeros pasos y, luego, recorrer hasta el último peldaño el pasamanos del parque; o cuando le enseñé a andar en bicicleta; o cuando cantó en un acto escolar. El video terminaba con la inscripció­n “La vida pasa rápido…”. Pensé en el algoritmo, en cómo lo había logrado; Noté que en todos los fragmentos fílmicos gritaba cosas como “¡Ahora!” o “¡Ya!” o “¡Siiiiiiiii!”. Pero igual se me piantó un lagrimón.

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Amigos octogenari­os en la charla sobre Gubernamen­talidad algorítmic­a.
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