Collage entre el absurdo y lo kitsch
Teatro. Divino Amore, de Alfredo Arias y René de Ceccatty, trabaja sobre las anécdotas de una compañía teatral romana en decadencia.
Como si se tratara de un collage de historias y memorias, Divino amore –la obra de Alfredo Arias y René de Ceccatty– es una interesante propuesta que mezcla elementos del género musical, de lo absurdo y la estética kitsch. La fragmentación de relatos, icónicas canciones y momentos de humor construyen la estructura argumental, hilvanando las experiencias de una compañía teatral romana en decadencia, a fines de los años setenta. El señor Palmi, su esposa Bianca y su hija Ana María –quienes quizá existieron– fueron sus integrantes, quienes representaban melodramas religiosos en el sótano de una iglesia. Pero sus interpretaciones habían sido muy criticadas por la falta de convencionalismo y cierta trasgresión a las tradiciones. Tras bambalinas, se dice que ensayaban dramas que los feligreses tildarían de paganas. Arias se inspiró en ellos para poner en escena a una serie de personajes que rompen determinadas imposiciones sociales, creando esa extraña dislocación –siempre agradecida– que expone un mundo más allá de lo cotidiano. “Diálogo con un espectro”, “Salomé” y “The come back” son los cuadros en los que Carmelo –el narrador interpretado por Marcos Montes– comparte las anécdotas de aquellos misioneros del teatro, a partir de sus plegarias al fallecido Agno: un gran amigo y admirador de las puestas de la familia teatral. Así comenzará un desfile de personalidades –en la piel de María Merlino, Carlos Casella y Alejandra Radano– que, entre divertidos diálogos y espíritus musicales dragqueenescos de otro tiempo, no solo se invocarán las obras de la compañía realizadas en Roma, sino también la tensa relación que surge entre Bruna, la actriz y matriarca de la comitiva, y su hija Celestina, que no fue precisamente lo que esperaba en casi ningún aspecto de su existencia. Mucho menos, cuando regresó de los Estados Unidos. Celestina, durante un viaje por el país del norte, descubre su verdadera identidad de género a partir del encuentro con un grupo de travestis y, sobre todo, con el teatro contemporáneo. Su cuerpo se llenó de sensaciones y, con ellas, llegó la transformación. Ahora tiene falo, otro nombre, otra piel, pero conserva sus senos y vestidos de mujer. Bruna lo señala como un tercer sexo anómalo y depravado. Sin embargo, esta nueva Celestina expone lo propiamente humano al dejar en evidencia las configuraciones culturales de hombre y mujer, lo que se espera de sus modos de ser y las identificaciones sexuales –al decir de la crítica chilena, Nelly Richard– “como producto de las complejas tramas de representación y poder”. Las versiones en vivo de “Como una ola”, “Soy lo que soy” o “A mi manera” son algunas de las canciones que refuerzan las tensiones y deseos de libertad y sexualidad que experimenta el personaje de Carlos Casella, que, con lograda interpretación y habilidad vocal, demuestra una gran versatilidad para caracterizar varios roles en escena. La puesta puede ser una clave de lectura de las acciones que hacen tambalear y desestabilizar ciertos preconceptos, para dar lugar a todo lo excluido y marginado de las convenciones. No se trata de construir ideologías desde lo teatral, sino de hacer tangible lo que otros pretenden invisible y, a su vez, resquebrajar aquello que Foucault llamaba “la tiranía de los discursos globalizantes”. Desarmar las fijas clasificaciones binarias, tal vez, dé paso a otra convención, más diversa en la que nadie quede afuera, con respeto y más derechos. Tal vez, el divino amore auténtico.