Revista Ñ

AL MAESTRO DE LA SÁTIRA

El cineasta italiano Bernardo Bertolucci representó todo lo que el siglo XX tuvo de determinan­te. Autor de películas clásicas como Novecento o Último tango en París, murió esta semana, en Roma, con 77 años.

- POR ALFREDO GRIECO Y BAVIO

Más de 300 épicos minutos duraba la proyección en sala de los nueve mil metros de celuloide, technicolo­r y superacció­n de Novecento (1976). El italiano Bernardo Bertolucci ni perdió su tiempo ni creyó abusar del nuestro para componer y filmar su narrativa de una victoria que se había demorado solo lo justo en llegar: tras cuatro o cinco décadas de lucha de clases, la democracia era vencedora sin rival en su Italia rural y septentrio­nal. Si el desenlace era nítido y sintético, el desarrollo no podía ser sumario: el fin de la Guerra Mundial y la derrota del fascismo y del nazismo nunca habían sido imposibles pero tampoco inevitable­s. La bandera roja, que veinte negros años habían enterrado pero no desteñido, se desplegaba por un firmamento sin luces. Ni Bertolucci ni sus públicos podían anticiparl­o con precisión, pero la aparente aurora roja era un crepúsculo. El director había llegado al cenit de su carrera, y del eurocomuni­smo que celebró en esta epopeya pronto se olvidaría la existencia y aun el nombre. En las novelas y el cine históricos, conocemos de antemano el desenlace mayor. Sonido y furia, gozos y sombras, gritos y susurros, intensidad­es y alturas pueden realzarse o retacearse, pero en 1976 sabemos que en 1945 Hirohito, Hitler y Mussolini habrán sido vencidos. Ignoramos, en cambio, qué suerte tocará a los personajes de uno y otro bando: victoria y derrota no aseguran la sobrevida personal. Pero si la Historia ha tenido para Bertolucci un final feliz, la historia central de Novecento también. Para los dos protagonis­tas antagonist­as, el líder partisano campesino comunista (que interpreta Gérard Depardieu) y el oligarca terratenie­nte local (Robert De Niro), no habrá muerte ni mengua. El guión reservó para ellos un futuro mejor. En los films de Bertolucci la dicha siempre está en movimiento, y no siempre corre filosófica hacia su pérdida. Es una caracterís­tica menos frecuente de lo que parece en una cinematogr­afía nacional como la de Italia, con todo cuanto evoca de risueño y agradable, de flexible y de poco temible, il bel paese de la dolce vita. La felicidad, o una imagen de la felicidad, está ahí, concreta, a ojos vistas, a portata di mano, física, gráfica, pornográfi­ca, en El último tango en París (1972), en Refugio para el amor (1990), en Los soñadores (2003), como la belleza del mundo está en La Luna (1979) o en El último emperador (1987) (nueve Oscares y nueve Davides de Donatello, filmado en China, financiado por los estudios de Hollywood). Las críticas que ven en los últimos filmes de Bertolucci un cine comercial cuya forma y calidad es la de las mejores publicidad­es antes que desmentir, confirman que para el director los bienes del mundo son siempre asequibles –a cambio de un precio–. La desdicha es en cambio una ilusión, un mal paso, un enemigo contra el cual, como la alienación o la plusvalía, siempre se puede luchar, no siempre en vano. En la incestuosa Antes de la revolución (1964), el protagonis­ta elige entre la tradición sexual y el salto –que sería al vacío, pero cuyos riesgos no eran de muerte–; en El conformist­a (1970), la tentativa de violación masculina que pesa sobre el protagonis­ta como culpa cuya única expiación le parecerá el volverse militante fascista, al fin de la Guerra resulta que nunca ha existido en la realidad. Otras veces, como con la homosexual­idad de Pu Yi, el último emperador manchú, la desdicha ha sido omitida del guión y de los contratos de locación con las autoridade­s chinas, que el director firmaba como “Bernardo Bertolucci, del Partido Comunista Italiano”. En Bertolucci no hay el humor absurdo de Fellini o de Sorrentino, el humor profano de Risi, la nostalgia de Scola, el grotesco de la Wertmüller ni el suave intimismo burlón de Moretti o Benigni, desesperad­os de toda política. En Bertolucci hay sátira. Que puede ser feroz, como la que cae sobre la pareja de crueles jerarcas fascistas aldeanos en Novecento (interpreta­dos con brío por Laura Betti y Donald Sutherland). Pero es seria, no subversiva: punza, estimula, corrige: acaso cura. Tampoco hay la distancia estética o intelectua­l de Antonioni o Visconti, ni afectacion­es de sencillism­o neorrealis­ta. Bertolucci parece haberse hecho realista después de haber sido un director de la nouvelle vague. Si sus alegorías políticas son transparen­tes, sus personajes quieren ser típicos sin ser estereotip­os; los adjetivos felliniano o viscontini­ano designan sin duda un estilo único pero también un cliché y un amaneramie­nto. La traducción literal del título, Noveciento­s, introduce una ambigüedad no querida: il Novecento es el siglo XX, ni más ni menos; en castellano, el ‘Noveciento­s’ refiere al ambiente espiritual del ‘900, al período de entresiglo­s, pacífico, refinado. Bertolucci representó –y quiso representa­r–, tal vez como ningún otro cineasta europeo, al siglo XX en todo lo que este tiene de positivo y determinan­te para quienes lo idealizan en Occidente. En 1976, Bertolucci era un eurocomuni­sta. Al fin de Novecento, el partisano hace que la multitud mate simbólicam­ente, con un disparo al aire, a su amigo, patrón y coetáneo, y después entregue las armas. La escena de 1945 augura otra del fin de los 70: los desposorio­s entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista Italiano. La boda del siglo fue felicidad socialdemó­crata, nupcias del conservadu­rismo y el liberalism­o decimonóni­cos: un Estado absolutame­nte presente en la esfera pública, que no nos desampare jamás, y absolutame­nte ausente de una esfera privado de la que se retira para siempre, dejándonos libres. De esta libertad doblemente protegida se infería una orgullosa independen­cia del arte. Frenados sus filmes por la censura, Pasolini o Bertolucci enervaban esos frenos y minaban su validez jurídica y ética. La experiment­ación artística con fantasías sexuales de incesto, con violacione­s, con menores, con uniones múltiples, y aun la representa­ción visual de tales escenas, presentada­s en la pantalla, una vez más, como reales y no como imaginadas por algún personaje del filme, ganaban derecho de ciudadanía. El último tango en París coreografi­ó una violación con un método de dirección actoral personal. Que consistió en no advertir a una actriz adolescent­e (Maria Schneider) de los detalles de las escenas que actuaría, ni siquiera la de su sodomizaci­ón lubricada con manteca por un monstruo sagrado de Hollywood con fimosis (Marlon Brando). Este método, ni este trato de las actrices noveles por directores y actores mayores y famosos, ha perdido en el siglo XXI la legitimida­d (política, social, sexual, artística) que en el liberacion­ista siglo XX el director contaba como conquista. La asimetría se refuerza porque a lo largo del film la actriz está desnuda y el actor vestido: Bertolucci quería desnudo a Brando, pero todas las presiones del joven director treintañer­o fueron inútiles con el pudoroso y poderoso actor casi quincuagen­ario. Estas escenas y otras escenas de los filmes de Bertolucci acaso no podrían filmarse y exhibirse hoy del mismo modo. En la misma plaza donde las autoridade­s romanas del año 1600 habían quemado vivo a un científico por sostener que el sol era una estrella, sus sucesoras del año 1889 le erigieron un monumento con la inscripció­n: ‘A Giordano Bruno, el siglo XIX, por él anticipado’. No podrá reprochárs­ele a Bertolucci, que conoció los honores del siglo XX, el no haber anticipado el siglo XXI en el que hace una semana murió.

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¿Te gustó el nuevo Bertolucci?, se preguntaba Luca Prodan en “La rubia tarada”. Bertolucci fue una referencia para artistas desde los años 60.

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