Revista Ñ

EL SIGLO XX CHINO, UNA EXPERIENCI­A PERSONAL

Encuentro con Rao Pingru, en Shanghái. En su bella autobiogra­fía ilustrada, el autor narra desde una mirada íntima la guerra con Japón, el comunismo y la apertura de los 80.

- POR SALVADOR MARINARO

El primer recuerdo de Rao Pingru está relacionad­o con la escritura. Tenía ocho años cuando los criados lo despertaro­n a mitad de la noche, lo vistieron según la costumbre y lo llevaron a la sala del caserón familiar en Nanchang, al sureste de China. Allí cada invitado, cada objeto, estaba dispuesto en un orden preciso. Caligrafía y pintura formaban parte de las artes clásicas que todo niño de familia debía aprender. El maestro había venido especialme­nte desde Hunan y lo miraba de pie desde un costado del salón. Pingru se sentó frente a las “cuatro joyas del hombre culto”: pincel, papel de arroz, tinta china y una piedra que servía para mezclar la tintura con agua. Entonces, el maestro tomó la mano del chico y trazó sus primeros caracteres a la vista de los padres: “Supremo Confucio, señor de tres mil discípulos”.

Así empieza el libro La historia de Pingru y Meitang, publicado en castellano por Salamandra. Memoria ilustrada, mezcla de cómic y relato familiar, la obra transita casi un siglo de la historia moderna en China. La narración de Pingru no es aleatoria: como nieto de un funcionari­o de la dinastía Qing, sobrino de médicos y profesiona­les, el “ritual de reconocimi­ento” marcaba el inicio de la vida culta. La poesía era acompañada por un dibujo que dialogaba y reflejaba el poema. La memoria de Pingru conversa con esta tradición, con el kitsch de los afiches comunistas y agrega una mirada cándida, infantil, casi íntima a la historia colectiva. De hecho, su autobiogra­fía abarca desde los últimos años de la República China, la invasión japonesa, el triunfo del comunismo y la Revolución Cultural hasta la apertura en los ochenta.

–¿Creés en Dios? –pregunta en un sillón con cuentas de madera, a espaldas de una pared llena de fotos familiares, premios y un reconocimi­ento de la televisión de Shandon. Pasaron casi noventa años de sus primeros caracteres. Un jarrón con flores de plástico decora el cuadro de un tigre pintado en tinta. A través de la ventana, se ven los monoblocks que se repiten uno igual al otro en un barrio residencia­l a las afueras de Shanghái, la tercera ciudad más grande del mundo.

–Quiero decir, ¿tenés alguna religión? – vuelve a preguntar. La religiosid­ad es un tema provocador en China o, al menos, delicado. Cualquier ciudadano de a pie diría “nosotros no tenemos religión”, lo que no impide que practique una o varias al mismo tiempo. Pingru, en cambio, responde a su propia pregunta con una mezcla de respeto a la tradición, sincretism­o y orgullo por los años que vivió.

–Yo sí creo en la religión. Mi mamá era budista, mi familia paterna confucioni­sta y mis compañeros, cristianos. Por eso tengo fe en todo, en el Cielo y en el Universo. Confío en que la suerte de cada uno está dictada por el Cielo. Por eso, no tiene sentido quejarse de la situación que te tocó.

Destino escrito o pintado, lo cierto es que en el 2011 una de sus nietas posteó en Internet los bosquejos e historias que escribía su abuelo. Al poco tiempo, las imágenes se volvieron virales, los medios lo entrevista­ron y la Editorial de la Universida­d Normal de Guangxi le propuso editar el libro.

–Nunca pensé en publicar. No soy novelista ni pintor. Solo quería grabar mi memoria para recordar a mi esposa y dejar un recuerdo a mis hijos y nietos. Como los jóvenes de hoy leen poco, entonces pensé que sería mejor combinar imagen y texto.

Cuando el libro se publicó por primera vez en el 2013, los medios de su país lo con-

sideraron “el libro del año” y “la edición más hermosa de China”. La belleza de las ilustracio­nes y el tono amigable del relato, sin embargo, no esconden los sucesos.

–Mi familia era muy tradiciona­l y viví una etapa difícil y violenta. Participé en la Segunda Guerra Mundial. Combatí contra los japoneses. Muchas veces me sucedieron cosas horribles y peligrosas. Las balas me pasaron rasando y muchos de mis compañeros murieron. Siempre pienso por qué ellos murieron y yo no. Por eso creo en el destino –dice y ofrece una tacita de té y un yuebing, una galletita que se come en otoño para celebrar la luna llena más grande del año. Aceptar la realidad y el rol que cada uno cumple en el universo forman parte de las virtudes confuciana­s, en las que Rao Pingru confía plenamente. El destino y la renuncia frente al dolor son temas que repite, sobre todo si la pregunta rodea cuestiones políticas.

–¿Cómo era su vida antes de la guerra contra los japoneses?

–Como mi abuelo era funcionari­o del imperio, nuestra familia era de clase media alta. Teníamos una casa con siete u ocho sirvientes. Recuerdo que en ese entonces, con cuatro yuanes por mes bastaba para comer bien. La vida era buena y estable.

–La guerra de Japón estalla en 1937. ¿Cuándo decidiste alistarte en el ejército?

–Leí en el periódico que los japoneses habían invadido la ciudad de Nanjing y habían matado mucha gente. En el colegio cantábamos contra ellos. Yo sentí mucho odio cuando sucedió, así que cuando empezaron a reclutar estudiante­s decidí enlistarme en la Academia Militar de Huangpu. Ahí aprendí a utilizar artillería, armas grandes y también aprendí a montar a caballo.

Pingru se alistó en el Ejército Nacionalis­ta, el Kuomintang, que en ese momento mantenía una tregua con el Partido Comunista de China para luchar contra los invasores. Poco después del final de la guerra en 1945, ambos bandos volvieron a los enfrentami­entos hasta el triunfo comunista en 1949.

–¿Qué recuerda de la vida de soldado? –Aunque aprendimos muchas técnicas en la Academia, el ejército real no tenía un equipo tan sofisticad­o. El cañón que utilizábam­os era mucho más sencillo. Nos vestíamos con zapatillas de paja y telas de mala calidad. Era una vida muy dura. No nos daban suficiente comida. Los japoneses, en cambio, sí estaban bien equipados y alimentado­s.

–¿Cómo fue la transición de niño privilegia­do a soldado raso?

–No la sufrí tanto porque pensaba que era un honor morir por la patria. En cambio, morir cómodo, en la casa, no tenía tanto sentido. Mis compañeros y yo teníamos ese mismo sentimient­o. Éramos muy tradiciona­les y seguíamos las reglas de Confucio desde niños. Él decía que hay que sacrificar a la familia pequeña por la familia grande, es decir, por la patria. Recibíamos esta clase de valores desde muy chicos.

–Y al final de la guerra, conoce a su esposa Meitang…

–En el ‘45, después de derrotar a los japoneses, mi padre decidió buscarme una novia. En ese momento, el matrimonio era arreglado. Bah… no era tan arreglado, porque mi padre me presentó una chica antes que no me gustó. En cambio, Meitang me cayó bien.

—¿Qué fue lo que le gustó de ella y no de la anterior?

—Meitang era muy bella y elegante. Cuando entré a su casa, la vi pintarse los labios desde la ventana. Esa impresión está dibujada en el libro. Al tiempo supe que yo también le gustaba. Así que decidimos casarnos. –Después del fin de la Segunda Guerra Mundial, vuelven a estallar los enfrentami­entos entre el Kuomintang y el Partido Comunista. ¿Usted combatió en la guerra civil?

–Rechacé participar en el combate entre los dos partidos porque una cosa es morir defendiend­o la patria y otra, en una batalla entre compatriot­as. Yo quería volver a casa, pero renunciar al ejército no era tan sencillo como dejar un trabajo. Si te escapabas, te fusilaban. Entonces, primero dejé el batallón, me hice consejero de guerra y después pedí permiso para casarme.

–Y al volver a Nanchang…

–Después de casarnos, pasamos la luna de miel en la casa de mis suegros con el plan de quedarnos ahí hasta que yo consiguier­a un trabajo. Un día fui a un maestro para que me adivinara el futuro y él me dijo que mi suerte estaba en el sureste de China, así que decidí partir para Shanghái, donde un tío manejaba un hospital. Allí, hice de contable. Algunos compañeros del ejército me in-

 ??  ?? “Participé de la Segunda Guerra Combatí contra los japoneses”, dice. En 1958, vivió la revolución cultural y como parte de los “programas de reeducació­n”, lo llevaron al campo como a otros intelectua­les.
“Participé de la Segunda Guerra Combatí contra los japoneses”, dice. En 1958, vivió la revolución cultural y como parte de los “programas de reeducació­n”, lo llevaron al campo como a otros intelectua­les.
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La nieta del autor posteó bosquejos y escenas escritas y se volvieron virales; así lo contactaro­n de una editorial. Al publicarse fue calificado como “libro del año” en China.
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La imagen acompaña, en el libro, el “recuerdo más antiguo” del autor, la “ceremonia del despertar”.
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TODAS LAS IMÁGENES REPRODUCID­AS SON GENTILEZA DE EDITORIAL SALAMANDRA.

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