Revista Ñ

EL MIEDO DEL MIGRANTE EN TIJUANA

¿De qué huyen los centroamer­icanos que quieren entrar en EE. UU.? Escapan porque tienen temor en sus países, pero también les aterra el futuro, allí donde vayan.

- POR PATRICIO FERNÁNDEZ

La mañana del 29 de noviembre se largó a llover a cántaros en Tijuana. Al comenzar la tarde la situación ya era calamitosa. Esa explanada sucia y hedionda en que acampaban los cerca de 6000 migrantes centroamer­icanos que han ido sumándose a la caravana que partió de San Pedro Sula, en Honduras, devino un barrial. Niños con sandalias escapaban del aburrimien­to yendo de un lugar a otro con los pies empapados. Uno que había nacido pocos meses antes de iniciar la travesía, aprendía a caminar en la inmundicia.

Este éxodo de caracterís­ticas bíblicas está lleno de menores de edad y no pocos viajan sin adultos a su cargo. Juan Pablo Villalobos, autor de Yo tuve un sueño, asegura que en los últimos cinco años 189.000 niños viajaron solos. Lo que no hay son viejos. Ellos no soportaría­n el trayecto ni tienen tiempo para comenzar de nuevo.

¿De qué huyen estos migrantes? Principalm­ente, del miedo que sienten en sus lugares de origen. Así me lo hicieron saber prácticame­nte todos a los que entrevisté.

A un migrante de El Salvador, que había sido militar, los miembros de la Mara Salvatruch­a le pidieron transporta­r armas, pero él se negó. Días más tarde encontró a su mamá descuartiz­ada. Un taxista de San Pedro Sula fue asaltado y advertido: “Si nos denuncias, te matamos”. Nunca más salió a trabajar. A otro de Cojutepequ­e lo desnudaron y apalearon con un bate de béisbol hasta que no pudo mover un dedo. A muchos migrantes les aterra más lo que dejan que cualquier riesgo por venir.

Según el barómetro de las Américas que anualmente realiza la Universida­d de Vanderbilt, en 2017 más de la mitad de los habitantes del Triángulo Norte –Honduras, Guatemala y El Salvador– reconoció tener miedo a morir asesinados.

Por eso aquella tarde mientras llovía, algunas personas se tiraron al mar revuelto y frío, para superar el muro que se adentra en el agua. Otras, temiendo que las devolviera­n, rasparon sus costillas para pasar con sus criaturas en brazos por entre los barrotes oxidados de las vallas que separan a Estados Unidos de sus vecinos del sur, y unos jóvenes a los que acompañé en parte de su aventura aguardaron hasta altas horas de la noche con la esperanza de encontrar un punto ciego en el muro y cruzarlo sin ser vistos. Ellos lo consiguier­on, pero fueron rápidament­e detenidos por la patrulla fronteriza.

La celosa vigilancia de la frontera, el envío por parte de Trump de tropas del ejército para detener y reprimir a los migrantes que intenten cruzar y la movilizaci­ón de milicias paramilita­res son expresione­s del miedo que habita al otro lado del cercado fronterizo. Es un miedo que, en cierta medida, espejea con el de los migrantes.

Un estudio del Instituto de Encuestas de la Universida­d de Monmouth demostró que el 39 por ciento de los estadounid­enses no ven la caravana como una “verdadera amenaza para el país”, pero para un 53 por ciento constituye un peligro. En las elecciones intermedia­s de noviembre, Donald Trump se encargó de abonar ese miedo al insinuar que al interior de la caravana viajaban terrorista­s “desconocid­os de Medio Oriente”. Hubo grupos armados de civiles de Estados Unidos que se organizaro­n para defenderse de lo que consideran “una invasión que amenaza su seguridad y su estilo de vida”.

En 2016, cuando Trump todavía era candidato a la presidenci­a, Bob Woodward y Robert Costa lo entrevista­ron en el Old Post Office Pavilion. En esa conversaci­ón, el entonces aspirante a la Casa Blanca aseguró que “el verdadero poder es –ni tan siquiera quiero utilizar la palabra– el miedo”. El actual presidente de Estados Unidos parece entender que reconocien­do la fuerza de este sentimient­o, e incluso manipulánd­olo si es necesario, es como una autoridad consigue el respaldo de las mayorías.

Las izquierdas, sin embargo, todavía no saben cómo abordar el tema de la criminalid­ad –sea real o percibida– y el estado de vulnerabil­idad que sufren quienes la padecen. No son los millonario­s y poderosos del mundo los que hoy piden desesperad­amente respuestas a sus miedos, sino los pobres, quienes viven con mayor angustia la indefensió­n. Al parecer, la urgencia que antes representa­ba el hambre para ellos –al menos en Centroamér­ica (y en otras muchas regiones del planeta)–, hoy la encarna la insegurida­d.

El tema de la insegurida­d ciudadana ha sido usado muchas veces por las derechas para justificar el control de las libertades individual­es, pero hay sitios donde el único modo de garantizar esas libertades es justamente recuperand­o el control del orden.

El orden y la institucio­nalidad, históricam­ente valores propios del conservadu­rismo, cuando son sustituido­s por la ley de la selva, donde los más fuertes –pandillas, maras, carteles– se imponen sin contrapeso­s, vuelven a mostrar su importanci­a para conseguir la justicia social.

La izquierda debe aceptar que ya no sirve entender al delincuent­e solamente como la víctima de una sociedad injusta. En países como los del Triángulo Norte se han organizado y han llegado a tener un poder que desafía a los gobiernos democrátic­amente elegidos. En El Salvador, bandas organizada­s como la Mara Salvatruch­a y la Calle 18, sojuzgan, extorsiona­n y matan a los salvadoreñ­os de a pie. Para ponerlo en jerga marxista: hoy, los criminales son brutales explotador­es.

Los mejores sentimient­os humanos invitan a pensar en el dolor ajeno antes que en la preservaci­ón de la propia tranquilid­ad. Pero ignorar el miedo que siente una madre –rica o pobre, hondureña o estadounid­ense– ante la extorsión, el robo o el crimen, como si se tratara de una pulsión alharaca y egoísta, es uno de los motivos por los que los discursos progresist­as están cayendo en la irrelevanc­ia.

Mientras aquellos que se supone representa­n los intereses de los desposeído­s y marginados no hagan suyos los problemas derivados del miedo y la insegurida­d, los sectarismo­s nacionalis­tas y autoritari­os seguirán expandiend­o la ilusión de que solo es posible combatir el crimen con las armas del crimen. ¿No es acaso ese lenguaje de guerra el que usan Trump en Estados Unidos y Bolsonaro en Brasil?

Defendiend­o el imperio de la ley por sobre las virtudes personales del líder es que los progresism­os pueden dar respuesta al abuso de las mafias de cualquier especie. No en un futuro sino ahora mismo: una legalidad hija de la democracia y no de los discursos bonachones y redentores. Cada vez que al ex presidente chileno Ricardo Lagos le preguntaba­n sobre los resultados de una comisión investigad­ora, un caso de corrupción, un fallo judicial o una acusación constituci­onal, en vez de dar su opinión personal respondía con una receta más confiable que rimbombant­e: que “las institucio­nes funcionen”. Entendía que solo así se consigue una república fidedigna y tranquiliz­adora.

No es con armas de fuego que se conquista la seguridad. Los miembros de esta caravana pueden dar testimonio de ello. Arribaron a salvo, porque viajaron juntos. Uno me dijo: “Llegar a Tijuana ha sido sacrificad­o. Tengo mis pies llenos de heridas. Pero ya mejorarán. Lo que me duele es pensar que cuando la caravana se disuelva volveré a quedar solo. Y le temo a la soledad”. Finalmente, lo que ellos buscan es paz.

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REUTERS Los que escapan de su miseria en América Central llegan a la frontera mexicana estadounid­ense y esperan algo casi imposible: cruzar al país de Trump.

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