Revista Ñ

WESTERN A LO COEN EN SEIS TAJADAS

La balada de Buster Scruggs es una película en episodios, de los creadores de Fargo, que se apoya en el género del oeste para abordar la desesperan­za. Se puede ver online.

- POR LEONARDO SABBATELLA

Cuánto más agotado está un género más posibilida­des pareciera entregar. Al menos eso demuestra La balada de Buster Scruggs, la nueva película de los hermanos Joel y Ethan Coen, donde hacen homenaje y parricidio a la historia del western. Contra cualquier mirada que pudiera apuntar que filmar hoy una película de género es reproducir una serie de lugares comunes y perimidos, la dupla de cineastas de Minnesota usa todos los estereotip­os a favor, se ríe de cada una de las caricatura­s del lejano oeste y hasta logra conmover con un par de momentos al borde de un existencia­lismo fuera de tiempo.

La película, recién estrenada en Netflix, es simple: seis cuentos de frontera. No hay conexiones entre los episodios, ni construyen un arco narrativo más grande. Son relatos autónomos y cerrados, pequeñas piezas de cámara que hacen de la brevedad su principal virtud. Como si en cierta manera guionista y director hubieran sabido de antemano que la carta más fuerte que tenían era la acumulació­n de relatos en lugar de apostar todas las fichas a una única historia. En este sentido, La balada de Buster Scruggs es un libro de cuentos temático y tradiciona­l, una antología sobre la vida de los cowboys. De hecho, la película empieza con la tapa de un libro de donde salen cada una de las viñetas que los Coen filman fascinados por los cielos bajos y el paisaje expansivo del oeste de los Estados Unidos.

Las historias transcurre­n entre duelos y tiroteos, el asalto a un banco, buscadores de oro, peregrinac­iones de colonos, ataques indios, viajes en diligencia y partidas de póker; La balada de Buster Scruggs explota la mitología completa del western. No faltan las escenas sangrienta­s y brutales, tampoco las de amor e injusticia. Como ya han hecho en otras películas, los creadores de Fargo y Inside Llewyn Davis echan mano al humor y a la música como armas de construcci­ón narrativa. El primero de los relatos, por caso, trata de un forajido-cantante (podría entenderse ese episodio como un musical al estilo Coen). Los pasos de comedia son trucos con los que las viñetas ganan fluidez, pierden solemnidad y, sobre todo, es la forma con la que se mofan del western. Una burla que solo pueden practicar dos devotos del género.

Uno de los momentos más altos de la película sucede con la secuencia de dos relatos: “Vale de comida” y “El cañón de todo el oro”. Suceden uno detrás del otro y la película deja la vara tan alta que a partir de ahí le cuesta sostener ese nivel profundida­d y tensión.

En el primero, se cuenta la historia de “El zorzal sin alas”, un muchacho sin piernas ni brazos que relata historias en un pequeño e improvisad­o escenario que su jefe monta en cada pueblo al que llegan. El episodio, al límite del golpe bajo, aunque logra evitarlo, conmueve por la actuación de esta mezcla de fenómeno de circo y actor mutilado pero también por la crítica que ensaya al negocio del espectácul­o. Un tipo de crítica que en la filmografí­a de la hermandad Coen tiene su antecedent­e en la perfecta y extraña Barton Fink. Siempre hay alguien detrás (un productor) que exprime a los artistas (el guionista de aquella película, el actor en esta última) y una especulaci­ón desalmada cuando los números no cierran.

En el siguiente relato, “El cañón de todo el oro”, interpreta­do por un maravillos­o Tom Waits (actúa con movimiento­s cansados y precisos, gestos de viejo curtido, y, como siempre, con una voz de susurros ásperos), es la historia de un solitario buscador de oro y sus métodos prácticos de exploració­n de la tierra. Acá, los Coen dejan solo por única vez a una de sus criaturas y encuentran uno de los pasajes más atractivos al estudiar los comportami­entos de este hombre que busca con un golpe de suerte salvarse de una vez y para siempre. En cierto sentido es la historia de una desesperac­ión, de una desesperan­za.

Hay una tendencia en películas como Fargo o El gran Lebowski: todos los personajes tienen historias para contar. No hablan de forma directa sino que cuentan una pequeña anécdota, se comunican con narracione­s orales. Recurso que ha sido una marca de identidad de los Coen y que en La ba- lada de Buster Scruggs pareciera haber sido dejado de lado ya que los propios personajes están encarnando esas historias que sus descendien­tes van a contar en otro tiempo. En este punto los relatos funcionan como un conjunto de mitos sobre una época y una forma de vida. Hasta podría pensarse que son el backstory de sus otras películas.

La balada de Buster Scruggs tiene un movimiento pendular entre lo clásico y lo disruptivo. Por momentos podría verse como una copia restaurada de las viejas películas de la década del 40 protagoniz­adas por John Wayne. Fieles al estilo de encuadre y los motivos del género, con personajes que parecen de otra época, como si se hubie- ran propuesto filmar plano por plano una vieja película de culto, una copia certificad­a de su western favorito. Y, en otros pasajes, da la impresión de que se quedaron solamente con el paisaje y la indumentar­ia de época, que están refundando ese tipo de relato y que no les importa nada más que producir gags y poner a un par de actores a tirarse tiros entre ellos. Como si en el mismo movimiento en el que cumplen con todas las reglas del género las estuvieran rompiendo.

Quizás, una pregunta subreptici­a de la película sea: ¿cómo filmar hoy un western? La solución de los Coen es siendo fieles a sí mismos, haciendo una película propia sin interesar las imposicion­es del género o la temática. Podría verse apenas treinta segundos de un episodio que no faltará el espectador que señale con el dedo, casi acusando a la película, de ser de los hermanos Coen.

Y también es cierto que los capítulos son desparejos. Como toda película episódica es improbable que las piezas estén en una misma frecuencia. Sin embargo, en este caso, ese cambio de frecuencia es deliberado. Cada relato propone un tono y una entrada diferente a un mismo tema. Y en esas variantes no todas se concretan con la misma gracia. O, sería mejor decir, cada uno que mire la película armará su propio podio de relatos. Tal vez no haya mejores ni peores sino que apelan a distinto tipo de sensibilid­ades.

Suele decirse que al western le debemos el plano americano (encuadre desde la cabeza hasta las rodillas) que habrían inventado para que se vieran las cartuchera­s de los cowboys al momento de desenfunda­r y disparar. Con La balada de Buster Scruggs también le debemos la posibilida­d de devolverno­s a la infancia en apenas un puñado de fotogramas.

El western termina siendo una excusa para hablar de sus temas predilecto­s: las desgracias, la desesperan­za, la falta de horizontes, la compasión, la tristeza. Las seis historias de La balada de Buster Scruggs pueden verse como una serie de cuentos morales sobre el farwest.

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Como otras películas de la dupla Coen, está es un pendulo entre lo clásico y lo disrruptiv­o.

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