UN PÉNDULO QUE NUNCA DEJA DE MOVERSE
Los críticos de teatro de The New York Times y The Guardian conversan sobre los últimos 25 años de producción escénica y el vínculo entre Estados Unidos e Inglaterra.
Una tarde muy pegajosa del mes pasado, en medio de una temporada teatral de sorprendentemente concurrida, Michael Billington vino a visitarme al departamento de Marylebone sin aire acondicionado donde me alojé dos semanas. Billington es crítico teatral de The Guardian desde 1971 y probablemente sea el miembro de su profesión más respetado de este país.
A sus 78 años, Billington conserva el aire de estudiante de Oxford entusiasta que debe haber sido medio siglo atrás. Llegó trayendo algunas notas –tomadas durante una investigación que hizo con anterioridad a nuestro encuentro– y un regalo, una edición en rústica de su libro de 2005 The 101 Greatest Plays: From Antiquity to the Present (Las 101 más grandes obras teatrales: Desde la antigüedad hasta el presente).
El tema de la grandeza, en términos absolutos, era lo que íbamos a discutir allí (fría, racionalmente). Billington había venido por invitación mía para que tomáramos agua con gas (demasiado calor para té) y debatiéramos entre caballeros la excelencia teatral, la arbitrariedad de las listas y las diferencias entre el arte dramático británico y el estadounidense.
Nuestros dos periódicos habían publicado recientemente compilaciones de lo mejor del teatro contemporáneo que sus respectivos países podían ofrecer, mencionando en ambos casos 25 obras.
La lista del New York Times apareció a principios de junio con el titular “La gran obra permanece: las 25 mejores piezas teatrales de EE. UU. desde Ángeles en América”. The Guardian respondió, a fines de ese mes, con la nota de Billington “Nocauts, nobles y bombas nucleares: las 25 mejores obras de teatro británicas desde Jerusalem”.
La cantidad de años que abarcan estas evaluaciones varía: Ángeles en América, de Tony Kushner, se dio en Broadway en 1993 mientras que Jerusalem, de Jez Butterworth, se puso en escena por primera vez en el Royal Court Theatre de Londres en 2008. Debido a que cada lista se limita a su país de origen, no hay superposición.
Y en tanto que para definir nuestra nómina fue necesaria toda una aldea de críticos –Jesse Green, Laura Collins-Hughes, Alexis Soloski, Elisabeth Vincentelli y yo, junto con el editor de teatro del Times, Scott Heller–, el único árbitro para la de The Guardian fue Billington.
Hubo otra diferencia, organizativa, y cualitativa. Nosotros hicimos el listado de preferencias por orden de “grandeza”, empezando por Topdog/Underdog , de Suzan-Lori Parks. Billington armó el suyo alfabéticamente.
Sin embargo, encontramos que nuestras listas tenían mucho en común. Y no solo porque las dos constituyeran una compensación y una provocación deliberada, coherente con esta época de cuantificación de todas las cosas y a la vez destinada a sus- citar disenso y discusión.
También coincidimos en que tanto si el período en consideración era de una década como de un cuarto de siglo, 25 obras no alcanzaban para dar cabida a la diversidad de la producción nueva de primer nivel. Si bien puede haber habido escrúpulos por parte nuestra respecto de las omisiones (y las inclusiones), tal abundancia resultó una señal estimulante en cuanto a la situación de la dramaturgia en idioma inglés.
Otro tanto ocurrió con la variedad de dramaturgos y el alcance de sus temas. La mitad de los autores teatrales de la lista de The Guardian, y más de un tercio de los de The Times, son mujeres, con integrantes de minorías étnicas que llegan a más de una quinta parte (The Guardian) y un cuarto (The Times) de los elegidos.
En ningún caso hubo nada que pueda considerarse una cuota consciente. “No hizo falta ningún pedido especial –dijo Billington–. Fue algo completamente instintivo y espontáneo”.
También vimos que ninguna de las obras de las dos listas había dado lugar a –ni se había concebido específicamente como– un proyecto teatral comercial de gran escala. Y unánimemente pensamos que Broadway y su equivalente en Londres, el West End, han llegado a ser todo menos zonas irrelevantes en el surgimiento de obras originales.
En ambos casos, la mayoría de las obras elegidas abordaban problemas de raza, de género, e indefectiblemente en el caso británico, de clase, con frecuencia combinados. Quizá la mayor sorpresa para Billington y para mí haya sido el modo en que abordaban esas cuestiones, dando lugar a un cambio en el tradicional equilibrio entre el drama estadounidense clásicamente local y la obra inglesa de índole nacional.
Le comenté a Billington que yo no consideraba al teatro estadounidense tan relacionado con los temas de actualidad como el inglés. Pero pensando en el pasado empecé a revisar mi opinión.
Billington coincidía conmigo: “La versión aceptada era que el teatro estadounidense trataba muy bien los problemas privados y el británico los problemas públicos y políticos. Pero me sorprende que haya habido cierta especie de inversión de roles y los dramaturgos británicos hayan aprendido de los estadounidenses que se puede escribir obras ambientadas en una habitación y que no obstante se comprometan con problemas públicos y políticos”.
A este punto de vista lo confirman incluso las dos obras que utilizamos como anclas para nuestras listas: Ángeles en América de Kushner tiene como subtítulo “Fantasía gay sobre temas nacionales” al fin y al cabo, y no viaja solo a través de la historia sino también hacia el cosmos; Jerusalem de Butterworth, aun cuando en ella resuenan preguntas implícitas sobre la identidad nacional, tiene lugar dentro y en torno de la casa rodante de un traficante de drogas en un bosque.
Ambas piezas, conste, se han visto y han sido aclamadas a ambos lados del Atlántico. El resurgimiento este año de Angels…, cargada de premios Tony, se originó en el National Theatre de Londres. En general, el flujo de tráfico teatral entre Londres y Nueva York nunca ha sido tan intenso y fluido.
Billington ve en esto tanto ganancias como pérdidas. “¿Hay peligro de que nuestras culturas se vuelvan demasiado similares?, preguntó. “A través de estos intercambios, ¿el teatro londinense y el neoyorquino se vuelven casi demasiado paralelos? Porque si yo voy a Nueva York no quiero ver obras inglesas, quiero ver obras estadounidenses”.
Y rápidamente agregó que eso no significaba que no le hubiera encantado la posibilidad de ver dramaturgos de EE. UU. como Annie Baker en su propio territorio. “Baker pone sus propias reglas, ¿no?, comentó. “Crea su propio tempo y hace que te sometas a él”.
Billington se pregunta si la época de los titanes habrá terminado en el teatro de habla inglesa y piensa que en Gran Bretaña no hay más un panteón predominante, equivalentes a Harold Pinter y Tom Stoppard de una generación más joven. “No tenemos Monstruos Sagrados identificables, por decirlo así”, afirmó. “Pero tenemos una pluralidad de talentos mucho más rica”.
Y lamenta la falta de teatros de repertorio clásico que abundaban en la Inglaterra que conoció cuando él crecía en Warwickshire. “Estamos insertados en el presente de una manera fascinante”, dijo. “Pero pienso que estamos perdiendo de vista no solo nuestro pasado sino también el pasado del teatro”.