Revista Ñ

SARAMAGO, LA SERENA ELEGANCIA

Crónica. ¿Qué siente un escritor cuando le anuncian el premio más célebre de su oficio? Se publica El cuaderno del año del Nobel. Aquí, su detrás de escena.

- POR JUAN CRUZ RUIZ DESDE MADRID Periodista y escritor. Es autor, entre otros, de Un golpe de vida y Ojalá octubre.

No hay ninguna impostura, ninguna, en esas pocas palabras con las que José Saramago imprime en el diario del día del Nobel, 8 de octubre de 1998, la noticia que recibió al subirse a un avión de Iberia que lo iba a devolver a Madrid ese mediodía en que los suecos anunciaron que él era el agraciado. Esa entrada, que se conoce ahora gracias a la impenitent­e paciencia de su mujer, Pilar del Río, que encontró aquel diario de 1998 en una computador­a vieja, dice escuetamen­te lo que pasó, como si él, periodista de oficio, tuviera que enviar un parte de guerra, o de paz, sobre un hecho que no le concernía sino como informador: “8 de octubre. Aeropuerto de Frankfurt. Premio Nobel. La azafata. Teresa Cruz. Entrevista­s”.

Esas líneas esconden en realidad un tumulto. Él había dado una conferenci­a en el Alter Opera de Frankfurt. Estuve allí, aún como editor suyo, aunque quien de veras siempre se ocupó (extremadam­ente bien) de sus libros fuera Amaya Elezcano. El ambiente era el de un gran salón semivacío alquilado por universita­rios para que un líder de la aún resistente voz comunista de Europa defendiera allí la pervivenci­a de las utopías.

Sin la asistencia de un papel, mirando al frente, su cabeza brillante ante la luz opaca de la sala, Saramago improvisab­a un discurso en portugués. Nunca dejó su acento, y nunca dejó de ser atrevido y sensato a la vez, proclamaba la revolución comunista con palabras que podría haber firmado, por su tono, por sus formas, el papa Juan XXIII, o el papa actual, Bergoglio, pues nunca fueron palabras de cuchillo sino más bien palabras mansas que guardaban en resquicios sabios su desprecio por las lacras sociales que entonces también dejaba el capitalism­o sobre la piel de los seres menesteros­os.

En pocos libros Saramago se comportaba como un militante, pero en estos discursos él era un militante tranquilo, tenía el compromiso contra las guerras presentes, era activista ecológico en Lanzarote y en su tierra, estaba en contra de las satrapías de Israel, defendía a los palestinos, fue primera línea, en España y en el mundo, de la lucha contra la estúpida guerra de Irak. Y era un ciudadano europeo al que una vez decep-

cionó su propio país, Portugal, que le negó el apoyo para un premio continenta­l al que optaba su muy respetuoso, y comprometi­do, El Evangelio según Jesucristo.

Era un hombre políticame­nte rabioso, que había ido a Chiapas a expresar su solidarida­d frente a los desmanes olvidadizo­s del Gobierno mexicano, y su llanto ante la matanza de Acteal. Pero nunca levantó la voz más allá del susurro sencillo con el que aquel mediodía del 8 de octubre expresó en su diario el hecho principal de su vida literaria. “Aeropuerto de Frankfurt. Premio Nobel”.

Se desató un tumulto al que él fue ajeno, no porque no participar­a en cada una de las celebracio­nes que hubo luego; aceptó además las flores (las que huelen y las que hablan) que vinieron en seguida; fue transporta­do en andas por la Feria de Frankfurt, a la que volvió en seguida que se supo aquella noticia. Fue ajeno porque, en realidad, siempre estuvo en otra cosa. Quizás en su infancia, pues su infancia, su abuelo y los árboles, fueron parte imprescind­ible del semblante de su memoria; quizá en los libros futuros. Y sin duda en Pilar del Río, la novia que había conocido algo más de media década antes cuando ella fue a entrevista­rle por un libro que desde entonces fue un fetiche para los dos, El año de la muerte de Ricardo Reis.

Lo cierto es que aquel día para el insomnio lo halló a él sereno como siempre, como si un sedante sin medicina estuviera actuando sobre su cerebro para que nada de lo que aquel día resultaba perentorio le afectara más allá de lo que un hombre así podía resistir sin solivianta­rse. ¿Era resignació­n? Era Saramago. Al día siguiente, ese diario que Pilar ha rescatado del polvo en el que la cibernétic­a convierte el tiempo, registra tan solo un hecho propio del oficio de ser famoso. “9 de octubre. Madrid. Rueda de prensa”.

Para que esas seis o siete palabras (9 no es una palabra) pesaran para la historia habría que escribir un tratado, no sólo estos 8.000 caracteres que me depara Ñ. Cierta controvers­ia ha habido, y me temo que aquí el culpable de la controvers­ia habida soy yo mismo, sobre el hecho de que Saramago volviera a Madrid y no a su pueblo, no a Azinhaga, en Portugal, sino a Lisboa, para ser allí celebrado. La verdad es que aquello todo fue de tal atolondram­iento que me parece ingenuo ahora quitarme a mí mismo culpas que quizá tuve, pero lo más cierto es que ni él ni yo mismo, que lo acompañé en el viaje, sentimos que estábamos contravini­endo un mandato civil o religioso. Él quería llegar cuanto antes a donde estuviera Pilar del Río, que desde lejos vivió muy cerca (mucho más cerca que él, segurament­e) los prolegómen­os de la noticia y la noticia misma. Y quería volver adonde estaba volviendo el día anterior a la noticia de que era Nobel de Literatura.

Así que al día siguiente, muy temprano, nos fuimos al aeropuerto aquel hombre tranquilo y yo mismo, él con su maleta zen, como si solo contuviera ropa y suspiros, y yo con los miles de papeles que en un solo día había generado la noticia más grande de

la vida de José (y de Pilar). En la jornada anterior, según le contó él a todo el mundo, en las ruedas de prensa y fuera de ellas, se sintió solo, solo, solo, alrededor no había nadie, nadie, nadie, nada, cuando supo la noticia en el aeropuerto del que ahora partíamos. Aquella vez se encontró con su amiga Isabel Polanco, su editora de Alfaguara, se abrazó a ella, fue su más concreto saludo, el más verdadero, el más íntimo también, el que lo alivió de tener tan lejos a su Pilar. Después se encontró con Amaya, con su editor portugués Zeferino Coelho…, ya era Saramago acompañado, sereno, hecho a las multitudes, fuerte y sensato en medio del tumulto.

Pero en el aeropuerto, otra vez, volviendo a España, era de nuevo el ser anónimo, este hombre de traje gris, camisa blanca, corbata discreta, que deambulaba por aquellas salas impersonal­es acompañado de un tipo bajito que no paraba de moverse, de gesticular y de comunicars­e con un teléfono móvil que, por otra parte, mareaba al Nobel.

En uno de esos espacios vacíos que produce la histeria de los aeropuerto­s, Saramago quiso desayunar algo, se sentó y puso sobre el periódico en el que él era noticia un café en taza de papel y un croissant, que esperaron a que él dejara de pensar y se dispusiera a comer. En ese momento aquel ciudadano bajito de pelo casi blanco que era yo le hizo una fotografía. Ricardo Viel, escritor y periodista brasileño ha publicado ahora, a la vez que sale El cuaderno del año del Nobel, un bello libro (Un país levantado en alegría, traducción de Pilar del Río, los dos en Alfaguara) sobre aquel año en que Saramago afrontó con serenidad una de las grandes noticias de Portugal en el siglo XX. Ahí está esa fotografía en la que quizá se ve como en ninguna otra imagen.

Pero volvamos a ese instante. Saramago sube al avión, y en esas tres horas que lo distancian de Madrid, adonde Pilar se ha desplazado desde Lanzarote, para esperarle, el Nobel dormita, mira por la ventanilla, ojea periódicos, calla. Nunca vi a este hombre de piernas largas, de mirada igualmente larga, como de animal de selvas tranquilas, su piel curtida por el aire de Lanzarote, nunca vi, digo, tan sereno a este admirable ser humano.

Dotado por la capacidad que tienen los marineros de saber cuánto falta para el final del viaje solo con mirar la calidad de la luz del horizonte, Saramago trazaba ese surco que iba haciendo el avión como si lo contara en interminab­les segundos. Ausente de urgencia alguna, alegre, sin duda, era el pasajero menos urgido de aquel avión mañanero. Como si entre aquella noticia del día 8 y este día 9 que empezaba a surgir bajo sus pies no hubiera habido un terremoto sino que se hubiera abierto una zanja de tiempo en la que él se sentía plantado como uno de aquellos árboles a los que abrazaba su abuelo.

Lo esperaban Madrid, Lanzarote, Lisboa, Azinhaga, amigos de todas partes, de la política, de la nueva política, de la literatura, de las artes, lo esperaban las flores en A Casa (“10 de octubre. Lanzarote. A Casa estaba llena de flores”) y lo esperaba una vida que él iba a seguir contando minuciosa, serenament­e, hasta el último suspiro de ese año (“31 de diciembre. Nochevieja en La Habana”) y hasta el último suspiro de 2010, cuando ya no pudo más su cuerpo sereno y murió un día más triste que todos los días del mundo para quienes amaron, y siguieron amando, a este hombre sencillo que jamás dejó de abrazar, con serenidad, con convencimi­ento, las ideas que colgaban de los árboles de Azinhaga y de la lava que lo vio caminar descalzo sobre Lanzarote.

Sereno siempre, como si el aire de la infancia lo estuviera acunando. José Saramago, nunca conviví otra vez con alguien de este temple.

 ?? JUAN CRUZ ?? Saramago desayuna en el aeropuerto de Frankfurt sobre un periódico que da la noticia de su Nobel en primera plana. Volaba a Madrid a encontrars­e con su mujer, Pilar del Río. Juan Cruz tomó la fotografía.
JUAN CRUZ Saramago desayuna en el aeropuerto de Frankfurt sobre un periódico que da la noticia de su Nobel en primera plana. Volaba a Madrid a encontrars­e con su mujer, Pilar del Río. Juan Cruz tomó la fotografía.
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 ?? EFE ?? Veinte años después de la primera vez. Saramago y Pilar del Río en su casamiento español, en 2007.
EFE Veinte años después de la primera vez. Saramago y Pilar del Río en su casamiento español, en 2007.
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AFP Saramago y García Márquez, dos Nóbeles en Cuba, en el 40° aniversari­o de la revolución, enero 1999.
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AFP En la Feria de Frankfurt, apenas conocida la noticia del Premio Nobel, Saramago rodeado de flashes en una rueda de prensa, octubre de 1998

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