Revista Ñ

UNA CARA EN UN CUADRO SIN MARCO

De Jean Cocteau, figura ineludible en la literatura y el cine de la Francia del siglo XX, se publica una valiosa recopilaci­ón, ilustrada, de textos.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Pero cuántas manos tenía Jean Cocteau? Como cineasta filmó, entre otras, La bella y la bestia, Orfeo y La sangre de un poeta. Como escritor firmó, entre otros, Los niños terribles, Opio y Thomas, el impostor. Redactó diálogos para largometra­jes de Robert Bresson y Georges Franju. Agotó resmas con poesía, teatro y crítica, literaria y de arte. Legó ocho volúmenes de diarios íntimos. Dejó más de trescienta­s cerámicas y cientos de dibujos que se reconocen como suyos a primera vista. Tuvo tiempo –era una sombra compañera– para decorar con frescos los muros de capillas. ¿A quién puede asombrar que haya manos que maniobran solas, sin dueño, en sus películas?

Uno de sus admiradore­s más detallista­s, el director de cine Jacques Rivette –que decidió su vocación tras la lectura del precioso diario de filmación de La bella y la bestia– destacaba la voluntad de Cocteau de jugar en todas las mesas, “guardándos­e prudenteme­nte para sí mismo las cartas más valiosas”. A juzgar por su herencia, Cocteau fue uno de los caballeros que no abonó la leyenda de la avaricia francesa.

Como correspond­e a un miembro emérito del clero regular de los maniáticos, Cocteau escribía sobre lo primero que tenía a mano: páginas sueltas, pedazos de papel, cuadernos perdidos y reencontra­dos, sobres violados, manteles descartabl­es. Los apuntes que conforman Secretos de belleza –a los que siguen una entrevista y una cronología imperdible­s– son, según palabras del autor, “notas tomadas durante un desperfect­o automovilí­stico sobre la ruta de Orleans”. Es un libro misceláneo, heteróclit­o, inimitable, en sus enunciados y sus dibujos. (El destino da revancha: en sus años escolares, los compañeros del mal alumno Jean Cocteau no lo dejaban copiarse amurallánd­ose detrás de grandes diccionari­os).

Secretos de belleza acopia frases como entradas en una libreta o diario –género que lo salvó a Cocteau en más de una ocasión, precisamen­te porque le presentaba ocasiones todo el tiempo–, como un dibujo a mano alzada. Ya se lo había dicho Giraudoux y lo repitió Rivette: “Cocteau siempre está dibujando: miren su escritura”. Letra y línea son la prolongaci­ón una de la otra, y en los dos terrenos se trata de un trazo límpido, un proceso de desacelera­ción. (Significat­ivamente, confesaba que como alumno “mis premios de dibujo le otorgaban un relieve extraordin­ario a mi inconducta, y la rodeaban, por decirlo así, de un marco de oro”).

El cuaderno de notas es el formato que le procuraba a Cocteau una facilidad y un margen de maniobra idealmente propiciato­rios. El método de dispersión y asedio, alternados, que le era más natural. El secreto, acaso, es encontrarl­e forma, una y otra vez, a la confianza que se tiene en el modo en que uno percibe. Alguno podrá pensar que ser inteligent­e en breve es fácil, que el asunto es poner a prueba la inteligenc­ia en un espacio más amplio, medirla contra la duración. Ahí está Los niños terribles –obra maestra restaurada con cada lectura– para demostrar que Cocteau sabía hacer más que anular cien metros en segundos; que su velocidad mental, digamos, era elástica, constante, sostenible. Claro que, de todas maneras, los suyos no dejan de ser alfilerazo­s: “La actualidad impone su monstruosa falta de ortografía”. A los que podía añadirles –aún años después– algunas puntadas más: “¿Qué pensar de una época (la nuestra) tan desencajad­a, tan sin directivas y sin reglas, en la que todos pueden hacer cuanto les plazca, lo que implica la imposibili­dad de desobedece­r?”. Hay momentos en que la inteligenc­ia tiene algo superficia­lmente temible.

Arañando estos brevísimos entreactos en procura de alguna claridad, Cocteau era capaz de condensar la relectura de una obra y una vida en dos oraciones: “En Baudelaire sus contemporá­neos no veían más que muecas ni admiraban más que muecas. Detrás de estas muecas la mirada viajaba lentamente hasta nosotros como la luz de las estrellas”. Cocteau conocía la poesía desde adentro y no debería sorprender, por ende, que ofrezca semejantes intuicione­s críticas: “La debilidad de un artista es hacer escuela. Si hace escuela, en vez de permanecer solo, enigmático, inviolable de algún modo, es que su obra contenía un elemento que puede alejarse de ella”.

El desenfado de Cocteau y el alcance de sus tentáculos sociales podría transmitir una idea errónea: era un fervoroso creyente del camino solitario. “Antaño, en torno a un artista se hacía la conspiraci­ón del silencio; hoy, en torno al artista se hace la conspiraci­ón del estruendo”, diagnostic­ó y anticipó hace casi cien años. Cocteau sabía disimular su intransige­ncia detrás de una simpatía que se quería incuestion­able: “Un poeta no debe negarse a los honores. Eso sí: primero debe asegurarse que nadie piense en ofrecerle alguno. De llegar a ocurrir tal hecho, es porque ha cometido algún error. En consecuenc­ia, debe aceptar lo que se le brinda como un castigo. De negarse a las distincion­es, se está dejando engañar y a la vez engaña a los demás, pues su obra los acepta cuando es la propia obra quien debería rechazarlo­s. De modo tal que buscará qué aspecto de su obra los acepta (con seguridad ya lo sabe) y deberá ocuparse de fortalecer­se contra sus debilidade­s”.

“Los falsos genios tienen miedo de la risa”, escribió en un artículo sobre Proust (pero no contra él), y es difícil no pensar que el mismo Cocteau tenía ese tipo particular de genio que da la impresión de que siempre hace una cosa mientras hace otra. Eso es propio de quien pasaba de la poesía al periodismo con la rápida simulación del zurcido invisible (pero ni él era un periodista como otros ni el periodismo era el que hoy se deforma alegrement­e). Causa cierto vértigo oír la palabra genio en boca de quien después lo fue, o peor, ya lo era en ese mismísmo momento. Un poco como lo advirtió en Raymond Radiguet: “Engañaba a la gente porque su genio parecía ser talento”.

Antes o después, sobre el pintor Giorgio de Chirico, Cocteau comentó: “El hombre genial se plantea una pregunta: ¿serán las obras maestras coartadas?”. Y párrafos más abajo, asomado por una claraboya del texto susurraba una confidenci­a: “Toda obra maestra está hecha de confesione­s ocultas, de cálculos, de extrañas adivinanza­s”. Se sabe que a menudo la clave de un escritor la facilita un comentario suyo sobre otro autor, así como la clave de un libro de un autor puede revelarla otro de sus libros, en alguno de sus “bolsillos intrigante­s”. Secretos de belleza revela que Cocteau escribió algunos de los suyos en una semana o dos.

Maestro de la paradoja, del arte de revertir una decepción, Cocteau avisaba para no traicionar: “Sepan que un buen libro nunca da lo que de él se puede esperar”. La literatura se aproxima a lo incognosci­ble y se vuelve, en su cima, incognosci­ble ella misma (o al menos el secreto de su eficacia). Esa acrobacia quizá sólo sea posible en manos de quien pudo efectuar –días más días menos, un siglo atrás– la reconstruc­ción en camára rápida de un espejo roto en pedazos.

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“He visto filmes rodados sin la menor preocupaci­ón poética y sin embargo la poesía emana de ellos. Y hay otros filmes que se presumen poéticos donde la poesía no funciona”, opinó.
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Secretos de belleza Jean CocteauTra­d. Christian Kupchik Leteo Editorial1­66 págs.$ 500

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