El dúo Mondongo y la fiesta microscópica
Nuevo libro. El dúo de artistas argentinos es el motivo de una extensa publicación, cuyo autor es el escritor mexicano Héctor Olea.
Decía a principios del siglo XX el historiador alemán Abby Warburg que el buen dios está en los detalles, y a la sombra de su proverbio se entregaba a la elocuente observación de la “letra chica” de las pinturas –manos, orejas, pequeños símbolos– para descubrir en ella las claves de sus posteriores interpretaciones. Algo parecido es lo que nos propuso, con un siglo de distancia, el colectivo argentino Mondongo, integrado por Juliana Laffitte y Manuel Mendanha. Muchas veces monumentales, sus obras reclaman ser vistas de cerca, porque en la pequeña materia que las compone reside aquella gracia divina que les confiere todo su sentido. Su apuesta por el detalle y la materia –dos características en baja, en estos vertiginosos e intangibles tiempos virtuales de las pantallas y las estéticas relacionales– es lo que el escritor mexicano Héctor Olea reivindica en el libro que recientemente ha publicado sobre la obra del colectivo, y que se llama, justamente, Mondongo está en el detalle...
Ya desde su cubierta, en la que un cerradísimo plano de uno de los retratos que Mondongo realizó de Fogwill, solo nos permite ver la infinidad de minúsculos hilos de algodón naranja que conforman (deberemos creer a los epígrafes si no conocemos con anterioridad la obra) la nariz y los pómulos del escritor en cuestión, el libro se anticipa como un objeto que busca abordar los casi veinte años de trabajo del grupo desde la afinidad estética y la empatía. Y si el modo en que las letras se disponen en la cubierta (blancas y diagonales sobre la imagen) con sus puntos suspensivos al final del título, se monta, de algún modo (poderoso misterio subliminal del diseño) en esa estética sarcásti- camente kitsch que los artistas supieron construir, también en su escritura, enfática y profusa, el escritor se asume como un apologeta del credo mondonguiano: “Formulo votos de valor –escribe Olea– por un trabajo que sea parámetro de lo que es, implica y significa esa política de sus poiéticas; las cuales, además de girar en sentido contrario a las manecillas del tiempo (o de la Historia), corren en otro sentido que no va a la deriva y se conoce, precisamente, como ‘sentido’”.
Las más de doscientas páginas a todo color que integran el libro recorren el derrotero del trío (que en un principio también integraba Agustina Picasso) devenido dúo, que se hizo famoso por hacer hablar los materiales más inocentes –hilo, pero también monedas, brillantina, y sobre todo plastilina– de la forma más irónica. Para muestras basta un botón (o un espejo): hace algunos años, cuando Juan Carlos, todavía rey de España, le encargó a Mondongo su retrato, el grupo decidió llevarlo a cabo a partir de una infinidad de espejitos de colores, en clara y dulce-amarga alusión a la conquista española del continente americano.
Entre las imágenes de calaveras , los paisajes de las villas, las citas a artistas varios (de Rembrandt a León Ferrari, pasando por Manet y Prilidiano Pueyrredón) y los retratos de Evita, David Cronemberg o Isabel Sarli, el libro intercala un diálogo con ideas de Adorno y Ranciere, y reproduce el ecosistema visual en el que la estética de estos artistas (hijos del posmodernismo de los noventa) ha germinado.
En la intersección de ese ecosistema múltiple e híperpoblado de referencias, con el “taller medieval” –como lo describe Olea, reivindicando el trabajo artesanal y el oficio, como la idea más poderosa con que Mondongo se le planta a la era contemporánea– es que la obra del dúo crece y se despliega.