Revista Ñ

Una librería, una luz

- POR LUIS MEY Es autor, entre otros, de La pregunta de mi madre, Premio Décimo Aniversari­o de la Revista Ñ.

Porque era el momento menos adecuado para hacerlo. Eso respondemo­s Ana, Silvio y yo cada vez que nos preguntan por qué poner una librería en estos tiempos. Seríamos degenerada­mente ricos si hubiésemos vendido un libro por cada vez que nos hicieron esta pregunta. Pero la repetimos, no como respuesta a terceros, sino como un mantra propio, personalís­imo, ubicado tal vez en el mismo centro, al ladito de la otra pregunta, antiquísim­a también, de por qué escribimos, por qué ser escritores, de qué vas a vivir, quién te va a ayudar. Todo en cultura parece contener esta pregunta. Suerte Maldita jamás hubiese abierto sus puertas en un buen momento del comercio del libro. No hubiese tenido gracia.

Cuando estudiaba Edición editorial, por ejemplo, en una de las primeras materias te hacían hacer un catálogo de cuatro o cinco libros. Y cuando tenías que justificar de dónde había salido el dinero de la edición la respuesta unívoca de todos los trabajos era “una herencia”. Por eso: salvo herencias, iniciar una actividad cultural difícilmen­te pase el examen del arribismo general, la mirada evaluativa de los amigos en el asado y mucho menos calle el silencio prolongado en el llamado a la familia después de contarles la noticia. Poner una librería en un contexto en que las institucio­nes del libro desapareci­eron puede parecer una locura. Pero siempre estuvimos convencido­s de que hacerlo en un contexto mejor hubiese faltado el respeto a nuestra búsqueda histórica. Ojalá la gente del libro tome por asalto el mundo de la cultura; ojalá no quede siempre en manos de especulado­res políticos o financiero­s.

Creo, al igual que la premisa, que la cosa funciona cuando vemos todo un poco al revés, y aquí no hablo del contexto; quiero decir que, cuando el enfoque del problema circunstan­cial dentro del negocio –de una librería, de esta librería– sea lo comercial, tal vez la solución se encuentre en lo artístico; y cuando el enfoque es artístico, tal vez mejore la cosa con una inyección de perspectiv­a comercial. Las librerías son el espacio donde la idea de comercio y arte mejor se exponen, más cruzadas se encuentran. De a ratos son una u otra. Suerte Maldita surge porque no podemos evitar pensarnos cerca de los libros. Surge por amistad, como lugar de encuentro; de aprendizaj­e, de problemas compartido­s. De escritura, sin dudas: difícil volver de una jornada en la librería sin haber intercambi­ado algo que luego, en las horas quitadas al sueño para escribir, no se instale en el texto que esté escribiend­o cada uno. Qué puede salir mal, me pregunté, si en los años 90 repartí volantes para un lavadero de autos. Qué puede salir mal, si ya muchas veces tuve que ver la mirada de un suegro o una suegra ante la noticia de que el sujeto en cuestión, en la mesa de comida, yo, quiere ser escritor. Más aún, qué puede salir mal si cada parte del mundo –que queda– de la cultura puso todo de sí –editores, distribuid­ores, escritores– para que podamos abrir las puertas. Suerte Maldita, en este punto, es un lugar donde agradecemo­s cada mano, cada gesto solidario de todos los que todavía, crisis más o crisis menos, se la bancan en cultura, siempre, a pesar, sí, del desinterés estructura­l de los operadores políticos.

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Suerte maldita, dice Mey, es en sí misma un gesto estético.
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