Un ofrecimiento del mundo
No es difícil imaginar que el Premio Cervantes a la poeta Ida Vitale celebra una de las más ricas tradiciones de la poesía escrita en español desde el modernismo hasta nuestros días: la extraordinaria continuidad de las poetas mujeres de Uruguay. Basta pensar someramente en los nombres y los oficios: pasa por el gesto inicial de las precursoras como María Eugenia Vaz Ferreira junto con las rupturas de la nueva erótica de Delmira Agustini y la figura insomne de Juana de Ibarbourou. Continúa con Esther de Cáceres y Susana Soca y se expande con el gran estallido de poetas que van de la polifonía de Amanda Berenguer hasta la austera negatividad de Idea Vilariño, o de la proliferación imaginaria de Marosa di Giorgio y la remansada lucidez de Circe Maia.
La exquisita poesía de Ida Vitale forma parte de ese linaje que no cesa.
En un libro de 1960, Cada uno en su noche, la poeta escribió: “Sólo acepto este mundo iluminado, / cierto, inconstante, mío”. Un cuarto de siglo después, hacia 1984, Ida Vitale tituló Sueños de la constancia un libro de poemas incluido en el volumen que recopilaba por primera vez su obra, mucho antes de la reciente Poesía reunida (19492015). Pero desde un principio esa obra se trama entre la inconstancia del mundo –el que todo ser posee desde su nacimiento a la luz del día– y los sueños de la constancia, que el poema quiere captar. La constancia aparece, entonces, en los intersticios de la inconstancia del mundo, allí donde late, como un instante o un acorde, lo real.
Cada vez que Ida Vitale entrega su poesía, espejo alterno, hay una restitución y un ofrecimiento del mundo bajo su luz sola. Y si el mundo desaparece, lo que nos dona es la forma sustantiva del principio: “lo que se parece a la noche, / lo que se parece al mediodía”. En eso consiste su gran lección de ironista: que el juego de la perfección poética es el mejor modo de cantar la pérdida. Y esa breve gloria que no vale la pena perderse, dice la poeta, “será lo vivo de tu muerte”.