Cohen y su delta inspirado
No es improbable pensar que todo espectador ha soñado al menos una vez con entrar a una sala de cine y que no hubiera nadie más, que la proyección fuera para él solo, como si se tratara del único (y el último) espectador en la tierra. De cierta forma, ese sueño se ha materializado en La calle de los cines de Marcelo Cohen, en el que el lector asiste a proyecciones privadas, singulares; la sala convertida en una cabina cinética a la que se entra de a uno por vez. El doble ficcional de Cohen (que vive en una de las islas del Delta Panorámico, geografía que el autor viene desarrollando en sus narraciones y novelas) decide compartir por escrito sus películas favoritas, su colección de cinéfilo excéntrico. La calle de los cines, en este sentido, juega con la idea de un proyecto conceptual: cada texto como una exploración tan fiel como íntima acerca de una película. Sin embargo, La calle de los cines encuentra su valor diferencial, su virtud escamoteada, al invertir los términos. Las películas son para el autor una coartada, la forma de escribir una cosa como si fuera otra –un arte antiguo y elegante en el que Cohen es un prodigio–, y así hacer pasar por películas una serie de narraciones, una red de relatos (un archipiélago) experimentales y radioactivos. La escritura de Cohen, cada vez más personal y siempre igual de inclasificable, cuenta con un arsenal de palabras inventadas, casi un lenguaje científico, que en La calle de los cines vuelve a poner en práctica. Para Cohen su colección de neologismos ha sido la forma de desbaratar el uso estereotipado de la lengua y diseñar su propio instrumental lingüístico con el cual viene trabajando de forma constante y modesta igual que un tipógrafo en extinción. Estos relatos cinematográficos dan la impresión de estar siempre a punto de perder el sentido lineal para convertirse, y este es un milagro de Cohen, en pura música.