La flor de Mariano Llinás
La duración no es lo que importa, ni siquiera habría que adjudicar a las 14 horas de duración un valor cinematográfico por derecho propio (sí perceptivo, en tanto que el espectador contemporáneo es disperso y se siente cómodo en la duración breve y en cómodas cuotas), pues la hermosura y magnificencia del filme de Mariano Llinás se cifra en su férrea confianza por la ficción, acaso la ficción como una práctica espiritual y forma noble de evasión. La cantidad de ideas que desfilan en el filme son insólitas, no menos que las locaciones reales (o no) en las que se despliegan las distintas historias, casi siempre protagonizadas por cuatros actrices magníficas. La flor puede contar una historia de amor entre espías durante la Guerra Fría, detenerse a pensar cómo se filman los árboles, un seno, la locura, el desencanto, el tedio, reírse de Margaret Thatcher y el dúo Pimpinela, evocar la tradición de Borges y Renoir, acopiar casi inconscientemente planos inolvidables del viento y vindicar como ningún otro filme el uso de la voz (y no solo en off), a contramano del dogma poético que desdeña cualquier expresión oral que esté por fuera de la diégesis. La flor cuenta con una de las escenas más conmovedoras del cine vernáculo reciente. Se trata de una meditación melancólica sobre el cosmos y el vacío que lo regula, instante en el que la voz de Llinás imagina lo que siente un científico europeo secuestrado al mirar el cielo del sur. Esos minutos, solamente, constituyen una conquista de Llinás para la historia del cine.