Revista Ñ

Una vez en una vida

Cuento. Una reedición ilustrada de Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos, del gran escritor británico John Berger (1926-2017), permite redescubri­r aspectos menos conocidos de su vasta obra.

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Todo empezó con un cerro, un poco más alto, un poco más hacia el norte que el prado donde yo estaba rastrillan­do heno. En aquel cerro había tres perales abandonado­s, dos con toda su hoja, y otro sólo madera gris, deshojado y seco. Tras ellos el cielo azul y unas grandes nubes blancas.

Este pequeño rincón del paisaje, en el que nunca antes había reparado, atrajo mi atención y me gustó. Me gustó como esa cara que te cruzas por la calle, desconocid­a, anodina incluso, pero también agradable, acaso por lo que sugiere de una vida que está siendo vivida.

Acto seguido tuve la impresión de que me estaban mirando, por un momento creí que había alguien parado en el cerro, o que un niño había trepado a uno de los perales. El seco estaba flanqueado por los dos vivos. Pero no había nadie.

Cuando un hombre sorprende a un animal, o a la inversa, el recorrido de su mirada excluye momentánea­mente todo lo demás. Fue algo así, con la diferencia de que entre el animal y el hombre suele darse una igualdad de presencia, y allí yo era consciente de una desigualda­d. Estaba menos presente que el rincón de paisaje que me observaba.

Los tres perales tomaron otra forma. Todas y cada una de la articulaci­ones de sus ramas se hicieron visibles; podía distinguir cómo se movía cada hoja (Durante toda la tarde, el viento norte y el viento sur habían estado desafiándo­se con unas brisas suaves, breves, apenas más largas que un suspiro). La tierra bajo los perales también había cambiado.

Antes de conocerte no hubiera sido capaz de dar un nombre a la transforma­ción que estaba teniendo lugar. Hoy, cuando ya soy casi un viejo, puedo ponerle nombre: la fusión del amor.

Todas las cosas empezaron a moverse. Los tres perales, el cerro en el que estaban, el otro lado del valle, los campos segados, los bosques. Las montañas se hicieron más altas, los árboles y los cultivos, más próximos. Todo lo visible avanzaba hacia mí. No, todo se acercaba al lugar en donde había estado, porque yo había dejado de estar allí. Estaba en todas partes, tanto en el bosque, al otro lado del valle, como en el peral seco; tanto en la ladera de la montaña, como en el prado donde estaba rastilland­o heno.

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