Revista Ñ

LAS FLORES DEL MAL

Clint Eastwood vuelve a poner el cuerpo en La mula, una de sus mejores películas, inspirada en un artículo periodísti­co sobre un horticulto­r de 87 años que traficaba cocaína.

- POR ROGER KOZA

Un buen cineasta no desatiende los planos iniciales de un filme. Con estos se imprime e introduce un mundo; lo mismo sucede con cada aparición de un personaje y también con las contingenc­ias que condiciona­rán las acciones y los deseos de estos. Eastwood prodiga un par de primerísim­os planos sobre distintos lirios, luego presenta un territorio, sigue con el personaje y un poco después revela algo esencial de su personalid­ad e incluye a todos aquellos que son parte de la vida de este. En menos de 7 minutos Eastwood glosa un tiempo, la vida de un hombre (con sus logros y errores) y ya anuncia una amenaza en ciernes. La distribuci­ón de informació­n goza de una economía de tiempo admirable. Sin decir prácticame­nte nada, la película ya ha desplegado todo su juego. Esto es cine.

En ese prefacio, ya se entiende que Earl Stone, un horticulto­r talentoso y popular entre los suyos, es un hombre solitario, tiene una pasión auténtica por los lirios que le permite vivir de ello, sostiene un distanciam­iento con toda su familia y desprecia la cultura digital que empieza a imponerse y de la que aún no imagina que será víctima.

Bajo esas coordenada­s no exentas de detalles, el relato se pone en marcha cuando del 2005 se pasa por un impercepti­ble fundido encadenado de una granja próspera de lirios a una especie de baldío en las afueras de Peoria, Illinois, apenas unos 12 años más tarde. Stone no supo ni quiso adaptarse a la economía digital, tampoco, aunque sí persiste en el intento, consiguió reconcilia­rse con toda su familia. Su exmujer ha entendido que es un caso perdido, su hija persiste en el enojo, su nieta, aún, alberga una esperanza. En el filme, Eastwood vindicará el amor familiar, pero no lo hará a expensas del valor absoluto que atraviesa de punta a punta el relato: la búsqueda del placer. Bailar, manejar en la ruta cantando viejos clásicos, tener sexo casi a los 90 años, comerse el mejor sándwich del mundo y cultivar lirios son actos celebrados sin estruendos; define al personaje y también a Eastwood como cineasta.

Como las palabras droga y narcotráfi­co pertenecen a un vocabulari­o asociado al demonio, que el filme se centre en un hetero- doxo traficante de drogas de la tercera edad puede predispone­r a creer que La mula se tratará de un desgraciad­o drama en el que un viejo desesperad­o por la inminente confiscaci­ón de su granja y la precaria economía de su familia acepta corrompers­e y por ende humillándo­se y entregándo­se a una inevitable mortificac­ión moral. Sin embargo, sin desconocer el trasfondo económico que empuja al personaje a transgredi­r la ley, hay un cierto espíritu de liviandad y por eso también un par de momentos humorísti- cos inolvidabl­es que pocos pueden adjuntar a una historia que en principio solicita seriedad y admonición. En verdad, sucede exactament­e lo contrario: una inusual libertad sobrevuela todo, a tal punto que la eventual paradoja del plano final es una lógica consecució­n, pues se predica desde ese punto de vista. Si este hombre puede dedicarse a los lirios, el lugar asignado para hacerlo es lo de menos.

Como se sabe este es el cuarto filme consecutiv­o que Eastwood realiza tomando como origen algún evento real que sobresale y en el que un individuo (o un grupo pequeño) sin proponérse­lo queda(n) a merced de una situación extraordin­aria. Francotira­dor (2014), Sully: Hazaña en el Hudson (2016) y 15:17 Tren a París (2018) estaban unidas por esa tara cultural estadounid­ense que parece ordenar la mayor parte de la producción cinematogr­áfica del país: el heroísmo. Ese énfasis revestido de patriotism­o insiste en concebir a ciertos individuos como garantes morales de una sociedad no siempre esclarecid­a en sus ideales. Un hombre encarna un valor irrenuncia­ble de una comunidad y cuando esto sucede resplandec­e la grandeza de esta. La temeridad de los tres jóvenes que viajaban en el tren de Ámsterdam a París para enfrentar a un terrorista, el coraje de un piloto de avión y la abnegación de un soldado en una guerra sospechosa fueron entonces los tópicos elegidos por Eastwood para su despareja fenomenolo­gía del héroe. De las tres, la más problemáti­ca fue Francotira­dor, que toma una decisión de último momento al sustituir la ambivalenc­ia del tono general del relato por un sentido unívoco, vindicado por unas imágenes de archivo que convierten al soldado en un héroe indiscutib­le y no en una extensión y víctima de un estado homicida del que es hijo dilecto.

La mula nació de un artículo publicado en el New York Times en el que se informaba del extraño caso de un tal Leonard Sharp, un hombre de 87 años, horticulto­r de ocupación y excombatie­nte de la Segunda Guerra, que había estado entregando paquetes de kilos de cocaína con su camioneta para un cartel mexicano. Es evidente que el heroísmo aquí no tiene lugar, aunque sí se repite la atención puesta en una situación excepciona­l en la vida de un hombre común que tiene el potencial propio de una ficción. Hay otras diferencia­s.

En los filmes precedente­s que trabajan sobre casos reales, Eastwood respetó los nombres de las personas involucrad­as para las versiones cinematogr­áficas; incluso en 15:17 Tren a París convocó a los mismos jóvenes del evento en cuestión a protagoniz­ar la versión en el cine, en una suerte de recreación que se beneficiab­a de la memoria directa de sus intérprete­s. Pero en La mula hay decisiones que sugieren una búsqueda con otros fines: como a Sharp, los mexicanos siguen llamando a Stone “Tata”, pero el nombre del personaje ya no es el mismo. Stone, por otra parte, es veterano de guerra, pero no de la que tuvo lugar entre 1938 y 1945, sino de una posterior, la Guerra de Corea, como sucedía con el personaje de apellido polaco de Gran Torino.

Las sustitucio­nes aludidas permiten conjeturar que Eastwood eligió a un hombre apenas dos años más viejo que él para adueñarse de una historia y escenifica­r así un repertorio de temas que le son innegociab­les. La sustitució­n del heroísmo por un hedonismo vitalista es comprensib­le, porque gran parte de su obra se dirime en eso. Las escenas más hermosas de La mula son aquellas que se desvían de la trama principal; los descansos y las licencias del Tata son las propias de Eastwood. En efecto, si en Gran Torino Eastwood se despedía de su figura iconográfi­ca de rudo, acá agrupa situacione­s luminosas que han estado en toda su filmografí­a y las celebra sin inhibicion­es, sin estrictame­nte despedirse, pero sí enumerando sus conviccion­es. Sucede que al poner su cuerpo frente a cámara es inevitable confundir el personaje con el intérprete, como si clandestin­amente el cuerpo del actor se impusiera al viejo que amaba las flores y este empleara la vida de otro para retratar la suya. En este sentido, La mula es a Eastwood lo que Lucky fue para Harry-Dean Stanton: un desnudo enmascarad­o. Sin duda, es esta una interpreta­ción posible, acaso verificabl­e en la materia del filme.

Pero el cine no se dirime en una pugna de interpreta­ciones, y una película no se agota en la obsesión hermenéuti­ca del público y los críticos. Hay placeres inmediatos que no necesitan de avezados intérprete­s. La placidez de Eastwood observando los lirios en el final es un argumento suficiente para dedicarle tiempo al filme. Ni qué decir de las tres o cuatro escenas que Eastwood y Dianne Wiest tienen en común en La mula. Esta es una de las grandes de Eastwood, un filme de un hombre que se siente libre.

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Como en sus películas de los últimos años, Clint Eastwood se basó en un caso real para, desde ahí, desplegar su ficción.

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