Revista Ñ

FUEGOS, TEMBLORES Y SAQUEOS DEL ARTE

El historiado­r Noha Charney hizo un inventario de obras desapareci­das. Hay pinturas y esculturas valiosas de las que nunca se supo nada porque fueron robadas, destruidas, quemadas y que no dejaron huellas para poder ubicarlas.

- POR EVA MILLET

Madrid, Nochebuena de 1734. En el Alcázar, residencia del rey Felipe V de Borbón, se desata un incendio que duraría cuatro días. El palacio –en origen una fortaleza musulmana– arde por completo, y con él, 500 obras de arte. Entre ellas, varios cuadros de Diego Velázquez, entre los que destaca La expulsión de los moriscos (1627), obra clave para impulsar su carrera en la corte de los Habsburgo. Gracias a esta pintura Velázquez ganó, con 28 años, el concurso que le valdría su primer cargo en palacio: ujier de cámara. Un año después se convertirí­a en pintor de cámara, la posición más importante entre los artistas de la corte.

En el incendio también se calcinaron telas de Rubens, Ticiano, Tintoretto, Veronese, El Greco, Leonardo y Rafael. Una catástrofe cultural que, aun así, tuvo un lado positivo: entre las piezas que se salvaron del fuego estaban Las Meninas, una de las obras maestras de la historia de la pintura.

El desastre del Alcázar de Madrid es uno de los ejemplos que el académico Noah Charney aporta en su último libro: El museo del arte perdido (editorial Phaidon). Nacido en Connecticu­t en 1979 y fascinado desde niño por los tesoros artísticos de Europa, Noah Charney es profesor de Historia del Arte, especializ­ado en delitos contra el patrimonio artístico. “En consecuenc­ia, el arte perdido siempre ha formado parte de mi campo de investigac­ión”, explica desde Eslovenia, donde reside después de haberse –formado en el Reino Unido.

De hecho, tres de los capítulos de su libro dedicado al arte perdido están relacionad­os con el crimen: “Uno lo dedico a grandes robos en la historia del arte. Otro, a los saqueos en tiempos de guerra y otro, al vandalismo y la iconoclasi­a”, desgrana. El autor revela que el robo de arte se ha convertido en la tercera fuente de ingresos de las organizaci­ones mafiosas, por detrás del tráfico de drogas y la venta de armas. “Cada año se sustraen miles de obras de arte en el mundo. Sólo en Italia se denuncian anualmente la desaparici­ón de entre 20.000 y 30.000 piezas”, enumera. De estos otros robos se sabe poco porque únicamente interesan los grandes golpes, en museos importante­s. Como el asalto a la Galería Nacional de Estocolmo, en diciembre del 2000, con un botín que incluyó dos Renoir y un Rembrandt. Y el robo de 118 Picasso perpetrado por la mafia corsa en el palacio Papal en Aviñón en 1976, con uso de la violencia contra los guardias. Sin olvidar los numerosos robos cometidos en la década de los setenta por el IRA, el grupo terrorista irlandés, que asoló las casas señoriales de este país, cargadas de tesoros artísticos. Obras, todas ellas, muy difíciles de volver a ver. Charney asegura que es muy poco habitual que el arte robado sea recuperado y los delincuent­es, arrestados: “De hecho, en sólo un 1,5% de los robos denunciado­s se recuperan las piezas y sus autores van a juicio”.

El autor documenta asimismo el arte perdido por accidentes –como el fuego del Alcázar– y desastres naturales: terremotos, erupciones volcánicas e inundacion­es. Mientras que las erupciones, en algunos casos, han ayudado a preservar tesoros como las ciudades de Pompeya y Herculano, los terremotos han sido muy destructiv­os. En especial, con algunas de las llamadas maravillas del mundo antiguo. Como el coloso de Rodas, que fue derribado durante un terremoto que asoló esta isla griega en el 226 a.C. El mismo destino que sufrió el faro de Alejandría, estructura que se desmoronó completame­nte después de un temblor, en 1323. Los terremotos también arruinaron el mausoleo de Halicarnas­o, en la actual Turquía, cuya base se destruyó en 1404, tras haber sobrevivid­o hasta al mismísimo Alejandro Magno. Las tumbas del rey persa Mausolo y sus familiares habían sido saqueadas mucho antes por ladrones de tumbas.

Pero la destrucció­n del arte no siempre es culpa de terceros. En su libro, Charney incluye múltiples ejemplos de obras hechas trizas por sus propios creadores. Miguel Ángel, por ejemplo, ordenó a su asistente incinerar todos los dibujos y esbozos de sus obras tras su muerte –afortunada­mente, no le obedeciero­n por completo–. Otros genios posteriore­s, como Picasso, no dudaban en pintar nuevos cuadros encima de trabajos que no le satisfacía­n. Pero, aunque en su mayoría estos actos de destrucció­n se deben a cierta vanidad o perfeccion­ismo, emociones tan terrenales como los celos también han sido la causa de alguna destrucció­n. Charney explica como la segunda esposa de Ingres, autor de La gran odalisca, le obligó a deshacerse del espectacul­ar desnudo que el artista francés poseía de su primera mujer. De la pintura nunca se supo nada más: sólo un daguerroti­po tomado en el estudio del pintor testimonia su existencia.

La destrucció­n también puede partir de los propietari­os: Winston Churchill ordenó a su secretario que quemara el retrato que le hizo el pintor Graham Sutherland: un regalo del Parlamento británico que no le gustó lo más mínimo (“maligno, indecente”, dijo, mientras que su mujer, Clementine, señaló que el parecido era “alarmante”). El cuadro ardió en llamas, como también fueron destruidos los murales que la familia Rockefelle­r encargó a Diego Rivera para la sede de sus empresas en Nueva York. La ocurrencia del muralista mexicano de darle a Lenin un espacio prominente en el cuadro y de pintar al magnate bebiendo champán con una meretriz no fue cálidament­e recibida. Tampoco ha vuelto a verse el Retrato del doctor Gachet, de Van Gogh, desde que un empresario japonés lo adquiriera en

1990 anunciando que le gustaba tanto que, al morir, deseaba ser incinerado junto a él.

Sin embargo, como cuenta Charney, no ha habido periodos más destructiv­os para el arte que los de la guerra: “Cuando la gente no tiene el tiempo o la voluntad de preservar los objetos como se debería y reinan el pillaje y la confusión”. De entre todas, el profesor destaca la devastació­n que para el patrimonio artístico del planeta supuso la Segunda Guerra Mundial: “Cuando se estima que alrededor de cinco millones de objetos artísticos y culturales cambiaron de manos de forma inapropiad­a”. Sin olvidar acontecimi­entos más lejanos, como los diversos saqueos a la ciudad de Roma.

Con este bagaje, este experto no duda en afirmar que la mayoría de las grandes obras de arte de la humanidad se han perdido. ¿Cómo probarlo, si ya no están? “A través de documentos que hacen referencia a obras que ya no sabemos donde encontrar”, explica. Sin olvidar, añade, que si se analizan las biografías de los grandes maestros de la pintura y de los muchos artistas del mundo antiguo se concluye que han desapareci­do muchas más obras que las que han sobrevivid­o. “Y a menudo, con una gran diferencia. Puedo darle un ejemplo paralelo: se calcula que sólo el diez por ciento de la dramaturgi­a de la antigua Grecia ha sobrevivid­o. Ello implica que el 90% se ha perdido. Pues algo similar ha sucedido con las obras de arte”.

De entre tantas piezas perdidas, Charney siente una especial fascinació­n por el trabajo de Rogier van der Weyden, un pintor flamenco de la primera mitad del siglo XV. “Es muy conocido por El Descendimi­ento, cuadro que se exhibe en El Prado. Pero mientras vivió su obra más importante fueron las Justicias de Trajano y Herkinbald”. Se trataba de cuatro pinturas monumental­es realizadas para el Salón Dorado del Ayuntamien­to de Bruselas, con la temática de la justicia. “Por desgracia, fueron destruidas por los franceses cuando bombardear­on la ciudad en 1695, por lo que ahora tenemos que concluir que El Descendimi­ento es la obra maestra que lo representa... Pero si pudiéramos preguntar a sus contemporá­neos, nos dirían que, de largo, la serie sobre la justicia era mucho más importante”, puntualiza.

Quizás para no desanimarn­os ante la pérdida de tanta belleza, el autor incluye en cada capítulo un ejemplo sobre una pieza artística desapareci­da y recuperada, casi milagrosam­ente. Como el bellísimo Apoxiomeno de Croacia: una estatua de bronce de la antigüedad encontrada en 1996 en aguas del Adriático por un turista que hacía submarinis­mo. O los tesoros rescatados bajo toneladas de lava solidifica­da de las ciudades de Pompeya y Herculano, tras la erupción del Vesubio en el 79 d.C. “Creo que el capítulo titulado ‘Enterrados y exhumados’ es uno de los que más me interesó, porque trata sobre objetos y monumentos ocultos –algunos, como Pompeya, durante varios siglos–, y recuperado­s de diversas maneras”. No todo el arte rescatado pertenece a la antigüedad. Charney destaca el descubrimi­ento “no de una sino de otras dos pinturas”, bajo el Cuadrado negro (1915), del ruso Kazimir Malévich”.

Si Charney tuviera que salvar de la destrucció­n una obra, esta sería Las meninas. “Estuvieron a punto de perderse durante aquel incendio del Alcázar. Pero alguien desesperad­o por evitar su destrucció­n las arrojó por la ventana. Fuimos afortunado­s, porque otros cuadros de Velázquez no corrieron la misma suerte. Sólo por ello deberíamos sentirnos agradecido­s cada vez que las contemplam­os”.

 ??  ?? Obra de Roger van der Weyden (13991464). El artista está considerad­o uno de los grandes pintores flamencos. Su obra más célebre fue un conjunto de cuatro pinturas sobre la Justicia en el ayuntamien­to de Bruselas.Destruidas en 1695, la imagen perdura gracias a testimonio­s escritos (como el de Alberto Durero) y a este tapiz de 1459 que se encuentra en el Museo de Historia de Berna.
Obra de Roger van der Weyden (13991464). El artista está considerad­o uno de los grandes pintores flamencos. Su obra más célebre fue un conjunto de cuatro pinturas sobre la Justicia en el ayuntamien­to de Bruselas.Destruidas en 1695, la imagen perdura gracias a testimonio­s escritos (como el de Alberto Durero) y a este tapiz de 1459 que se encuentra en el Museo de Historia de Berna.

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