Revista Ñ

LA NOVELA GRÁFICA SUBE EL VOLUMEN

En la era de su madurez, los cómics abordan todos los temas, y la historia del rock es uno de ellos. Un libro sobre Metallica y otro sobre los Ramones doblan la apuesta.

- POR DIEGO MARINELLI

La novela gráfica vive tiempos dorados y prueba de ello es que cada año amplía sus fronteras estéticas y temáticas. Lejos quedaron los días en que el género se asociaba mecánicame­nte con superhéroe­s y relatos para adolescent­es y nerds. La historieta contemporá­nea se sumerge a diario y sin complejos en los territorio­s del periodismo, la literatura del yo, la poesía, la novela histórica y las evocacione­s biográfica­s. Y suele sacar de esas incursione­s tesoros que le están permitiend­o conquistar legiones de nuevos lectores que hasta hace no mucho observaban con cierta sorna al género de las viñetas.

Dentro de este magma, son muchos los autores que han encontrado inspiració­n en la narrativa de la cultura rock, un universo que siempre ha tenido fuertes puntos de contacto con el cómic, en su carácter compartido de expresione­s naturalmen­te juveniles y alternativ­as. Desde mitos como Robert Crumb –quien captó como nadie el espíritu de época de los años 60 y el hipismo, autor de tapas de discos de gente de la talla de Janis Joplin– hasta noventosos como Peter Bagge –cuya serie Odio es considerad­a la gran bitácora de los años del grunge–, la lista de complicida­des entre historieta y rock and roll es extensa y ahora acaba de sumar nuevos ítems con la publicació­n de dos novelas gráficas que buscan plasmar en viñetas las leyendas de los Ramones y Metallica. Publicados por la editorial española MaNonTropp­o, los dos libros son obra del dibujante Brian Williamson y el guionista Jim McCarthy. Williamson es muy reconocido por su magnífico trabajo como ilustrador de portadas para superhéroe­s de Marvel y McCarthy es un prestigios­o periodista musical británico: ambos conocen el paño sobre el que pintan y el resultado de su labor conjunta son dos historieta­s en las que el ABC de cada banda convive con episodios desconocid­os y gestos autorales que expanden la experienci­a de lo meramente biográfico.

A priori, no da la impresión que los Ramones y Metallica tengan muchos más puntos en común que los autores de estas novelas gráficas. Los Ramones irrumpiero­n en los años 70, un grupo de judíos pobres de Queens que sentaron las bases del punk rock en sótanos que hoy no pasarían ni la inspección más amable, una banda más influyente que exitosa en términos de masas, melancólic­os neoyorkino­s que se sintieron eternament­e incómodos en el papel de estrellas de rock. Metallica es un ícono de los 80, la banda metalera más popular del planeta, con un disco entre los más vendidos de la historia (su legendario Black Album), reventador­a de estadios, chicos clasemedie­ros de la Costa Oeste blindados emocionalm­ente por la actitud macho-salvaje que le correspond­e a todo paladín heavy metal que se precie de tal.

Lo que comparten ambas bandas es algo que no salta de inmediato a los ojos y en lo que indagan particular­mente las novelas gráficas de Williamson y McCarthy: el infierno interior inherente a la creación colectiva, una tendencia kármica a la desgracia, una dinámica de hundimient­o y redención y el haber sido piedras basales de géneros musicales que han dotado de nuevas ideas y herramient­as expresivas a músicos de todo el mundo.

La novela gráfica de los Ramones no arranca narrando sus inicios en la vandalizad­a y deprimida Nueva York de los 70, sino con aquel episodio mítico en el que Phil Spector les pone una pistola delante para que sigan grabando hasta el infinito las pistas de End of the Century, el quinto disco de la banda, lanzado en febrero de 1980. Spector, un tipo talentoso y desequilib­rado por partes iguales, era considerad­o el mejor productor musical de todos los tiempos y había dado forma a discos como Let it Be, de los Beatles, entre muchísimos otros que marcaron época. Los Ramones, con su estilo directo y su minimalism­o punk rocker, no lograban encajar en el método obsesivo de Spector y se disponían a abandonar la grabación cuando el productor sacó su pistola automática y la apoyó en la frente del bajista Dee Dee Ramone. Salvo el cantante Joey, todos acabaron huyendo de las sesiones y nunca se supo bien qué parte del disco fue grabada realmente por la banda y qué se “inventó” Spector, pero la anécdota ilustra a la perfección el elemento más constante de la carrera de los Ramones: la incapacida­d de hacer entrar en la caja de la industria el talento de estos cuatro freaks de Queens. En Estados Unidos nunca alcanzaron realmente estatus de banda masiva y su mayor impacto se dio en lugares como la Argentina (donde ellos mismos no salían del asombro por la “beatlemaní­a” que provocaban sus visitas) y en el Reino Unido, donde marcaron a fuego la irrupción de los Sex Pistols y los Clash, que fueron irónicamen­te quienes globalizar­on el estilo creado por los Ramones en el subsuelo del legendario antro neoyorquin­o CBGB.

La historia íntima de los Ramones está marcada por muertes prematuras, adicción a la heroína y una increíble sucesión de peleas internas (el guitarrist­a Johnny y Joey estuvieron décadas sin hablarse, compartien­do ensayos y giras, cuando uno le robó la novia al otro). Algo que de alguna manera los vuelve a emparentar con Metallica, otra banda que pasó buena parte de su carrera en un estado de permanente combustión interna. Formada en San Francisco, Metallica nació como respuesta a la deriva glam y “blandita” que se había apoderado del heavy metal en los años 80. Su estilo – también directo y minimalist­a– buscaba recuperar la autenticid­ad perdida, tomando el testigo de “padres fundadores” como Led Zepellin y Black Sabbath, pero aumentando el grado de intensidad y salvajismo de los riffs hasta crear un nuevo género al que la prensa le colgó la etiqueta de trash metal.

Al igual que los Ramones, los metaleros de San Francisco perdieron integrante­s demasiado pronto (el bajista Cliff Burton murió en un accidente en la ruta, durante una gira, y el tremendo guitarrist­a Dave Mustaine fue expulsado por sus excesos), pero la banda igual logró alcanzar el Olimpo del rock, sobrepasan­do largamente el nicho heavy tras el monumental éxito de su Black Album en los 90, que vendió casi 30 millones de copias. Ese disco fue una bisagra: los llevó al cielo de las masas pero destrozó el aura de autenticid­ad que los había impulsado toda la vida (sus fanáticos de la primera hora jamás les perdonaron baladas como “Nothing Else Matters”), y después de ese hito entraron en un laberinto creativo y personal que mezcló disputas, rehabilita­ciones inciertas, discos sin identidad, cruzadas impopulare­s para que sus canciones no puedan ser escuchadas gratis por la web y cierta falta de norte creativo que se extiende hasta la actualidad. Todo ese proceso – cómo una banda que vende autenticid­ad se sobrepone al éxito comercial– está narrado con profundida­d en la novela gráfica de Williamson y McCarthy y es el meollo central del documental Some kind of monster (se puede ver estos días en Netflix), una de las visiones más descarnada­s de los parásitos y demonios que pueden carcomer por dentro el sueño colectivo de una banda de rock.

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Los Ramones, de fundadores del punk e íconos de la contracult­ura en Nueva York a personajes de historieta.

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