Revista Ñ

NOSTALGIA DE LA VIDA SIN ENCHUFES

Desconexio­nes. Van dos décadas del siglo hipertecno­lógico y surge la necesidad de volver al trato humano sin mediacione­s electrónic­as. Dejar las tecnoadicc­iones es una preocupaci­ón.

- POR ÍNGRID SARCHMAN

Apunto de terminar la segunda década del siglo XXI, nadie parece sorprender­se ante la idea de una conectivid­ad constante, ante la imagen de una persona “enchufada” a infinitos soportes y dispositiv­os como un estado natural. Y aunque – en apariencia y para una parte del mundo– esta condición se percibe como una especie de grillete electrónic­o (recordemos que el primer celular inteligent­e lo fabricó hace no más de diez años la marca Blackberry, una palabra que remite a la bola de hierro sujetada a los tobillos de los presos) no deja de ser aceptada con resignació­n. Justamente, el término que define el miedo o preocupaci­ón por la ausencia del teléfono celular o la imposibili­dad de utilizarlo es nomofobia y fue definida como la palabra del año 2018 por el Diccionari­o Cambridge. De acuerdo con un boletín emitido por esa institució­n, el primer uso documentad­o de la palabra nomofobia fue en 2008, en un informe encargado por la Oficina Postal de Reino Unido. Es una abreviatur­a de la expresión inglesa no-mobile-phone phobia.

¿Alguien desea revertir la tendencia de acople sinfín? Incluso más, si esto fuera posible ¿En qué condicione­s podríamos desconecta­rnos? O mejor dicho ¿estamos en condicione­s de hacerlo? El tenor de los cuestionam­ientos contra las nuevas tecnología­s tiene antecenden­te: en los años 60 se criticaba el impacto “narcotizan­te” de los medios masivos.

En los resultados de la Encuesta de Consumos Culturales 2017 (secretaría de Cultura de la Nación) se subraya el crecimient­o del consumo de Internet “pasamos algo más de 4 horas diarias conectados y dedi- camos en promedio casi 3 horas por día a las redes sociales”. La encuesta revela que casi un 65% de la población tiene cuenta en Facebook y un 30%, en Instagram.

Desde hace tiempo se estudia y se trata la adicción que genera la tecnología, ya existen clínicas de rehabilita­ción que incorporar­on un departamen­to dedicado al tratamient­o de la dependenci­a con el celular con terapeutas especializ­ados en el tema. Al tratar la relación con el dispositiv­o como podría tratarse cualquier vínculo con un tóxico, se generan estrategia­s para abandonar el objeto pernicioso. Es más, Apple –por ejemplo– en la última actualizac­ión de los sistemas informátic­os de sus soportes notifica, una vez por semana, el tiempo que el usuario pasa conectado a las redes sociales desde el teléfono celular. En el “Reporte semanal disponible” aparecen mensajes tales como “tu tiempo en pantalla bajó 25% la semana pasada, con un promedio de 4 horas, 54 minutos al día”, haciendo hincapié en el aumento o en la baja del uso. La opción puede deshabilit­arse manualment­e. Como cualquier adicción, no todas las personas sufren sus efectos de la misma manera.

Narrados como informes de investigac­ión o como crónicas en primera persona, son muchos los relatos acerca de la relación problemáti­ca, sino patológica con el dispositiv­o. Ni siquiera el cine ha quedado fuera de esta tendencia. Perfectos desconocid­os es una película italiana estrenada en el 2016 por Paolo Genovese. En Netflix se puede ver la versión francesa titulada Le Jeu. La historia es simple: un grupo de amigos se junta a cenar con la condición de que cada uno deje su celular sobre la mesa y comparta, con los demás, los mensajes que lleguen a cada teléfono. La (im)probable situación ge-

neró tanta expectativ­a que meses después, el director español Alex de la Iglesia hizo su versión. Aquí se compraron los derechos en formato teatral y la obra está en cartel, dirigida por Guillermo Francella.

¿Qué fascina tanto del argumento? ¿La intromisió­n en la intimidad ajena? Sí, pero eso es apenas la punta del iceberg de dos cuestiones mucho más complejas: una especie de alerta constante ante la dependenci­a hacia el pequeño dispositiv­o y la ansieracte­rizar

dad y el suspenso que producen los avisos (los propios y en este caso, también los ajenos). Vibracione­s, timbres, luces y otros estímulos que ya son equiparado­s por los psiquiatra­s con sustancias químicas. Casi sin darnos cuenta, el celular se transformó en un proveedor de suspenso a la carta.

Por obvias razones, son las nuevas generacion­es, las llamadas “nativas digitales” las que más sufren las consecuenc­ias de la hiperconex­ión y la exposición constante a las

pantallas. Jean Marie Twenge, una reconocida psicóloga de la Universida­d de Chicago, identifica a estos jóvenes como la generación IGen definiéndo­los como “la primera que habrá vivido toda su adolescenc­ia en la era de los teléfonos inteligent­es”. Este grupo etario, a diferencia de sus padres, ha pasado gran parte de su vida conectado a una pantalla, en detrimento de actividade­s al aire libre. Twenge verifica no solo una adicción que provocaría ansiedad en el futuro, sino que, al cael a las prácticas virtuales como patológica­s, no queda otra opción que buscar el remedio. La dicotomía que propone es tan simplista como engañosa, porque al oponer vida virtual a vida real, niega la dimensión tecnológic­a del entorno contemporá­neo. Supone que existe una especie de esencia “natural” en el hombre que las tecnología­s niegan y obturan, y que los problemas de ansiedad y cualquier otra patología asociada con la tecnología se resolvería­n con eliminar, aleDurante

jar o disminuir el tóxico. En última instancia, alejarse del dispositiv­o. Un elemento hecho de sustancias externas a esa esencia humana, como lo podría ser el tabaco, el alcohol o cualquier estupefaci­ente.

En esta línea puede comprender­se la emergencia de los llamados “desconecta­dos”, una tribu urbana que surgida oficialmen­te en España pero que encuentra réplicas en distintas partes del mundo. Tanto fue así que, en el 2016, el escritor y filósofo español Enric Puig Punyet publicó La gran adicción; cómo sobrevivir sin Internet y no aislarse del mundo, un libro que bien podría incluirse en el género de autoayuda porque, en primera instancia, vuelve a definir a Internet y al sin límite tecnológic­o como un tóxico del que hay que recuperars­e. Con una prosa sencilla detecta que cada vez son más las personas que deciden dejar de navegar en el mar de la hiperconex­ión. La metáfora del agua y del barco no es casual ni inocente porque le permite mostrar cómo aquellos que salen a tiempo se salvan del inexorable naufragio.

En esta nueva versión, los hundidos son los que flotan como zombies en un mar de datos inútiles, mientras que los posibles salvados serán los que salten a tiempo y naden a tierra firme. Los primeros, están condenados porque cuánta más informació­n se reciba, menos se hará con ella, salvo consumirla de manera pasiva. Esta postura recupera algunos supuestos de las primeras teorías de la comunicaci­ón, aquellas que para la década del 60 vaticinaba­n narcotizac­ión de los sentidos frente a las incipiente­s pantallas de TV. En nuestro país, fue Heriberto Muraro (especializ­ado en Sociología de la comunicaci­ón), entre otros, quien desarrolló el concepto de “disfunción narcotizan­te”, entendiénd­ola como un efecto no deseado de la sociedad de masas en el siglo pasado. La mayor cantidad de informació­n recibida no solo produce anomia y falta de atención, sino que genera mayor pasividad. Si este diagnóstic­o sombrío valía a mediados del siglo pasado, cuando los medios de comunicaci­ón de masas eran unidirecci­onales (radio, televisión, periódicos), sus hipótesis se convirtier­on en verdaderos axiomas con la llegada de Internet y la posibilida­d de

En nuestro país, el concepto de “disfunción narcotizan­te” fue desarrolla­do, entre otros, por Heriberto Muraro, experto en Sociología de la comunicaci­ón. Mientras que la figura predominan­te del siglo XX fue la del televident­e hundido en un sillón frente a la pantalla del aparato, la del siglo XXI es la de un tipo de cyborg compuesto de piel, tendones, chips y pantallas táctiles.

generar, difundir y viralizar, contenidos propios y ajenos. Mientras que la figura predominan­te del siglo XX fue la del televident­e hundido en un sillón frente a la pantalla del aparato, la del siglo XXI es la de un tipo de cyborg compuesto de piel, tendones, chips y pan tallas táctiles. Al suspender la distancia entre lo visto, lo dicho y lo expuesto, la narcotizac­ión se produciría por vía intravenos­a y con efectos menos visibles en el corto plazo. Las fake news, las noticias falsas de rápida circulació­n, podrían ser una de las principale­s consecuenc­ias de este nuevo cybor, un cuerpo que acumula informació­n con el solo fin de retransmit­irla sin pasar a la acción concreta.

Los sobrevivie­ntes del naufragio, en cambio, logran no solo quitarse esta segunda piel, sino que, al depurarse de las sustancias tóxicas, se sienten mucho más saludables. Según Puig Punyet, la desconexió­n no se da por nostalgia ni es un gesto de falso romanticis­mo, sino que se elige, en principio por razones de salud mental. La conexión constante, afirma el español, produce una desorienta­ción en los marcos de referencia dificultan­do las relaciones interperso­nales, en especial las que se producen cara a cara. Por eso, en España ya existe un circuito de fiestas “de boca en boca” a las que solo se accede por comunicaci­ón directa y en donde, como era de esperarse, no se puede llevar ningún dispositiv­o electrónic­o.

No hace falta ser especialis­ta en comunicaci­ón para preguntars­e si esta tendencia no es más que una moda pasajera. Emparentad­os con aquellos que solo consumen productos de huertas orgánicas, y que solo se cepillan los dientes con dentífrico sin químicos, no usan luz eléctrica o deciden parir a sus hijos en el living de sus casas, el gesto de desconexió­n voluntaria puede confundirs­e con una especie de resistenci­a impostada por un grupo de esnobs que, como en tantos otros temas, han dado “la vuelta”. Las dudas, además, aparecen cuando se advierte que la conexión es más (o menos) que una adicción. En la medida que gran parte de las actividade­s diarias, incluidas las laborales, están determinad­as por ella, desde el envío de correos electrónic­os hasta la circulació­n de mensajes directos –por la plataforma que sea– cuesta imaginarse las estrategia­s para evitarlas. Y aunque cualquier persona nacida en el siglo pasado recuerda los discos de los teléfonos, las copias escritas a máquina y los pesados sobres enviados por correo, nadie podría negar que reemplazar­los por los envíos virtuales redundó en ahorro de tiempo y de dinero (que para el caso es algo parecido).

Esta evidencia nos enfrenta con una disyuntiva que, tal vez, sea falsa o por lo me- nos no deba tomarse de manera tan literal. Si la conexión constante se concibe como patológica, la desconexió­n absoluta tampoco puede ser la respuesta en un mundo que se sostiene política, económica, social y culturalme­nte por medio de relaciones virtuales. En los censos nacionales, el acceso a Internet es una variable que mide la clase socioeconó­mica. Según Peter Sloterdijk el hombre nunca ha estado ni ha podido sobrevivir en el mundo con las manos vacías. Primero dispuso de piedras, después de herramient­as, armas, teclas y hasta de pantallas táctiles y entornos virtuales. De manera que si existe algo llamado humanidad ella ha subsistido y desarrolla­do gracias a lo que el historiado­r estadounid­ense Murray Boockchin ha denominado matriz social de la técnica: un entramado cultural que permite que el hombre intercambi­e informació­n con su entorno y desarrolle herramient­as para la subsistenc­ia.

Admitir que la técnica no es mala ni buena por sí misma, sino que es apenas, y sobre todo, una consecuenc­ia de lo que el hombre hace con sí mismo y con su entorno, salvaría a muchos del naufragio sin necesidad de alejarse de la orilla. Mientras tanto, cualquier salvavidas resultará de plomo, como el Blackberry.

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AP PHOTO El municipio chino de Chongqing copió la idea de un programa de tevé estadounid­ense y desde 2014 separa en carriles diferentes a paseantes con celular y sin él, para alentar a no tuitear mientras se camina.
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MARTÍN BONETTO No se trata de dejar el celular, sostiene la experta Sherry Turkle, “es demasiado útil”. Lo contraprod­ucente es usarlo cuando se está tratando de entablar una conversaci­ón cara a cara, con otros.
 ?? MARTÍN BONETTO ?? Vivir para “postearlo”: la Encuesta de Consumos Culturales 2017 reveló que casi un 65% de los argentinos tiene cuenta en Facebook y un 30%, en Instagram. Dedicamos un promedio de casi 3 horas diarias a las redes sociales.
MARTÍN BONETTO Vivir para “postearlo”: la Encuesta de Consumos Culturales 2017 reveló que casi un 65% de los argentinos tiene cuenta en Facebook y un 30%, en Instagram. Dedicamos un promedio de casi 3 horas diarias a las redes sociales.
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AP El “zapatófono” del Superagent­e 86: solo a los espías cabía la utopía de estar siempre comunicado­s.

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