Desafíos del museo

Uno de los principales desafíos es el de encontrar el modo de poder establecer un enlace significativo entre los pasados dolorosos que esta clase de museos evoca y este presente en el que la evidencia de nuevos derrumbes civilizatorios tienen lugar en derredor nuestro. Lograr que el pasado que evocamos sea entendido en clave de aprendizaje o de lecciones aprendidas no es una tarea menor, en absoluto. De otro modo estos lugares terminan hablándose a sí mismos a través de un discurso monocorde que sensibiliza o emociona al que lo escucha pero que no le ayuda a comprender lo sucedido. Abandonar la ritualización y cierta mirada nostálgica hacia el pretérito es, creería, otro de los grandes desafíos.

Es necesario renovar los lenguajes, los modos en que las narrativas de estos espacios se dirigen a las nuevas generaciones, aquellas que, por razones cronológicas, están alejadas en décadas de los hechos evocados y para las que son cuasi abstracciones muchas de las ideas, nombres y conceptos que para uno forman parte de la propia biografía.

Un Museo de la Memoria debe decir, debe contar, debe atreverse a nombrar a sabiendas de que su relato, muchas veces, no va a satisfacer a todos, ni a víctimas, ni a testigos, ni a perpetradores. Pero por sobre todas las cosas debe ser capaz de formular preguntas, desde las más sencillas a las más incomodas. No es una tarea sencilla, pero creo que es necesario encararla si de verdad queremos hacer de ese pasado evocado un verdadero territorio de aprendizaje. Tanto el silencio como el vacío son algo valioso a resguardar, en especial cuando se trata de sitios donde los hechos ocurrieron, como prisiones o campos. Muchas veces la sobrecarga de información y el afán por intervenir didácticamente esos lugares del dolor termina por arrebatarles esa atmósfera singular que los contiene y que solo puede percibirse, por decirlo de algún modo, cuando el espacio está allí, despojado, ofrecido en toda su desnudez frente a los ojos de quien lo visita.