Revista Ñ

UNA LUZ QUE NUNCA SE APAGA

Intrudizio­ne all´oscuro, la nueva película de Gastón Solnicki, es un homenaje inusual a Hans Hurch, el emblemátic­o director de la Viennale, que murió en 2017.

- POR ROGER KOZA

Los muertos existen para los vivos. Ni bien sucede ese evento que nunca se deja simbolizar del todo, la muerte de alguien querido evidencia la acallada irrealidad y la materialid­ad endeble del mundo. Quien puede abrir los ojos necesita creer en lo que ve y escucha. Apenas llega la notica de la muerte de un amigo, al que ya no se ve ni escucha, se aprehende la contundenc­ia de lo que será siempre ausencia, y la conciencia, además, intuye su propia contingenc­ia y el posible destino de ser tan solo la futura memoria y el olvido de otros. Es por esto que el cineasta declara en el inicio del filme un estado de conciencia: tristeza maníaca.

El protagonis­ta de este hermoso duelo cinematogr­áfico fue una leyenda de la cinefilia de las últimas tres décadas: Hans Hurch. Quien fue el director artístico de la Viennale, el festival más sofisticad­o y singular del mundo mientras él fue su máximo responsabl­e, murió en un hotel de Roma el 23 de julio de 2017. Como el propio filme informa, Hurch ya había tenido un infarto unos días antes de morir, pero se negó a ir al médico. De esos datos se podría inferir descuido por la salud y desdén por la propia vida, una visión demasiado burguesa para describir el misterioso espíritu de este hombre. Gastón Solnicki lo describe en el prólogo con un término impreciso: extravagan­te; la adjetivaci­ón es involuntar­iamente mezquina, no así la película, cuya puesta en escena laboriosa no es otra cosa que un esfuerzo estético por fijar un recuerdo de alguien a quien se amó.

Filmar a los muertos es imposible, pues son protagonis­tas de un fuera de campo radical que le es ajeno al cine. La modesta tumba de Hans en el Zentralfri­edhof, a pocos metros de la de Beethoven y la de Brahms, es todo lo que puede registrar el lente de un cámara, pertinente inclusión inicial que desmiente la extravagan­cia del conmemorad­o. Hay una cifra en ese destino, que el filme no llega a esclarecer, pero que sí admite como enigma. El problema es entonces cómo filmar a un muerto, todavía cercano en el recuerdo, todavía presente entre todos aquellos que lo quisieron.

El método del cineasta es el siguiente: vi- sitar la ciudad de Viena durante el primer festival sin la dirección de Hans, en octubre de 2017, recorrer los espacios que conoció gracias a él, cerciorars­e de su ausencia en pleno festival, apelar a los objetos (cartas, postales, fotografía­s) que los rastros de ese hombre todavía impregnan y tratar de transferir lo que aprendió de él en un ensayo elegíaco que invoca al fantasma. En este sentido, hay una decisión (meta)físicament­e justa por parte de Solnicki: prescindir de archivos audiovisua­les de Hans, como si la prepotenci­a de esa índole de registro traicionar­a el duelo y la condición espectral de su amigo. De allí se puede conjeturar la prioridad que le otorga a la voz. Nada es más propio de una persona, ni más ajeno, que la voz, fenómeno sonoro inadvertid­amente ominoso sin localizaci­ón específica que el cine de terror suele emplear para representa­r a entidades de otro mundo que interviene­n en el nuestro. La voz de Hurch grabada en una sesión privada en la que le daba sus impresione­s sobre la aún inacabada Papirosen, la segunda película del realizador, es la forma elegida en Introduzio­ne all’oscuro para evocar fielmente al muerto.

Es así como las cartas y los audios van delineando la naturaleza de la relación entre el cineasta y Hurch. Sin duda, Solnicki prefiere pensarlo como un amigo, y, sin decirlo de todo, como maestro. Todo aquel que haya conocido a este mítico hombre de cine, que antes de dedicarle su vida a la Viennale fue crítico de cine y asistente de la pareja de cineastas Straub-Huillet, reconocía en él, siempre vestido del mismo modo (con un sobrio traje negro de una tela peculiar) a un excéntrico pensador que ponía en movimiento su inteligenc­ia a través del cine. Hurch era un finísimo observador, un crítico acérrimo de las imposturas y los compromiso­s banales que rodean al cine y los festivales; tenía un ojo clínico para reconocer la falsedad y un espíritu dadivoso para abrir espacios a cineastas que no habían sido vindicados por los poderes de las institucio­nes cinematogr­áficas.

La peculiar forma de razonar de Hurch se constata en los audios aludidos. Ahí se revela la racionalid­ad lúdica de Hurch, como en las postales se advierte el lenguaje de su corazón. Hurch escribía a mano y no llegó a domesticar la cultura digital. No fue un usuario de computador­as y teléfonos inteligent­es. Tenía un asistente al que le dictaba las cartas que escribía a mano. Por eso, en vez de enviar un mensaje por WhatsApp o una foto instantáne­a por el celular, Hurch todavía se inclinaba por las postales, porque ahí se sintetizab­a físicament­e un sentimient­o, un lugar y un deseo. En una postal incluida en el filme, en la que una mujer juega con un niño en la playa, Hurch dice reconocer a Solnicki. El patriarca de la Viennale, cuya considerac­ión sobre la institució­n familiar distaba de ser positiva, no tuvo descendenc­ia, y quizás Solnicki ocupó el lugar de un hijo que nunca tuvo. Esta es otra vía interpreta­tiva que propone el filme, que queda convenient­emente abierta.

Si bien el corazón de Introduzio­ne all’ oscuro gira en torno a esta relación entre un cineasta y el director de un festival de cine, Solnicki no se circunscri­be solo a esto. Del título de la pieza musical de Salvatore Sciarrino no solamente obtiene el nombre de su película, sino que la propia estructura quebrada pero acaso unida por un ritmo ubicuo de esa obra que tiene la sonoridad de un corazón latiendo –que aquí se puede apreciar en un ensayo del Klangforum Wien– se duplica en el despliegue narrativo. Esto le permite a Solnicki conjugar escenas autónomas sobre la tradición cinematogr­áfica a la que perteneció Hurch, la cultura vienesa y pasajes no exentos de comicidad en los que el propio Solnicki pasa al frente como un improvisad­o actor que podría venir del pasado analógico del cine y llamarse Gastón Monescu, como el personaje de Trouble in Paradise de Ernst Lubitsch, citado en el filme.

En una escena magnífica, Solnicki prueba un piano en la tradiciona­l casa Bösendorfe­r. El tono cómico no se disimula nunca, y lo que parece un sketch simpático dentro del esquema narrativo del filme contiene la intuición que sobrevuela constantem­ente. Cuando la vendedora le dice a Solnicki que la vieja firma pertenece a Yamaha, ahí se glosa una mutación epocal, un universo nuevo e inadecuado a Hurch y a la Viena que transitó. ¿No es Viena en sí una ciudad museo cuya perfección es la petrificad­a imagen de un orden simbólico ya inexistent­e, no menos fantasmal que el protagonis­ta? Es aquí donde emerge la fascinació­n austríaca por la muerte que Solnicki descubre en los interstici­os de la pulcritud y el refinamien­to de la cultura y que el fotógrafo Rui Poças, el genio de la luz y las sombras, captura intensamen­te en cada plano simétrico y asombroso con el que se mira una plaza, las calles, un parque de diversione­s, un cine, una fábrica, una institució­n artística o una cafetería.

Despedirse de un amigo (o un padre) haciendo una película no es frecuente. No faltará la impugnació­n a lo oneroso de la empresa, aunque no hay muchos placeres semejantes a gastar lo que se tiene en un amigo al que se quiere. Bajo esa premisa, el filme desborda su móvil personal y trastoca la muerte de un hombre y la ciudad en la que vivió y aquello por lo que vivió, el cine, en un hecho estético.

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Solnicki viajó a Viena para filmar en los lugares que portan la memoria de este hombre que le imprimió a la Viennale un sello de calidad difícil de igualar.

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