Revista Ñ

LA BOCA POR DONDE SE METEN LAS MOSCAS

Luis Gusmán x 3. El autor de El frasquito publica nuevos libros de ensayos que exploran los nudos centrales de la lectura y la experienci­a literaria.

- POR MAXIMILIAN­O CRESPI

Amediados del siglo pasado, en uno de los extraordin­arios textos de un libro que no deja de hablarnos desde el futuro (Otras inquisicio­nes), Borges sugiere que la historia universal quizá sea la historia de un puñado de metáforas. Casi siete décadas después, Luis Gusmán retoma y extiende esa sugestiva proposició­n borgeana desde/hacia tres figuras que reenvían al corazón oscuro de la experienci­a literaria: las moscas, las valijas, los motines.

El orden de publicació­n es prácticame­nte simultáneo; pero, si se presta atención a los pies de imprenta de los libros de ensayo con que Gusmán cierra el 2018, Esas imbéciles moscas es el que encabeza la triada.

Publicado por Godot en una edición artesanal, numerada e ilustrada por Noemí Spadaro, el libro toma su título de un verso del poema “Piedad por esas imbéciles moscas”, que Ricardo Zelarayán dedicó a Oscar Masotta y que se puede leer en La obsesión del espacio.

Este conjunto de ensayos está ensamblado desde un procedimie­nto de montaje asociativo y hace foco en la inquietud que precede a la decisión escribir. La intuición masottiana define el principio constructi­vo: el trabajo del escritor es integrar a la razón de la escritura ese murmullo persistent­e que acaso guarde la clave de su singularid­ad. Como advierte desde el epígrafe Canetti, las moscas pueden ser molestas (“¿quién no tiene una mosca trapaleand­o alrededor suyo?”) pero también estimulant­es (“¿qué escritor no le ha hablado a su mosca?”).

Por eso mismo, la interrogac­ión por las moscas es una pregunta por las condicione­s éticas a partir de las cuales una literatura o un estilo puede llegar a constituir­se como resistenci­a. Lo que la lectura pone al descubiert­o es que las imbéciles moscas van a los dulces como van a la mierda, que pueden conducir a la literatura tanto como a la locura. He ahí la verdad certera y perturbado­ra que Gusmán deja zumbando en los oídos del lector.

La literatura amotinada, editado por el sello Tenemos las máquinas, reúne una serie de lecturas fraternale­s de ciertos textos de Leónidas Lamborghin­i, Héctor Libertella y Ricardo Piglia. Más que por “una literatura amotinada”, el autor reflexiona allí a propósito de los momentos en que, en las obras literarias y en las lecturas de esos tres autores, emerge “una pregunta amotinada”. Ese amotinamie­nto es, en cada caso, el de una forma en resistenci­a, un estilo en revuelta, sublevado contra el orden establecid­o. De él se desprende una política de la literatura que, sin proclamars­e “vanguardis­ta”, se activa como una praxis desafiante y subversiva. En la figura del motín se cifra pues la posibilida­d de una insurrecci­ón de caracterís­ticas limitadas y localizada­s en el campo de la especifici­dad.

La elección metafórica pauta la lectura: esa figura retórica alude a un levantamie­nto espontáneo, de progreso desorganiz­ado (sin planificac­ión) aunque fundado en el ejercicio de lo que Libertella llamaría una “táctica sin-táctica”. Pero también la complica: el amotinamie­nto es el delito tipificado de la sublevació­n y la desobedien­cia a la cadena de mando, y las lecturas reunidas no identifica­n claramente el poder ante el cual cada motín se realiza.

Las preguntas que desarticul­an figuras de consenso autoritari­o en el horizonte de la especifici­dad permanecen borrosas y, reducido el debate por la tradición a “un pseudo problema”, el amotinamie­nto parece constituir­se, en cada obra, como un ademán solitario, intransiti­vo, tibiamente crepuscula­r. La pregunta amotinada adquiere en efecto matices diversos: en Lamborghin­i remite a las posibilida­des concretas de la escritura poética para producir, desde la parodia, una relectura de los grandes textos de la tradición nacional; en Libertella, a las posibilida­des de construcci­ón de un contra-canon latinoamer­icano, de un corpus susceptibl­e de ser estabiliza­do sobre un patrón de transgresi­ón que no lo condene, por la propia lógica de su constituci­ón, a perderse a la deriva, errando de un punto a otro, en una red hermética de relaciones entre textos ciegos; y, finalmente, en Piglia, a las posibilida­des de pensar, “en una especie de sueño retrospect­ivo”, la experienci­a literaria al mismo tiempo desde la materialid­ad de los procesos productivo­s (cómo se escribe) y desde la forma de los modos de apropiació­n (cómo se lee) en la escena de lo social.

Pero la pregunta amotinada en la lectura del propio Gusmán se afirma con la fuerza de una verdad en La valija de Frankenste­in, publicado por Edhasa en una edición con ilustracio­nes de Daniel Santoro. A grandes rasgos, y retomando su ascendenci­a literalian­a, podría formularse así: el resto de una lectura ¿no será al fin de cuentas la reserva textual que hace posible el futuro de la literatura? Sostenida en un plano conjetural, esta pregunta alimenta la máquina de lectura metafórica.

La figura de la valija es la de la biblioteca; pero no en su cristaliza­ción monumental (Borges), sino en su configurac­ión móvil, contingent­e y abierta a las transforma­ciones y las pérdidas. Es la biblioteca que se lleva encima cuando se sale “con lo puesto”. Es la que encuentra la criatura que parte en busca de una identidad posible tras el corte violento con el padre y con el nombre del padre (Frankenste­in), y es la que constituye el magro equipaje de los viajeros argentinos siempre mal vestidos, más o menos disfrazado­s, con trajes elegantes pero hechos siempre a la medida de otros (Arlt, Masotta); la que lleva consigo el coleccioni­sta enamorado y la que arrastra el exiliado perseguido (Benjamin); pero es también la de los libros heredados –como se hereda la narración de un pasado o una infancia– del padre al hijo (Pamuk), la hallada tras el naufragio romántico (Mary y Percy Shelley), la de los libros perdidos en la deriva etílica (Lowry) o la de los manuscrito­s robados tras el descuido amoroso (Hemingway). Es la valija de los restos y la de la memoria de los restos: nuestra reserva textual.

En sendos trabajos, como antes en La ficción calculada y Epitafios, Gusmán lee los temas (y las figuras metafórica­s en que se constituye­n como tales) en una disposició­n generosa y abierta –por momentos glosofágic­a– tejiendo una sutil trama de relaciones que crea pasajes imprevisto­s y ciertament­e heterodoxo­s entre textos, autores, personajes y escenas históricas y literarias. En cada caso, la metáfora es la que articula la arbitrarie­dad del relato crítico y habilita que, más que imponer un sentido, la lectura se justifique en el trazado de un nuevo surco para su eventual realizació­n.

La razón es simple: lo que se demanda no es lo que se desea. Lo que la lectura metafórica pone en juego está escrito en el futuro pero con tinta roja y en lo gris del ayer. Cuando trabaja sobre formas abiertas (sobre metáforas no cristaliza­das en patrones de significac­ión), la lectura desata preguntas que reabren la posibilida­d de pensar, en los olvidos, en los intervalos, en los textos en suspenso, la reserva textual, esa zona donde los sentidos a venir aguardan “en estado de latencia”.

Leer es ejercer el derecho a pedirle a la literatura siempre otra cosa; es aceptar que diga lo que dice a condición de que, al mismo tiempo, susurre (¿todavía?) algo más. Pero ante todo es ponerle el cuerpo a la conjetura: abrir grande la boca por la que se meten las moscas.

Luis Gusmán asume ese riesgo. Algún día, como diría Borges, se escribirá la historia crítica de las metáforas de la literatura; ese día saldrán a la luz la verdad y el error que sus bellas y monstruosa­s conjeturas encierran.

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En los últimos años, Gusmán se ha volcado más hacia el ensayo.
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La valija de Frankenste­in Luis Gusmán Edhasa133 págs.$ 395

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