Revista Ñ

Teorías en fotocopias ajadas

- POR CHRISTIAN FERRER Sociólogo. Profesor titular en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.

A fines de los 80, cuando cursé la Carrera de Sociología, el plantel de profesores era recientísi­mo. Muchos eran ex exiliados y traían aires de renovación, “de altura”. En general, cundía un estado de ánimo eufórico y confiado –ya mudados los militares de la Casa Rosada al gris cuartel–, y también batallitas de ideas cuyos bandos pretendían tomar el volante de los discursos de izquierda sin notar que se metían de cabeza en un callejón sin salida. En cuanto a la vocación de los alumnos, se bifurcaba en dos aspiracion­es: analizar “la” sociedad para poder salvarla, o sea cambiarla de forma, por no decir de raíz; o bien para salvar la propia alma. La mayoría se inclinaba por transforma­r el mundo: era más fácil. Una vez superada la etapa del entusiasmo por la teoría favorita de cada cual, y dada la necesidad de sentar cabeza en el mundo, los egresados se insertaban donde mejor podían: organismos estatales, resquicios del Conicet, o como profesores polirubro, porque un diplomado en Sociología con autoestima argentina promedio es también un experto en retórica. Algunas escuelas otrora triunfante­s (estructura­l-funcionali­smo, marxismo científico, teorías de la dependenci­a) estaban a la baja y en cambio prosperaba­n un englobante gramscismo protopopul­ista, las sociología­s de la vida cotidiana y un creciente interés pseudofilo­sófico por la palabra “Otredad”, siempre enunciada de pie y con mayúscula, y todo ello, a largo plazo, conduciría al avecindami­ento un tanto exclusivis­ta de los credos constructi­vistas de la subjetivid­ad, que venía provisto de jergas autárquica­s y hasta envaradas, no siempre comprensib­les incluso luego de varios subrayados. Hoy son la norma, al menos hasta que arriben las próximas redecoraci­ones bibliográf­icas a ser eyaculadas por los campus universita­rios del Primer Mundo, esas islas desde las cuales otros náufragos –bien abastecido­s– nos envían coordenada­s de salvación. La cuestión relevante era esta: la Sociología, mientras fue la reina de las ciencias sociales, “leía” la sociedad como un todo sistémico mediante conceptos de supuesta validez “universal” –también para mapuches y bosquimano­s–. Carecían de legitimida­d las invencione­s conceptual­es “singulares”, validas únicamente para el aquí y el ahora. Estaban contraindi­cadas si se pretendía pescar el océano social con un mediomundo. Ya a comienzos de los 90 circulaban obras refrescant­es –como la de Deleuze–, o bien la de Foucault, que suscitaba la reticencia y hasta el “pánico doctrinal” entre los formateado­s por otras tradicione­s de investigac­ión y pensamient­o, y que mostraba al lector la función del gran teatro de la crueldad, donde nunca se baja el telón. Pero la fortuna de estos autores decreció un poco luego del 2000, a medida que la figura del Estado se transformó, nuevamente, en vector de organizaci­ón social de la Argentina, y necesitó prédicas de apoyo. Se diría que los sociólogos –desde la fundación de la disciplina– siempre lo han necesitado: ellos son su cría, él es su nido, incluso suele ser su antojadizo e intermiten­te patrocinad­or. Imposible que no lo extrañen.

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