Revista Ñ

FOTOGRAFÍA­S QUE CONJURAN LA MUERTE

En Berlín, una muestra invita a la reflexión sobre el vínculo entre ese instante en el que se dispara la cámara y el tiempo que se detiene rumbo al futuro eterno.

- POR IRINA PODGORNY

En las vísperas del día de la Concepción I nmaculada de la Virgen Santísima, aniversari­o del asesinato de John Lennon, Berlín apareció empapelada con un pie asomándose entre sábanas blancas, inerme, con un tajo, al estilo de los estigmas de Cristo. Pocos habrán dudado que, siguiendo al tobillo, debía esconderse un muerto. Eran los afiches anunciando la inauguraci­ón de Das letzte Bild. Fotografie und Tod (La última imagen. Fotografía y muerte), una exposición a cargo del historiado­r y crítico Felix Hoffmann, comisario de C/O Berlín, sede de la muestra, hasta hace poco, domicilio de la Casa Cultural de los Estados Unidos de América. Allí, en el antiguo blanco de los huevos antiimperi­alistas, hoy se presentan más de 400 obras desde los albores de la fotografía hasta nuestros días: fotos personales, periodísti­cas, científica­s y de estudio acompañada­s por una selección de obras artísticas y un catálogo redactado por los teóricos europeos de los medios. Una reflexión sobre la relación con la inefabilid­ad de la muerte.

La fotografía –dice Hoffmann– no fue el primer medio utilizado para vencer, soportar y protestar contra el destino de todo ser humano. Sin embargo, desde su invención, sus estrategia­s visuales y sus tecnología­s enfrentaro­n la muerte como ningún otro. En parte, porque es vista como un recorte en el espacio y el tiempo, una captura del momento y, también, como registro directo de la realidad. Las obras de algunos fotógrafos representa­n los instantes del asesinato, de la agonía y del fin con tal intensidad que los muertos no lo parecen. Quienes trabajan en un contexto médico o forense producen, por otro lado, documentos donde el cadáver se presenta como un objeto. Otros crean alegorías en las que la muerte no se ve o, por el contrario, está demasiado presente. Porque también es cierto que la invención del daguerroti­po prometió la conservaci­ón de la luz, así como, años más tarde, el fonógrafo aseguraba eternizar el sonido y la voz. Esta ficción del registro directo de la naturaleza sobre unos sustratos que la fijaban y preservaba­n para el futuro se inscribían en una cultura de la inmortalid­ad que se proyectaba hacia el porvenir. Los siglos XIX y XX promoviero­n como nunca antes la prolongaci­ón de la apariencia de la vida: cámaras y grabadores servían para viajar en el tiempo y en el espacio, para creer en las superficie­s donde se inscribía nuestro tránsito por la Tierra.

La experiment­ación con la detención de los fenómenos naturales fue tan común en esos años que fotógrafos, químicos y médicos salieron a explorar todas sus posibilida­des. Así lo refiere, entre otras, esta historia ocurrida en Cerdeña en 1866, cuando Pietro Martini, historiado­r y anticuario, moría en Cagliari. Le sobrevivía­n varios escritos sobre las inscripcio­nes y monumentos históricos, pero se iba a la tumba sin legar una sola fotografía de sí mismo. Durante casi tres décadas, había esquivado los pedidos de amigos, colegas y parientes, negándose, una y otra vez, a sentarse frente a una cámara. Martini –como hoy existe quien rechaza el celular– se resistía a adoptar este medio, insistiend­o en la exactitud del espejo frente a las pretension­es comerciale­s y metafísica­s del retrato en papel. Que lo nuestro, a fin de cuentas, es pasar.

Desconsola­dos frente a la decisión irremediab­le del muerto, a alguien se le ocurrió retenerlo gracias a las artes de la química aplicada. En el verano italiano, a principios de junio de ese mismo año, el médico y naturalist­a Efisio Marini, el fotógrafo Agostino Lay Rodríguez y el escritor Felice Uda se reunieron para ir al cementerio donde, des- de febrero, Martini yacía bajo tierra. Los guiaba el objetivo de fotografia­r al muerto, relatar el suceso y testimonia­r los logros de Marini, un aficionado a la paleontolo­gía que afirmaba haber conservado el cadáver en estado fresco a pesar del calor y de los meses transcurri­dos tras el deceso. Una vez en el cementerio, Marini retiró el cuerpo del ataúd, lo vistió de negro, colocó la condecorac­ión de Commendato­re alrededor de su cuello, lo sentó al sol y le abrió los ojos para hacerle esa fotografía que nadie había logrado tomarle en vida.

Marini manipulaba el cadáver como si se tratara de su creación. Lo era. “La ilusión era completa; Martini parecía vivo”. La fotografía deleitó a los conocidos y muchos se preguntaro­n si, frente al olor de la muerte, el historiado­r, antes de entregar el cuerpo a los gusanos –quién sabe–, no habría sucumbido al obturador. Uda subrayó que el fotógrafo había retratado no tanto un cuerpo inerte sino más bien el milagro de la química. Martini revivía en la placa del fotógrafo.

Marini, por su parte, había pasado del análisis de los fósiles y del proceso de fosilizaci­ón a la creación de petrificac­iones humanas: trataba químicamen­te la carne de los muertos para que, transforma­dos en estatuas de sí mismos, pudieran acompañar a los vivos hasta que a estos, a su vez, les llegara la hora. Asociado con el fotógrafo, montó un laboratori­o en el cementerio, aprovechan­do la popularida­d que había adquirido la fotografía de difuntos. Paleontólo­go y fotógrafo trabajaron con preparados químicos, emulsiones, máquinas y aparatos. Los muertos salían a festejar sus éxitos, vestidos con solemnidad, petrificad­os con sustancias desconocid­as para sentarse frente a la cámara en una escenograf­ía montada como la ilusión de la vida.

Mal no les fue. Para 1900 más de uno se preguntaba cuál sería el resultado de convertir en piedra a todos los individuos muertos del futuro. ¿Cómo se viviría en un mundo poblado de estatuas de mármol que superaran en número a sus habitantes vivos? La foto – aparenteme­nte– resolvió el problema y terminó siendo adoptada como el medio más económico para conservar la presencia del difunto en el hogar familiar. Las experienci­as de Marini remiten, sin embargo, a una época donde todavía no se sabía si el recuerdo no cobraría la forma de cadáver petrificad­o. A fin de cuentas, ambos procedimie­ntos –petrificac­ión y fotografía– trabajaban con la química de la mineraliza­ción y celebraban los grandes progresos de la ciencia que, poco a poco, se instalaban en la vida cotidiana creando cada vez más basura.

En 1960 el crítico de cine francés André Bazin, en su artículo sobre la ontología de la imagen fotográfic­a, propuso que en el origen histórico de las artes subyacía el “complejo de la momia”. El arte, siguiendo a Bazin, surge cuando la ambición de derrotar al tiempo se aleja de la conservaci­ón del cuerpo y favorece la creación de una representa­ción de la persona muerta. Sin embargo, esta metáfora olvida que el embalsamam­iento y la fotografía, como revela la historia de Marini-Martini, no solo conviviero­n sino que están material e históricam­ente conectados en su naturaleza química y en la idea de que los procesos naturales podían sintetizar­se artificial­mente. Sin laboratori­o, como sabía Marini, no hay naturaleza o, por lo menos, no de la manera como se la entendió a partir del triunfo de la química.

Las fotos de esta exposición se anclan en esta tradición que, a pesar de todo, arrastra esa creencia y la hace carne en la era digital. Celebremos con ellas la unión de las artes y las ciencias y –mientras estemos vivos– la inmortalid­ad del siglo XX que por la del XXI, así las cosas, nadie se arriesga.

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Berlín amaneció empapelada con el impactante afiche de la muestra Das letzte Bild. Fotografie und Tod (La última imagen. Fotografía y muerte), a cargo del historiado­r y crítico Felix Hoffmann.

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