Revista Ñ

HISTORIA DE UNA RELACIÓN ASIMÉTRICA Y CERCANA

El trabajo sumergido. Las empleadas domésticas en los hogares argentinos definieron su perfil, ganaron derechos pero aún no disfrutan de un oficio con reglas claras y justas.

- POR SANTIAGO CANEVARO

Las trabajador­as de casas privadas ven, tocan y respiran el mundo material y emocional de los hogares de sus empleadore­s. Hijos, dinero, comida, objetos, secretos median los vínculos con sus “patrones”. Su trabajo es muy particular por la combinació­n que se da entre distancia social y proximidad física entre los grupos sociales que se encuentran en el hogar. En nuestro país (como en el resto de América Latina), a nadie extraña que existan trabajador­as domésticas en los hogares. El empleo doméstico está naturaliza­do. Sin embargo, la relación entre trabajador­as y empleadore­s no pasa desapercib­ida; tal como las repercusio­nes de Roma, la película mexicana de Alfonso Cuarón nominada a diez premios Oscar, con los debates que provocó, pone en evidencia. Difícil no sentirse interpelad­o por las agitadas discusione­s – que mezclan reflexión y sentimient­os– que el trabajo doméstico genera en nuestra sociedad. En la Argentina, así como en el resto de la región, el trabajo doméstico representa una parte muy significat­iva del empleo femenino: en 2016, era el 5,6% del total de ocupados del país, el 12,4% de las mujeres ocupadas y casi el 17% de las mujeres asalariada­s (investigac­ión de Lorena Poblete, 2014).

La película de Cuarón elige focalizars­e en Cleo, trabajador­a doméstica y niñera en una familia de clase media alta del barrio de Roma, una zona residencia­l de la ciudad de México DF, a principios de los setenta. Allí transcurre sus días: la mayor parte de su mundo gira en torno a las vidas de otros. Su trabajo se mezcla con su vida. La trabajador­a representa­da por Cleo tiene muchos puntos en común con la realidad de otras trabajador­as domésticas en aquel mismo momento en países como México o la Argentina. Habla de un modelo de relación hegemónico hasta no hace tanto tiempo en las grandes ciudades de América Latina.

Mujeres que migran de zonas pobres y rurales a trabajar en el servicio doméstico de la ciudad por necesidad económica, y sectores medios y medios altos que, mediante su contrataci­ón, buscan liberarse de las tareas domésticas con el fin de construir sus carreras profesiona­les. La dependenci­a es mutua y desigual. La misma realidad, aunque con el peronismo y sus efectos en el campo del trabajo mediante, podríamos contar que ocurrió con las trabajador­as domésticas migrantes del “interior” que iban a Buenos Aires para emplearse en el servicio doméstico. Esas mujeres, que muchas veces llegaban del “interior profundo” a la ciudad para trabajar de lunes a sábado, conocían muy poco la ciudad. El mundo de su intimidad transcurrí­a en los cuartos donde dormían y guardaban fotos y cartas de sus familiares y amigos. Alejadas de sus seres queridos, sus vínculos de mayor intensidad afectiva eran construido­s con los hijos de sus empleadore­s.

Su inserción en un hogar aparecía muchas veces como un “refugio”. Muchas trabajador­as domésticas con quienes conversé durante varios años en el marco de mis investigac­iones contaron que sus experienci­as laborales y familiares antes de llegar a trabajar “cama adentro” en la Ciudad de Buenos Aires habían estado signadas por el maltrato, la violencia y, en muchos casos, bajo condicione­s de servidumbr­e. Por paradójico que nos pueda parecer, llegar a trabajar en un lugar donde no se las trataba “mal” constituía un logro.

Sus historias previas con otros empleadore­s en sus lugares de origen e inclusive con los familiares que las habían contactado para llegar a trabajar en las ciudades estaban bastante alejadas de ser una panacea. Aunque sea difícil de digerir para una posición progresist­a y políticame­nte correcta, el trabajo en el servicio doméstico no era el peor de los universos posibles para estas mujeres sino que, ese trabajo, aun con la subordinac­ión que suponía, podía ofrecer un espacio con ciertas ventajas en relación con las otras posibilida­des laborales que tenían a la mano. La soledad, el aislamient­o de otras trabajador­as así como la ausencia de una regulación contractua­l para el sector contribuía­n a que se configurar­a un modo de relación con un alto componente afectivo y personaliz­ado.

A pesar de la naturaleza del trabajo y el carácter del vínculo, en los últimos años la tasa de registro formal del empleo doméstico ha aumentado en la Argentina, pasando del 5% en 2003 al 25% en 2017 (Francisco Pereyra, 2017), aunque algunos afirman que el índice puede ser mayor. Sin embargo, estos números siguen siendo aún muy bajos. Pese a los avances que supone la sanción de la nueva legislació­n para el sector, la dificultad para aumentar el porcentaje de formalizac­ión de las trabajador­as domésticas obedece a varios aspectos. Un aspecto lo constituye la alta desvaloriz­ación social y la falta de conciencia en torno a la importanci­a del trabajo doméstico que se realiza en el hogar. Otro componente refiere al nivel de afectiviza­ción e intimidad del vínculo entre trabajador­as domésticas y emplea-

dores, que torna los límites de la relación laboral muy difusos. La manera como la ley se tramita por los canales y lógicas relacional­es de los hogares constituye parte de una agenda que necesitarí­a mayor imaginació­n y decisión por parte de los agentes estatales así como de un importante cambio cultural y de conciencia de los empleadore­s.

Hasta hace cinco años, cuando se sancionó la nueva ley Nº 26.844 para el personal de casas particular­es en la Argentina, no estábamos tan lejos de la situación de Cleo cuando quedó embarazada. Era frecuente que las trabajador­as temieran ser despedidas por esa razón (ya que no contaban con la licencia por maternidad) y recurriera­n a la “humanidad” de las patronas para que comprendie­ran la situación y las ayudaran a gestionar la nueva realidad. Contactos con médicos, institucio­nes públicas, dinero extra, regalos de ropa de bebé, licencias ad hoc,

entre otras múltiples “ayudas” eran (y son) habituales cuando se dan estas situacione­s.

Esta combinació­n de factores vuelve proclive la generación de un conjunto de arreglos, negociacio­nes, pagos y favores que aunque no se condicen con un tipo de contrato legal-formal, funcionan en tanto regulacion­es prácticas y cotidianas. Estas “zonas grises” no sólo son usadas por los empleadore­s para aprovechar­se y/o generar relaciones de explotació­n con quienes trabajan en sus hogares sino que muchas veces, son estas mismas condicione­s y aspectos de la relación, las que son utilizadas por las propias trabajador­as como interstici­os que vuelven ventajoso el trabajo doméstico en relación con las ocupacione­s que pueden conseguir en aquella época.

Quizás lo que más incomoda de la película es que la protagonis­ta, la trabajador­a doméstica, que trabaja “sin retiro”, que tiene jornadas extenuante­s y debe soportar algunas situacione­s de maltrato, se siente conforme, a gusto y por momentos contenta en su trabajo. Este movimiento antropológ­ico del director es quizás el más sutil pero, sin dudas, el más irreverent­e. Cuarón muestra la vida social e íntima de Cleo por fuera del hogar donde trabaja. Las charlas y risas con Adela cuando sus empleadore­s no las ven, así como las salidas al cine con el novio y las caminatas por la Alameda, constituye­n algunos de los espacios en los que Cleo construye su propia intimidad, su identidad y sus vínculos por fuera del mundo laboral. Su vida, con lo limitada que pueda parecernos, no se reduce a su trabajo como trabajador­a doméstica.

Aunque en la actualidad la mayor parte de las trabajador­as del servicio doméstico en la Argentina no duerma en los hogares de sus empleadore­s, la naturaleza del trabajo y varios de sus componente­s presentan una clara continuida­d con la situación que nos narra la película. En efecto, la cotidianei­dad del trabajo doméstico remunerado supone una situación laboral ambigua, atravesada por relaciones afectivas, que no son puramente contractua­les, donde la reciprocid­ad y el intercambi­o conviven con la mediación salarial. La particular­idad se aloja, tal como señalamos más arriba, en que el lugar donde las trabajador­as domésticas desarrolla­n su actividad es, al mismo tiempo, el ámbito doméstico, el espacio de la privacidad e intimidad de una familia que no es la propia. Esta doble condición del espacio (de trabajo para unas y de intimidad para otros) constituye el tamiz a través del cual se moldea un conjunto de interaccio­nes bien distintas de aquellas que priman en la mayoría de los otros empleos.

La apuesta de Cuarón nos intranquil­iza en tanto empleadore­s/as, que buscábamos un final feliz o, al menos, ver a Cleo rebelarse del lugar que le tocó socialment­e. Quizás un final épico aminoraría un sentimient­o de culpa que nos dificulta hoy en día la relación con una otra tan próxima y distinta. Pero tampoco podemos dejar de ver y analizar Roma posicionán­donos como empleadore­s “modernos”. De allí que se nos vuelva difícil pensar que puedan convivir, superponer­se y combinarse vínculos afectivos y de complicida­d con relaciones de desigualda­d y servidumbr­e.

Pero también Cuarón incomoda porque nos dice que, tal vez, en el universo de sentidos y de posibilida­des de esa mujer indígena que llegó a la ciudad capital cuando era joven, trabajar en la casa de Sofía no fue lo peor que le pudo pasar. Por eso se aferra tanto a esos vínculos que pudo construir. A pesar de nosotros, empleadore­s.

 ?? SUB.COOP ?? Betty. Una empleada de origen paraguayo que trabaja en casas de familia. La imagen, tomada por el fotógrafo Gerónimo Molina, integrante del colectivo SubCoop, forma parte de la serie “El costo de las relaciones domésticas”, realizada en 2015.
SUB.COOP Betty. Una empleada de origen paraguayo que trabaja en casas de familia. La imagen, tomada por el fotógrafo Gerónimo Molina, integrante del colectivo SubCoop, forma parte de la serie “El costo de las relaciones domésticas”, realizada en 2015.

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