Revista Ñ

La lengua de los estados nerviosos

Leo Perutz. La novela del austríaco fue alabada por Theodor Adorno y Robert Musil, quien le atribuyó la creación de un nuevo género literario.

- POR EZEQUIEL ALEMIAN

Leo Perutz: Robert Musil le atribuyó la creación de un nuevo género literario, la “ficción periodísti­ca”, y el crítico Friedrich Torberg definió sus novelas como el “posible resultado de una unión ilícita entre Franz Kafka y Agatha Christie”. En su Teoría estética, Theodor Adorno escribió que era una creador de intrigas genial, y Alfreded Hitchcock confesó entusiasma­do a François Truffaut que su primera gran película, El inquilino, sobre un misterioso pensionist­a que parece ser un asesino serial, estaba inspirada en una escena clave de la novela de Perutz Mientras dan las nueve.

Nacido en 1882 en Praga, en una familia judía que no seguía las tradicione­s judías, exponente destacadís­imo del modernismo de Viena (ciudad en la que se instaló con sus padres a los 20 años), a fines de los 30 Perutz vivía exiliado en Tel Aviv con su segunda mujer y tres hijos, soportando serias dificultad­es económicas porque sus libros se habían prohibido en la Alemania nazi y el negocio textil de la familia, que manejaba su hermano, caía en picada.

Sus agentes sondearon entonces nuevos mercados y en 1944, en Buenos Aires, traducida por Erwin Teodoro Engel para la editorial Élan se publicó Turlupin, primera novela de Perutz en castellano.

Meses antes se había estrenado en el cine Historia de la noche, adaptación de Luis Saslavsky de la segunda obra de teatro de Perutz, Mañana es fiesta. “El autor no se había dado cuenta de quién era el personaje central de su historia y le dedicaba sólo cuatro o cinco escenas. Ampliando ese papel, me dije, la película sería un éxito. Así lo hice y acerté”, confesaría después Saslavsky. La película fue un gran éxito, y una de las primeras adaptacion­es importante­s que hizo el cine argentino.

En el 45 se publicaron en Buenos Aires otras tres novelas de Perutz, todas por Editorial Argonauta: Mientras dan las nueve (trad. David. J. Vogelmann), El marqués de Bolibar (trad. Annie Reney y Elvira Martín), y El tizón de la virgen (trad. Perdomo).

El mayor espaldaraz­o lo recibió sin embargo al año siguiente, cuando Jorge Luis Borges, que lo admiraba mucho, y a quien se atribuye el empuje para la publicació­n de estos libros, incluyó El maestro del juicio final (trad. Martín y Reney), quizás la mejor y más conocida novela de Perutz, en El séptimo círculo, la colección de policiales que dirigía con Adolfo Bioy Casares en Emecé.

Escrita en 1923, ahora reeditada en traducción de Jordi Ibáñez, la novela comienza con un “prólogo en lugar de un epílogo”, en el cual el narrador, el barón Bon Yosch, recuerda, en una suerte de exacerbaci­ón de una memoria miniaturiz­ada, las noticias que leía en el diario el día en que lo que va a contar comenzó. Asesinatos, estrenos de ópera, incendios, exposicion­es, huelgas, levantamie­ntos, conspiraci­ones, quiebras.

Literatura de los “estados nerviosos”, que dominaban el mundo de la psicología y las artes en Viena, como recordó Pablo Dreizick en una nota, la novela indaga en un malestar al que no se le puede encontrar origen ni poner nombre, que acecha dentro de cada uno de los integrante­s, casi prototípic­os, de una sociedad en estado terminal: un militar, un médico, un ingeniero, un abogado, un músico, un actor.

Siguiendo los eslabones de lo que parece ser una cadena de suicidios inducidos (no se sabe por quién, ni con qué motivo), el relato se vale para avanzar de una convivenci­a exquisita de los saberes más heterogéne­os: realismo, psicologis­mo, ocultismo, religión, drogas, onirismo. Bon Yosch está continuame­nte despertánd­ose y perdiendo el conocimien­to; son como parpadeos en los cuales funde a negro, convirtién­dose en un otro al que desconoce, capaz incluso de ser un asesino.

El de El maestro del juicio final es un mundo de saberes que se desintegra, amenazando con caer en la locura. ¿La locura se ha apoderado de mí?, se pregunta varias veces Bon Yosch.

La novela exhibe una maestría narrativa, una elegancia de estilo admirable y decadente. Ha alcanzado un grado de eficiencia que no puede sostener. No puede sostenerla porque finalmente es solo formal, casi una sublimació­n de ese otro yo, esa interiorid­ad terrible que terminará por hacerla implosiona­r. Sobre el cierre, el narrador convoca a los fantasmas de Hoffman, de Brueghel el Viejo, de Poe, como último conjuro ante el abismo final.

La vida de Perutz fue un tanto sinuosa. Había trabajado de joven, en Trieste, en la misma asegurador­a que en Praga ocupaba a Franz Kafka. Especializ­ado en estadístic­as, descubrió una “fórmula de equivalenc­ia de Perutz”, que durante unos años se utilizó para determinar tasas de mortalidad.

Voluntario de la infantería imperial, en la Primera Guerra recibió un tiro en un pulmón y pasó un año convalecie­nte. Luego fue destinado al departamen­to de criptograf­ía del ejército. Miembro del Partido Social Democrátic­o, alentó la incorporac­ión de Austria a la Alemania de la República de Weimar. El éxito de sus libros lo llevó a vincularse con Bertolt Brecht, Franz Werfel y Alexander Lernet-Holenia, novelista austríaco que luego sería su albacea literario. Fue correspons­al en Rusia de diarios vieneses y tradujo a Victor Hugo. Cuando Austria fue anexada la Alemania nazi pasó a Italia, y de Italia a Tel Aviv.

Dice Wikipedia que Perutz “no acogió con demasiado entusiasmo la creación del estado de Israel, dada su aversión a todo tipo de nacionalis­mo, y vivió con tristeza la expulsión de Jerusalén de los árabes”.

Sin éxito, intentó varias veces regresar a Europa, hasta que en 1951 recuperó la ciudadanía austríaca y se instaló de nuevo en Viena. Murió de un edema pulmonar en 1957.

Tenía enmarcado en su escritorio un documento en español antiguo que daba fe del origen toledano de su familia, alguna vez llamada Pérez, emigrada durante la segunda expulsión de los judíos en el siglo XVII y era común que amigos o admiradore­s lo llamaran “der Spaniole”. Toda su vida llevó un anillo grabado con una inscripció­n que decía: “A contracorr­iente”.

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Fue herido en la primera guerra y trabajó como correspons­al en Rusia. También vivió en Israel.
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El maestro del juicio finalLeo PerutzLibr­os del Asteroide2­26 págs.$760

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