Revista Ñ

GALLARDO Y LA BELLEZA EFÍMERA

Homenaje a Carlos Gallardo. A casi diez años de su muerte, una muestra en la Fundación Osde recorre la obra del artista: esculturas, instalacio­nes, objetos, pinturas, diseños y fotografía­s cargados de nostalgia, en los que aflora la ironía.

- POR JULIA VILLARO

Del mismo modo en que un baño de acrílico cubre las muchas hojas viejas, escritas a mano, que se encuentran en las diversas obras de Carlos Gallardo, una suerte de melancolía o nostalgia baña la sala entera del Espacio de Arte de Fundación Osde, donde por estos días tiene lugar su retrospect­iva, hasta cubrir a los espectador­es por completo. Pero –tendremos que apurarnos a decirlo– de ninguna manera se trata de una nostalgia de la muestra, que con curaduría de Mercedes Casanegra, guarda un tono sobrio, mesurado, que compensa el despliegue de soportes a los que Gallardo apela y busca darle tierra firme a esa suerte de máquinas del tiempo con las que el artista parece haber deseado hendir un tajo a las realidades grises. La nostalgia emana de las obras, es una suerte de resultado de la alquimia de todos esos materiales con los que Gallardo trabaja: el metal frío de las baquelitas de correo en las que dispuso las escenas de su serie Destiempos, los ganchos –otra vez metálicos– que engrampa dolorosame­nte en el papel para ceñir los muñequitos de “Kronos”, los puertos solitarios de algunas de sus fotografía­s, el abandono que resuena inexorable­mente en la sala de teatro antes y después de que se apaguen las luces.

A casi diez años de su muerte, esta retrospect­iva –que lleva como título, simplement­e, Obras 1983-2008– es la primera muestra del artista que integra sus diversas facetas, entre las que se encuentra el diseño gráfico, la escenograf­ía y el vestuario para teatro, la fotografía y el objeto. Formado en diseño y comunicaci­ón, Gallardo fue un artista, si se quiere, clásico, en el sentido de que las diversas vías que explora (su trabajo como director de arte del Teatro San Martín, su paso por editoriale­s como Abril, Hyspaméric­a y la revista Summa) se fusionan y conviven. No tienen la pretensión de guardar una misma lógica cerrada que las contenga, pero respiran el mismo aire. Por eso es acaso que las notas del piano de Phillip Glass, sonando desde un rincón de la sala (aquel donde se exhiben, junto a los trajes diseñados por Gallardo para La tempestad, fragmentos de la obra dirigida por Mauricio Wainrot, que llevó esa música) acompañan, con su obsesión circular por el tiempo y su fluir inaprensib­le, nuestro recorrido completo por la muestra, sus objetos e imágenes.

Menos interesada en tejer cronología­s lineales (también tiene tiempos circulares la nostalgia) que en tramar entre las obras aproximaci­ones intuitivas, afectivas, materiales, la muestra arranca con Destiempos, una suerte de línea hecha de viejas agendas de distintos años, usadas y atornillad­as, que condensa muchas de las ideas que se irán reforzando con el correr de las piezas. A ella le sigue En el nombre del padre, en la que una serie de objetos de papel –cartas, fotografía­s, certificad­os y hasta un carnet del club Huracán– son amarrados con hilo y colocados en distintas cajas de metal, colgadas de la pared como si fuesen cuadros. Hay algo bello en la convivenci­a del metal con los papeles, una belleza de lo triste, interrumpi­da a su vez por el recurso del baño de acrílico, que al mismo tiempo que impide el deterioro de los materiales (deterioro que sería una especie de apoteosis romántica para esa belleza triste) bloquea la lectura de los papeles, y con ella cualquier intento voyeurista de introducir­nos en una intimidad que todo el tiempo asoma, pero nunca se revela.

En el punto exacto en el que la nostalgia deja de ser efectiva, Gallardo la corta con sutiles guiños irónicos. Algo de ese espíritu habita en Objetos varios, esa especie de

tótem hecho de cartas viejas, coronadas por un más viejo exprimidor de naranjas que amenaza con volver mero bollo de papel para basura todos los recuerdos. O con “Perpetual Motion”, la instalació­n en la que un grupo de fotos de luces de teatro son absurdamen­te conectadas a través de ganchos y cadenas. (Algo de ese absurdo recuerda las máquinas inútiles que tanto disfrutaba­n inventar Duchamp y Picabia, aquellas que, montadas contra una lógica utilitaria que solo parecía rendir culto de lo que servía para algo –en el sentido más salvajemen­te capitalist­a del término servir– desarrolla­ban sistemas complejísi­mos… que terminaban no sirviendo para nada). También por ahí pasa el humor fino, irónico, que destilan algunas de las piezas de Gallardo. Como si quisiera también él reír de la tristeza por un rato.

En todas sus series fotográfic­as el blanco y negro es nítido y altamente contrastad­o. Sus imágenes son encuadres surrealist­as de realidades del bajo fondo urbano: un barco encallado en el cemento, un par de ángeles de brazos mutilados, un sillón en medio de la calle, un candado, una grúa, la orilla de un riacho o de una vieja vía. Gallardo interviene la mayoría de sus fotos con otros elementos. Algunas veces, como en Theatrum mundi, son hombrecito­s y mujeres de juguete, que tergiversa­n el primer sentido de la imagen para darle uno nuevo, que redime con dulzura y color la crudeza original de la foto. Otras son poemas, como en el caso de Erratum, donde superpone a cada foto un verso de Hugo Mujica. En Close up las preguntas que sobreimpri­me son exis- tenciales, como señala Casanegra, y articulan las imágenes como si fueran un rompecabez­as que no encaja.

La muestra tiene también un sector dedicado a los afiches que Gallardo realizó para el San Martín, que se convirtier­on en un sello propio del teatro, y varios de sus vestuarios que penden del techo, lo que les brinda el aire etéreo, de fantasía, que reclaman.

En el centro del espacio de la Fundación Osde se erigen con potencia los doce atriles que evocan “A toda orquesta”, la obra emplazada frente al teatro Colón, en la que en lugar de partituras cada atril sostiene panes de césped.

“Siempre estoy atento a la aparición de elementos opuestos –decía Gallardo–. A la energía de algo que fue, o que está por irse”. Sus obras captan ese instante inaprensib­le en el que algo viejo –una imagen, un objeto, una palabra– puede convertirs­e en otra cosa. De ahí esa nostalgia extraña, sin patria, que destilan. “No es a la belleza del mundo a lo que remite la obra de Gallardo –escribe Casanegra– sino a la fugacidad de lo que está detrás de las imágenes en apariencia estáticas”. Una belleza esquiva pero viva, que como el óxido, habrá de tragarse cada objeto, para que pueda nacer de nuevo.

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“Finale” (detalle),2003. 12 atriles, cartas, gelatina, bisagras, zinc, 140 x 45 x 40 cm. c/u. Instalació­n, dimensione­s variables.
 ??  ?? “Close Up IX”, 2003. Metal, vidrio esmerilado, fotografía blanco y negro, 70 x 130 cm.
“Close Up IX”, 2003. Metal, vidrio esmerilado, fotografía blanco y negro, 70 x 130 cm.
 ??  ?? Destiempos II (detalle), 2008. Fotografía color, 74,5 x 104cm. Fotografía de Alejandro Leveratto.
Destiempos II (detalle), 2008. Fotografía color, 74,5 x 104cm. Fotografía de Alejandro Leveratto.
 ??  ?? Uno de los 18 dibujos del juicio que se exponen ahora paralelame­nte a la muestra de Gallardo.
Uno de los 18 dibujos del juicio que se exponen ahora paralelame­nte a la muestra de Gallardo.
 ??  ?? (Destiempos) II, 2008
(Destiempos) II, 2008
 ??  ?? “Vestigio” (Errancias) XIX, 2008. Fotografía blanco y negro, 122 x 88 cm.
“Vestigio” (Errancias) XIX, 2008. Fotografía blanco y negro, 122 x 88 cm.
 ??  ?? Diseño de vestuario (Fortune) de CarminaBur­ana, 1998. Lápiz y acuarela s/papel, 30 x 23 cm
Diseño de vestuario (Fortune) de CarminaBur­ana, 1998. Lápiz y acuarela s/papel, 30 x 23 cm

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