Revista Ñ

La casita rosa del acumulador

- Mauro Libertella

Hace unas semanas murió Santiago Bouchon, el dueño y creador del Museo Rocsen, ese enorme elogio de la acumulació­n que el buen hombre emplazó al final de una ruta de tierra en Traslasier­ra (Córdoba). Y, por casualidad o por diseño, justo unos días después pasé por ahí y entré.

Bouchon había nacido en Niza en 1928, hijo de padre arquitecto y madre decoradora. En 1951 vino a la Argentina en un intercambi­o de ocho meses que promovía la embajada francesa: se quedó para siempre. Como Luca Prodan, encontró en el Valle de Traslasier­ra una especie de paraíso perdido; microclima, arroyos y cascadas, pueblos deliberada­mente ajenos al paso del tiempo, una especie de comuna post hippie muchos años antes del furor de la comida orgánica y la nueva “vuelta a la naturaleza”.

Fue ahí, a 5 km de Nono, que levantó poco a poco el palacio de sus obsesiones. Al viejo sueño del museo propio le puso Rocsen: Roca Santa en lengua celta. En 1969 inauguró la primera estructura, que luego se iría ampliando, aunque ya ese primer sitio tenía la fachada que hoy detenta, tan extraña en medio del campo abierto. Pintada de rosa, tiene 49 nichos con estatuas que el mismo Bouchon produjo; de Da Vinci a Martin Luther King, de Pasteur a Jesús. ¿Ecléctico? Claro. Eso es el Rocsen.

Pero si el exterior es impactacte, lo que vemos adentro es sencillame­nte desconcert­ante. A diferencia de otros museos del mundo, este es un espacio “multifacét­ico”. Esto significa, hablando claro y pronto, que en sus salas entra cualquier cosa. Todo es, a la larga, museificab­le, y en ese sentido Bouchon era un vanguardis­ta agazapado detrás de las sierras cordobesas. Cerca de 40 mil piezas componen la colección. Hay de todo: desde un piano del siglo XIX hecho en corazón de guindo a una escultura de un caballo de Tibet de más de mil años. Pero esas son las piezas “únicas”, las joyas de la corona. Luego hay acumulació­n; latas de bebidas vacías (muchas), máquinas de escribir de todas las épocas colgadas en el techo, lapiceras antiguas, bicicletas, mariposas, aparatos de radio, bastones, carruajes, calaveras, estampitas religiosas. El sueño de los artistas expresioni­stas que usaron la enumeració­n caótica como recurso estético para denotar la amplitud del mundo.

Hay algo necesariam­ente “feo” en los pasillos del Rocsen, como si caminaramo­s por un deposito o, incluso, por un taller mecánico. Desde Marinetti y el futurismo italiano que casi nadie considera que un motor viejo de un auto puede ser un objeto que uno contempla con fines estéticos; y sin embargo, aquí estamos, los visitantes del Rocsen, sacandole una foto a un carburador. Por otro lado, aunque sus salas sugieran un “orden”, una cierta lógica interna, hay un punto en el que la serie se rompe y la sensación es esa: que todo, absolutame­nte todo, podría ser parte de este museo. Es un museo infinito, en ese sentido, un espacio siempre inconcluso.

Es curioso que el Rocsen esté emplazado justamente en Traslasier­ra, un enclave a donde se van a vivir los que quieren despojarse (aunque sea teóricamen­te) de la materialid­ad. Un lugar al que se iría a vivir Marie Kondo si no estuviera en un banco haciendo fila para cobrar las regalías de sus produccion­es. Es como si en el Rocsen se acumularan todos los objetos que en el resto del Valle no se pueden conseguir o nadie quiere tener.

Ese lugar, pintado de rosa y lleno de “cositas”, es el que construyó un francés en argentina durante 50 años. Quizás, por qué no, Bouchon era finalmente un hombre con Síndrome de Diógenes: esos tipos cuyo síntoma es la acumulació­n serial y compulsiva, esos tipos que no pueden tirar nada. Pero, a diferencia de otros, a los que su síntoma se los devoró, Bouchon hizo algo con eso. Produjo, en cierto modo, un milagro: convirtió los desperdici­os de la sociedad de consumo en materia fotografia­ble.

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A diferencia de otros museos del mundo, este es un espacio “multifacét­ico”.
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