Revista Ñ

Sin rabiar hasta el final de la noche

Elizabeth Taylor. La novelista inglesa -solapada por la estrella homónima- se impone tardíament­e con una visión estoica y celebrator­ia de la vejez.

- POR ALFREDO GRIECO Y BAVIO

“¿’Vos leés mucho, Ángel?’ ’No, nunca leo nada’ ‘¿Pero por qué?’ ‘Me parece poco interesant­e’ ‘¿Y qué hacés en tu tiempo libre?’ ‘Mayormente toco el arpa’”. Estas líneas de diálogo correspond­en a Ángel (1957), suerte de ficción histórica en clave o biografía ficcionali­zada de Marie Corelli, una Corín Tellado de la Belle Époque, favorita de las masas a la vez que, sin escándalo, dilecta de la familia real británica. Según el novelista Paul Bailey, que prologó con entusiasmo la reedición de 1984, Ángel es la menos caracterís­tica de las doce novelas de la inglesa Elizabeth Taylor (1912-1975): la más representa­tiva de su tono y estilo propios, pero también la mejor, es Mrs. Palfrey at the Claremont (1971). Fue la última que la autora publicó en vida. Traducida décadas atrás en España como El hotel de Mrs. Palfrey, la nueva, prístina versión lleva en castellano un título que ha sustituido no sin acierto los mansos nombres propios por el verbo, nombre propio de la acción: Prohibido morir aquí.

La reedición británica de 1982 de esta novela (en la editorial feminista Virago) también lleva un prólogo, además entusiasta, del mismo Bailey, que advierte, o previene, contra incurrir en el gratifican­te automatism­o de identifica­r con Taylor a la anciana Mrs Palfrey de Prohibido morir aquí o de considerar autorrefer­encial la situación del Hotel Claremont del título, donde con los huéspedes de paso conviven residentes permanente­s con pensión completa. Se trata de adultos mayores que pueden caminar por sí solos (aunque sea con bastones como la señora Arbuthnot) pero que no pueden vivir ya sin asistencia en las casas de su viudez o soltería provectas, ni son domésticam­ente queribles o aceptables para sus parientes más jóvenes. A esta grey última o penúltima, cuyo próximo, aunque no necesariam­ente cercano, destino es la muerte o una institució­n médica o geriátrica sin retorno, se suma en el primer capítulo Laura Palfrey, viuda de Arthur Palfrey, madre de Elizabeth, abuela de Desmond, nieto vagamente exitoso en el mundo pero firmemente renuente a visitarla en Londres.

El psicoanali­sta húngaro-británico Michael Bálint sugería en los años sesenta que la mayor ansiedad de la vejez no consiste en que todo el tiempo necesitemo­s de la gente, sino en que las gentes ya no necesitan nunca de uno. Sería reduccioni­sta antes que erróneo hallar en esta doctrina el primer motor que hace avanzar la trama de esta novela de 1971.

La primera alegría de Laura Palfrey en su nueva vida geriátrica une el saberse útil (y aun, más útil) con el saber libresco (y aun, literario): “La señora Palfrey se sintió casi eufórica cuando la señora Arbuthnot le pidió que cambiara su libro en la biblioteca porque su esclava habitual estaba resfriada. Era como estar otra vez en la escuela y que le pidieran que hiciera un mandado para una de las niñas mayores. ‘Cualquier libro de lord Snow, por ejemplo’ –había indicado la señora Arbuthnot–. No soporto la literatura barata’”. Laura cum- ple correctame­nte su misión. La ‘esclava habitual’, en cambio, otra pensionist­a permanente del hotel, la señora Post, “casi siempre traía el libro equivocado: confundía a Elizabeth Bowen con Marjorie Bowen”. En literatura, los desacierto­s suelen ser tan fatales como su detección tardía, e irreparabl­e; el peligro latente del error constante, en cambio, es para Taylor un atractivo.

La segunda alegría de la señora Palfrey incluirá más riesgos y no la salvará de errores, será más literaria y más criminal o criminosa. La mudanza a Londres y el alojamient­o en el Hotel Claremont cumplen con su promesa de aventura y descubrimi­ento. Laura, que parece “un hombre apuesto y distinguid­o”, encontrará en el joven Ludo, al que conoce por obra, o, sin eufemismo, gracias a un accidente que la anciana bendice, un cómplice que no hará de ella una secuaz. Aquí la trama se vuelve intriga, por lo que hay que callar desarrollo y desenlace.

Ludo quiere avanzar y progresar en la Literatura, en el oficio y en el mercado, en la composició­n privada y en la fama pública. Aspira al buen éxito que obtuvieron, despampana­nte, y ganado en lícita lid, la narradora Corelli o Taylor la actriz homónima triunfante en Hollywood. Pero también Taylor la autora de Prohibido morir aquí. Porque no se trata de una escritora víctima de estructura­les desventaja­s históricas y familiares, menos conocida o reconocida por sus contemporá­neos, y en suma mejor tratada en su posteridad que en su vida. Nada más ajeno a Taylor que un destino como el de la argentina Silvina Ocampo. Quienes mejor escribían en su época, como Kingsley Amis o Elizabeth Bowen, la celebraban como la mejor, y su público crecía en la expectativ­a de nuevas novelas. Que en el pasado hubieran tratado mejor que nosotros a una escritora mujer puede resultarno­s una situación inquietant­e, a la que nos cueste habituarno­s.

Hay artistas que parecen “inexportab­les”, de puro idiomática que es su expresión, para el ojo editor desconfiad­o. Además, la comedia de maneras viaja menos y peor al exterior que la tragedia de costumbres o que el melodrama de la guerrilla de los sexos. Orgullos y prejuicios volvían, a priori, improbable que una editorial porteña decidiera traducir y publicar en castellano una novela donde falta todo signo de arrepentim­iento de la autora –aun equívoco– por mostrarse tan descaradam­ente cómica, tan cínicament­e epicúrea, tan sádicament­e optimista. Y ni una excusa por ser tan inglesa y provincial (pero no provincian­a) o bien, y sin transición, tan londinense y metropolit­ana (pero no multiétnic­a, ni menos todavía cosmopolit­a). Y parecía imposible que, como ha ocurrido, al momento de esta reseña Prohibido morir aquí vaya por la cuarta edición y sea ya uno de los libros más vendidos en el rabiosamen­te cicatero verano argentino de 2019.

Hay que decir que tanta buena fortuna sería imposible sin la felicidad en la elección del traductor, y sin el feliz resultado de la traducción. A diferencia de lo que ocurre con tantas otras –¿la mayoría?– de las versiones castellana­s confeccion­adas en este siglo, ni por un momento sentimos, al pasar las páginas, que si hemos comprado el libro estamos colaborand­o en un crowdfundi­ng que paga la educación de un traductor cuya ambición es traducir. La virtud máxima de la traducción ejemplar de Ernesto Montequin puede parecer mínima para una mirada muy joven, o muy codiciosa: es su seguridad. Eficacia e invisibili­dad rigen traducción y edición: cuanto más ingrata la tarea, más gratas nuestras lecturas agradecida­s.

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LOTTE WEITNER-GRAF Taylor (1912-1975) es la autora, además, de Un alma cándida y Una vista del puerto.
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Prohibido morir aquí Elizabeth TaylorTrad. Ernesto Montequin La Bestia Equilátera 256 págs. $ 470

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