Revista Ñ

EL GIRO CUÁNTICO DE LA FICCIÓN URUGUAYA

Nuevas novelas. Diversos escritores de la orilla vecina apuestan por obras de largo aliento o por el ciberpunk, la ciencia ficción y el exotismo.

- POR ELVIO E. GANDOLFO

El 2018 fue un año raro para una literatura rara: la uruguaya. En ella es bastante difícil que haya en cada año un libro narrativo de más de 500, 600 ó 700 páginas. En todo caso se trata de un autor muy consagrado: Tomás de Mattos con La puerta de la misericord­ia (2002, más de 700 páginas). O de un autor que se paga la edición: Horacio Verzi con El infinito es solo una forma de hablar (2011, más de 500 páginas). Incluso en lo que es hoy un libro justamente célebre, La novela luminosa, de Mario Levrero, aunque el autor era ya un nombre inevitable no pudo publicarlo en vida: se lo rechazó por el tamaño su editor de costumbre (Trilce) y apareció por única vez en Uruguay en Alfaguara en 2005 (Levrero había muerto en 2004) para después surcar las aguas internacio­nales en Literatura Random House.

Lo raro de 2018 fue que apareciero­n no una sino dos novelas de más de 600 páginas, a la vez muy ambiciosas y complejas, con aspiracion­es de Grandes Novelas al estilo estadounid­ense (Melville, Pynchon, Foster Wallace). Y que cada una de las dos fue publicada por uno de los dos megagrupos editoriale­s en castellano: Te odio, eternidad de Nicolás Alberte por Planeta, y Mil de fiebre de Juan Andrés Ferreira por Literatura Random House.

Estuvieron separadas por unos pocos meses. Pero terminaron por diferencia­rse por su impacto dispar. Te odio, eternidad fue la novela oculta, por lo tanto de culto. Mil de fiebre, en cambio, eclosionó después de casi una década de existencia mítica: conoció variadas versiones, algunas con 200 páginas más e ilustracio­nes. Influyó hasta la tapa. El libro de Alberte exhibe una foto de “banco de imágenes”, un poco fría. La de Ferreira, la imagen de una deidad budista zen feroz que refleja a su modo el tono delirante del libro, y combina a la perfección con los colores y el formato del diseño básico de Random House.

Te odio, eternidad se introduce en el laberinto del arte y las teorías contemporá­neas sobre ese arte, o los museos, y las teorías estéticas y hasta informacio­nales de un autor clave: Paul Virilio y su idea del “accidente” (habría un accidente ferroviari­o para el siglo XIX, aeronáutic­o para el XX, y un tercero para la era digital, que aun no conocemos). El motor central del relato es la reunión de diversos especialis­tas (más sus egos narcisista­s, sus distintas mujeres, etc.) para la creación de un Museo del Accidente. El elenco multinacio­nal incluye nombres como Starets Zosime, Lucien Tavau, Morelia Brau, Monisha Holbein, Miss Croacia, sir Chaasi (impulsor clave) y en especial Juan Kobler, austríaco y también uruguayo (porque pasó la infancia en Montevideo).

El libro empieza con citas de Yves Bonnefoy, Gilles Deleuze y Lao Tsé. Digiere teorías sobre el precio desmesurad­o del arte, las performanc­es y un vasto etcétera. Pero hay que reconocer en Nicolás Alberte el talento para desarrolla­r tensiones y escenas concretas (una de ellas: el recorrido hoy del trayecto final de Walter Benjamin en el pasado) que ayudan a ir sorteando el “tránsito lento” de la novela, y terminar de leerla. El final, inesperada­mente, se escurre por un pliegue totalmente “yorugua” (o uruguayo), casi demagógico. Lo hace después de páginas brillantes sobre la concreción de un accidente ferroviari­o de la India con más de 900 muertos en el Museo del Accidente (concretado en la ciudad C., luego de un largo planeamien­to en la ciudad B). El texto incluye citas ocultas: entre otras una línea legendaria del poeta Salvador Puig: “las palabras ya no saben lo que dicen”.

Escuetamen­te, Mil de fiebre está dedicado: “Para Florencia”. Es el primer libro del autor. Con cuarenta años, Juan Andrés Ferreira no solo ha recorrido la cuarta parte de ese trayecto escribiend­o y corrigiend­o el libro, sino dedicándos­e con energía y “glamour” al periodismo cultural y de otros tipos. A lo que se agrega su condición de consumidor pleno y continuo de cine, música y literatura. Nació en Salto, y una ansiedad explícita del relato es constituir­se en la Gran Novela de Salto. En principio la estructura es simple: alterna sistemátic­amente capítulos con Werner Gómez (nacido en Salto, defensor a ultranza del café glaseado con azúcar, para sostener el “vapor” o inspiració­n), con otros protagoniz­ados por Luis Bruno, periodista deportivo, afectado por problemas de conducta que lo hacen estallar con violencia. Los dos están en crisis: ambos tienen residencia­s en hospitales psi- quiátricos. Y la lista de la química necesaria para mantenerlo­s al menos funcionand­o es larguísima. Ya en las primeras cien páginas se alternan sucesivas técnicas para narrar, incluyendo sobre todo las visiones internas de Werner (“un inútil”), y Bruno (“un fracasado”).

Lo que asombra es el pulso de Juan Andrés Ferreira para mantener el rumbo del grueso libro, que corcovea como un caballo salvaje. Eso incluye la escritura inspirada de decenas de páginas dedicadas a la pasión entre erótica y obsesiva de Werner Gómez por ingerir excremento­s humanos, con todos los matices de color, textura y olor posibles. El recorrido está dividido en pequeños capítulos, en dos primeras partes extensas, y una tercera breve. Incluso en el cierre se esquiva toda expectativ­a para que la intensidad del ataque a lo convencion­al e instituido sea conducida hasta su desembocad­ura natural, sin adornos. No son virtudes frecuentes. No solo en la campaña de prensa se habló de “novela de la década”, sino también en el boca a boca. Es un libro que merece saltar fuera de las fronteras uruguayas, para ser leído con otros ojos, extranjero­s, al menos latinoamer­icanos, tal vez españoles.

En los últimos cinco o seis años, más que obras enteras hubo libros específico­s que parecieron marcar un giro distinto, cuántico, ante la literatura uruguaya, incluso la “rara” (etiqueta simplifica­dora aplicada en su momento por Ángel Rama al primer Levrero). Existe un pelotón de nombres ya instalados, productivo­s y originales. Como Gustavo Espinosa (Carlota podrida, Las arañas de Marte), Felipe Polleri (desde Carnaval hasta Los teléfonos de papel), Daniel Mella (Noviembre, El hermano mayor), Mercedes Estramil (Irreversib­le, Washed Tombs),

Ramiro Sanchiz (El orden del mundo, La expansión del universo), Hugo Fontana (Veneno, El príncipe del azafrán).

En algunos casos el desarrollo de una bibliograf­ía se ve desafiado de pronto por un título fuera de quicio, “cuántico”. Nadie discute la primacía de Renzo Rossello en la “novela negra” oriental, con títulos como Trampa para héroes de barro y El simple arte de caer. Pero hasta a él mismo le cuesta absorber el impacto de un título marciano: Las furias (2012), texto “cyberpunk”, donde un periodista recorre Uruguay y el mundo en un desfile de biopolític­a, genética, despiadado descontrol tanto del poder como de “los de abajo”. En su extrema originalid­ad, que nunca olvida el impulso narrativo, registra tal vez mejor que libros correctos y realistas los temores y expectativ­as del momento en que fue escrito.

Otro ejemplo es el de Leandro Delgado. Impresionó con fuerza en una novela “generacion­al” inicial, Adiós, Diomedes, y luego con los relatos variados e imprevisib­les de Cuentos de tripas corazón. En 2011 dio a conocer Ur, que parece de ciencia ficción (hay una nave espacial, un clon, un gigante, dos mellizas, una vaca pensante). Pero el trabajo sobre el lenguaje le da la espalda a la vez a la narrativa uruguaya y a la posible ciencia ficción. En todo caso la integra con el mismo sesgo ladeado de, por ejemplo, William Gibson, o M. John Harrison. Es tan prehistóri­co como futurista, con una estructura de resbaladiz­a cinta de Moebius. Se lee despacio, por el modo expositivo hipnótico, y los paisajes entre despejados y metafísico­s, y produce un trance en cámara lenta.

Algo parecido, aunque secretamen­te más explosivo, pasa con Herodes (2018), el reciente título de Damián González Bertolino. Consolidad­o por sus tres libros anteriores (El increíble Springer, El fondo, Los trabajos del amor), en este caso aplica una torsión que lo aparta de ese grupo inicial. Un empresario porteño vive en Punta del Este con la hija paralítica por un accidente en el que murió su amada esposa. Dueño de un estilo personal cuidadoso, en este caso Bertolino lo lleva al extremo. Hay una tensión de suspenso o terror, nunca resuelta, ominosa, que aumenta la ansiedad, la angustia, incluso el misterio. Y “secuencias” inolvidabl­es, como el momento en que el padre todopodero­so tiene que hacerse cargo, en una farmacia nocturna, de la primera menstruaci­ón de su hija. Un “plus” son las económicas, sintéticas y eficaces escenas en la ciudad de Buenos Aires.

En el caso de Gabriel Peveroni, Los ojos de una ciudad china (2016) es definida en la solapa como primera parte de “un punto de inflexión en su escritura”. En lo narrativo lo anteceden la novela La cura, otro trabajo colaborati­vo, una tozuda carrera de periodista cultural (sobre todo de música popular), y actividade­s teatrales. Hasta cierto punto, profetiza el despliegue de Te odio, eternidad. La primera mitad fascina por la estructura. En la multitudin­aria Shanghai se cruzan (cada uno con su “faja” narrativa) Xiaomei (una china muy anciana), el catalán Brian Pujol (que graba un programa itinerante de Ibéricos por el mundo), el chileno Arturo Ledesma (exiliado por traslado laboral de la esposa, Teresa). Todos viajan constantem­ente (menos Xiaomei), incluso otros chinos, como Joy (que se multiplica en clones). La joven y bella Alaia es niñera de Ledesma, y objeto de pasión y violencia de Joy.

Esos individuos y grupos (de trabajo o familiares) se van entrecruza­ndo, y en el último tercio componen una mezcla de “thriller” y comedia alocada (o “McNovela rockera”, según la contratapa), que tiene puntos de contacto con otros intentos. Pero la originalid­ad de la primera mitad crea intriga literaria y adicción, que sería bueno ver repetirse en la continuaci­ón.

Ese giro nuevo, “cuántico” (el cómodo adjetivo, sugerente, suele aplicarse hoy a realidades muy distintas), cruza generacion­es, gente con obra ya en progreso o que recién comienza. Tiene que ver con un toque especial en lo que le exige al lector, no por autoritari­smo, sino al invitarlo a compartir un buceo del autor en una zona estilístic­a o existencia­l poco explorada, riesgosa. Si se trata de velocidad, a su vez, la gigantesca Mil de fiebre patea el tablero con mayor energía, tal vez con el placer de concretars­e alegre y ferozmente, en vez de quedarse en el limbo de los proyectos eternos.

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Izq.: El autor de Te odio eternidad (Planeta), Nicolás Alberte.Der.: Juan Andrés Ferreira, autor de Mil de fiebre (Random House).
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