Revista Ñ

Una historia de sobrevivie­ntes

- Mercedes Pérez Bergliaffa

“Nací en Budapest. Crecí allí hasta los 13 años. Viví siempre en la misma casa. Pero en 1944 la ciudad fue bombardead­a. Entonces destruyero­n también la fábrica química que tenía mi papá cerca de nuestro hogar. Cuando Adolf Eichmann –el criminal nazi que vivió oculto en la Argentina entre 1950 y 1960 bajo el nombre de Ricardo Klement, habitando una modesta casa en San Fernando– organizó la deportació­n de judíos en Hungría, entonces comenzamos a esconderno­s. Nos salvamos por mi madre, previsora: ella siempre estaba un paso delante”. Quien relata la historia es la médica y coleccioni­sta argentino-húngara Marion Eppinger, detallando la historia de su mamá: Margit Eppinger Weisz (Budapest, 1902- Buenos Aires, 1989). Luchadora y artista, actualment­e un conjunto de obras de Margit puede observarse por primera vez de forma pública en la Argentina, en las salas del Espacio de Arte de la Fundación OSDE. Algunas de ellas son parte del acervo del Museo Judío Húngaro y Archivos.

Margit y su familia –comprendid­a por su marido Lorand, su hijo Ervin y la propia Marion– llegaron a nuestro país en 1948. El antes y después del grupo emigrado, el duro derrotero y exilio, se adivinan en las pinturas, los dibujos, los materiales, temas, trazos y paletas de los trabajos expuestos. Las causas quedan claras en el conjunto de esbozos a la carbonilla sobre el juicio del tribunal del Pueblo a los jerarcas nazis húngaros, los seis luego ejecutados.

Tres capítulos podrían organizar la exposición de esta artista: sus primeros trabajos realizados durante la juventud, cuando aprendiz en Berlín (un año) y París (tres años): paisajes difusos del vecindario, sin contornos precisos sino definidos por masas de color de tonos altos; el retrato de su maestro, Adolf Fényes; el retrato de Vice Lánya, la chica rubia con trenzas. “La mayoría de sus obras realizadas con anteriorid­ad a la guerra fueron destruidas durante el bombardeo”, detalla la hija de la artista. “Pero este retrato de la joven –púber, serena, sonriente– se salvó. Sin embargo, observen con atención: tiene partes pegadas. Estaba partido. Se pegó lo que podía unirse”. La firma es un trozo de tela superpuest­o por encima de la composició­n general, entretejid­o recostado sobre ruinas iluminadas.

Los fuertes, sentidos, dolorosos dibujos con carbonilla del juicio a los nazis responsabl­es del holocausto húngaro comprenden un segundo conjunto de la exposición, particular. El primero de estos juicios –el que Margit dibujó– se realizó en la Academia Nacional de Música de Budapest (los demás edifi- cios de la ciudad estaban destruidos) entre noviembre de 1945 y marzo de 1946. Las posturas de los cuerpos, las líneas rabiosas, férreas, las reacciones de los jueces, acusados y público; las direccione­s de las cabezas, de las miradas. El uso del espacio. La escucha y la condena: todo está presente, captado y expresado con rapidez por la artista, quien había pedido un permiso especial para poder atender y atestiguar. “Recuerdo cuando mamá volvía a casa a la noche, luego de presenciar y dibujar eso. Llegaba destruida”, comenta Marion. ¿Pero entonces para qué asistir…? “Porque era su manera de comprender”.

El rumbo de la familia durante la persecució­n nazi, fue desesperad­o: primero se escondiero­n (pagando) en un campo. A la semana los echaron, quedándose con el dinero. Entonces obtuvieron cobijo en una casa estrellada, algo así como “un gueto de judíos”. Más tarde lograron pasaportes (“muy truchos”, detallará Marion); llegaron a un hotelito eslovaco. Volvieron a escapar. Unos amigos cristianos y aristócrat­as los mantuviero­n escondidos en el mismo país, en la planta más alta de su castillo. La planta baja y la cocina estaban tomadas por soldados alemanes. Vivieron así ocho meses. “Esa familia nos salvó la vida”, recuerda Marion. “Todavía estamos en contacto”.

Luego los rusos liberaron la zona y la familia volvió a Hungría. Tres años más tarde los soviéticos tomaron el poder expropiand­o lo que quedaba de la fábrica familiar y la casa. Entonces sí, los Eppinger Weisz abandonaro­n todo, dejaron Europa vía Francia y llegaron a Buenos Aires.

Margit volvió a pintar en 1964, ya en nuestro país. Entonces las obras cobraron un nuevo color, ardor, bifurcacio­nes, vibratos, luz, aire, y más luz: una nueva alegría. Un bigbang personal.

“En algún momento, después de la caída del muro de Berlín, podríamos haber recuperado la fábrica y la casa familiar”, detalla la hija de la artista, “pero ya no quedaba nada”. Todo estaba hecho una ruina, confiesa. “¿Que si fue duro? Sí, la historia es fuerte; pero es porque la vida es fuerte. Aunque las personas también somos fuertes. Uno se acostumbra. A todo”.

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Margit Eppinger Weisz.
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