Revista Ñ

Estambul y el museo de un amor inolvidabl­e

- Raquel Garzón

Todo viaje tiene su coda. Cuando desarmamos las valijas y aparecen, entre la ropa hecha un nudo, los souvenires que elegimos a las apuradas y habíamos olvidado, por tres segundos nos sentimos de vuelta en el sitio donde los compramos.

Ese flashback, tan vívido que alienta a creer en la posibilida­d de la teletransp­ortación, es una de las sensacione­s más generosas del regreso, convertido por un rayo de memoria en racconto de lo andado y reinicio del mundo propio. En esos objetos colecciona­mos humores, derivas y recuerdos que cuentan quiénes somos.

Surgido de una novela homónima de Ohran Pamuk e inaugurado por el Premio Nobel de Literatura en 2012, hay un museo en Estambul que sigue el mismo impulso para narrar la vida como viaje emocional. Frente a los palacios y mezquitas monumental­es de la ciudad (que antes fue Bizancio y Constantin­opla, cristiana por mil años y luego, capital del Imperio Otomano hasta el establecim­iento de la República de Turquía en 1923), El Museo de la Inocencia escenifica y despliega en objetos de una mujer amada, el regodeo fetichista de sentirse uno con las minucias que nos dicen, de la vajilla y los collares a las fotos, de las tijeras a los zapatos .

El catálogo de pequeñeces exhibido (juegos de mesa, botellas de gaseosas, cepillos, porcelana...) cuestiona el tono alto de la epopeya y elige la ficción y la escala humana para contar una pasión amorosa . La convicción que lo funda sostiene que “los museos del futuro estarán en nuestras casas”, como escribe Pamuk en Un manifiesto modesto para los museos, cuyo texto se lee a poco de entrar al suyo.

Una pared tapizada con 4213 colillas de cigarrillo­s, catalogada­s bajo el año en que fueron fumados por Füsun, la prima lejana de la que está perdidamen­te enamorado toda su vida Kemal, el rico heredero estambulí protagonis­ta de la novela El museo de la inocencia, es lo primero que impacta a quien visita los tres pisos del museo, situado en el barrio de Beyoglu, algo así como un Palermo turco, lleno de cafés, restau- rantes y locales de ropa y accesorios de diseño.

En el libro de Pamuk, publicado en 2008, Füsun se casa con otro y Kemal compone obsesivame­nte un museo de cosas que se la recuerdan. En el museo de Pamuk, obsesivame­nte fiel a los 83 capítulos de la novela, los objetos que el escritor recaudó en mercados de pulgas, ordenados en vitrinas, casi altares laicos de adoración amorosa, encarnan una apuesta calificada de “radical” por el jurado que le entregó el premio al Mejor Museo Europeo del Año en 2014.

El galardón reconoció “un modelo pequeño, personal, local y sostenible” de institució­n, que documenta la sensibilid­ad de la sociedad estambulí entre 1975 y 1999 y permite reflexiona­r sobre la ficción como memoria social.

A modo de instalació­n que narra las cenizas de un metejón enceguecid­o, el inventario de colillas que sorprende al visitante y las acotacione­s que se leen bajo cada una de ellas (“una noche tranquila”; “las manos de Füsun” o “estoy tan feliz”), usadas por Pamuk en la novela y replicadas allí de puño y letra por el autor “porque Kemal lo pidió”, invitan rápidament­e a entrar en el museo como novela de emociones (y viceversa).

Las grandes coleccione­s que han devenido en símbolos nacionales y son destino obligado para los turistas de todo el mundo (el Louvre, por ejemplo), presentan “la historia de la nación como más importante que las historias de los individuos”, describe el autor. “Demostrar la riqueza de la historia y culturas china, india, mexicana, iraní o turca no es un problema (debe ser hecho, por cierto) pero no es difícil de lograr. El desafío verdadero es usar los museos para contar con el mismo brillo, profundida­d y poder las historias de seres humanos individual­es viviendo en esos países”, propone su manifiesto. Porque a su juicio, “los relatos individual­es, como las novelas, están en mejores condicione­s para mostrar la profundida­d de nuestra humanidad”.

Al llegar a la representa­ción del cuarto de Kemal, última parada del museo, es inevitable recordar por contraste, los gestos desesperad­os de Joe, el protagonis­ta de la película Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, quizá, incluso, su opuesto complement­ario. Joe quiere olvidar a Clementine tanto como Kemal recodar a Füsun –de ses pe ra da men te– y para extirparla de su vida contrata algo así como un servicio de borrado de memoria.

Si aquel filme cuenta el doloroso proceso del olvido, la novela de Pamuk y su museo desmenuzan la voracidad perturbado­ra de la melancolía, una emoción pasivo-agresiva que puede ser tan feroz como la sal en las heridas.

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Una pared tapizada con 4213 colillas de cigarrillo­s, catalogada­s bajo el año en que fueron fumados por Füsun.
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