Revista Ñ

Dinero sucio, filantropí­a manchada

De cómo se financia el arte. Una farmacéuti­ca usó técnicas de comerciali­zación que infringen normas éticas con un medicament­o adictivo, al tiempo que hacía donaciones a institucio­nes artísticas.

- Peter Singer Profesor de bioética de la Universida­d de Princetone.

En 2017, la expectativ­a de vida en Estados Unidos cayó por tercer año consecutiv­o. La caída se debe a un aumento de la tasa de mortalidad entre la población blanca de mediana edad, que contrarres­ta la reducción de la mortalidad entre niños y ancianos. ¿Por qué están muriendo más estadounid­enses blancos de mediana edad?

Los economista­s Anne Case y Angus Deaton de la Universida­d de Princeton señalan la epidemia de opioides como un factor importante. Cifras de los Centros de Control y Prevención de Enfermedad­es de los Estados Unidos muestran que, entre 1999 y 2017, casi 218.000 personas murieron por sobredosis relacionad­as con opioides de receta (esas muertes se quintuplic­aron en ese período).

El principal responsabl­e de este abuso catastrófi­co de opioides de receta es el fármaco OxyContin, producido por Purdue Pharma LP, cuya venta reportó a la empresa más de 31 000 millones de dólares. La posición dominante del OxyContin en el campo de los opioides de receta no se debe a ninguna ventaja inherente (en varios ensayos cuidadosam­ente controlado­s se determinó que no tiene ninguna), sino a la agresiva estrategia de comerciali­zación de Purdue, iniciada por Arthur Sackler.

¿Prácticas fraudulent­as?

Purdue es una empresa privada que volvió inmensamen­te ricos a Sackler, a sus hermanos Mortimer y Raymond, y a sus descendien­tes. Arthur Sackler murió en 1987, ocho años antes del lanzamient­o de OxyContin, pero sentó las bases para el éxito de este fármaco al instituir una estrategia de ventas basada en invitar a los médicos a asistir a congresos en atractivos lugares en Florida, Arizona y California, con todos los gastos pagos. Purdue también les pagaba por dar charlas. Los representa­ntes de ventas recibían jugosas compensaci­ones según la cantidad de fármacos de Purdue recetados por los médicos que visitaran (vendedores particular­mente buenos llegaban a ganar más de 200.000 dólares en premios).

El papel de Purdue en la promoción de la epidemia de opioides atrajo la atención de las autoridade­s federales. En 2007, la empresa y tres ejecutivos se declararon culpables de prácticas de comerciali­zación fraudulent­as en relación con el OxyContin, y aceptaron pagar 634 millones de dólares en multas. Pero hasta hace poco, la familia Sackler había eludido bastante bien las críticas por la conducta de su empresa. Eso cambió el mes pasado, cuando el estado de Massachuse­tts entabló una demanda contra la empresa y contra 16 ejecutivos y miembros de la familia, incluido Richard Sackler, sobrino de Arthur. Por su parte, la ciudad de Nueva York y otros gobiernos municipale­s también han incluido a miembros de la familia Sackler en demandas por daños y perjuicios contra Purdue.

“Peligrosos y adictivos”

En su demanda, el estado de Massachuse­tts afirma que miembros de la familia Sackler siguieron promoviend­o la venta del fármaco mucho después de haber sabido que era peligroso y adictivo. La respuesta de la empresa fue intentar redirigir la culpa. En 2001, Richard Sackler (entonces presidente de Purdue) escribió en un email que la empresa debía machacar con que la culpa era de los abusadores del fármaco, un comentario que, en opinión de Joanne Peterson, directora de una red de apoyo para familias de abusadores de drogas, muestra un “desprecio descarado por la vida humana”.

Los Sackler han dedicado parte de su riqueza al apoyo del arte. Sus nombres aparecen en galerías, alas y otros espacios en muchos importante­s museos, entre ellos el Metropolit­an y el Guggenheim (Nueva York); el Smithsonia­n (Washington); el Louvre (París); y la Real Academia de las Artes y el Tate (Londres). También hay escuelas, institutos, biblioteca­s o centros Sackler en diversas universida­des (Tufts, Oxford, Cambridge, Columbia, Tel Aviv, etc.) y una cátedra Sackler en la Universida­d de Princeton (donde enseño).

La caída en desgracia de la familia Sackler plantea importante­s cuestiones éticas a muchas institucio­nes prestigios­as. Es imposible devolver donaciones que se hicieron hace décadas y que se usaron para construir nuevas galerías o alas de edificios. Pero ahora muchas institucio­nes se niegan a aceptar dinero de la industria del tabaco, y no mantendría­n el nombre de una tabacalera o de su principal propietari­o en uno de sus edificios.

Nan Goldin, una fotógrafa cuyos trabajos se han exhibido en el Metropolit­an Museum of Art y en el Museo Sackler de la Universida­d de Harvard, es una adicta a los opioides en recuperaci­ón. Considera que la presencia del nombre Sackler en una institució­n la vuelve culpable, y organizó una protesta en el Ala Sackler del Metropolit­an. Maureen Kelleher, una artista cuyo trabajo se exhibió en un sitio Web pertenecie­nte al Centro de Arte Feminista Elizabeth A. Sackler del Museo de Brooklyn, tras leer una nota de Patrick Radden Keefe en el New Yorker titulada “La familia que construyó un imperio con el dolor”, pidió que su trabajo se quitara del sitio (Elizabeth Sackler es la hija de Arthur).

Hace más de un año, el New York Times encuestó a 21 organizaci­ones culturales que recibieron sumas importante­s de fundacione­s supervisad­as por Mortimer y Raymond Sackler (dueños de Purdue al momento del lanzamient­o del OxyContin). Ninguna indicó que fuera a devolver donaciones o rechazar otras que se hicieran en el futuro.

El arte no se mancha

Pero las pruebas públicamen­te disponible­s de cómo los Sackler promoviero­n la venta de OxyContin son mucho más inculpator­ias ahora que hace un año. ¿Realmente hay alguna institució­n que quiera exhibir los nombres de personas cuya inescrupul­osa búsqueda de ganancias provocó tanto sufrimient­o?

Que la sección del Metropolit­an Museum of Art que alberga el espectacul­ar Templo de Dendur se siga llamando Arthur Sackler no es del todo objetable. Sus técnicas de comerciali­zación infringier­on normas éticas en cuanto a lo que pueden hacer las empresas farmacéuti­cas para conseguir que los médicos receten sus productos, pero el verdadero daño se hizo cuando esas técnicas se aplicaron a una droga sumamente adictiva como OxyContin. En aquel momento, Arthur ya había muerto, y sus herederos habían vendido su participac­ión en Purdue. De modo que Elizabeth Sackler tampoco es responsabl­e por lo que sucedió después.

Pero la cuestión de si está bien que una organizaci­ón sin fines de lucro acepte donaciones de miembros de la familia Sackler que de hecho se enriquecie­ron con la venta de una droga que convirtió en adictos a cientos de miles de sus usuarios es una pregunta distinta a la de si una institució­n debería llevar sus nombres.

Aquellos miembros de la familia deberían pedir disculpas a las víctimas, y a las familias de quienes murieron, y compromete­rse a usar sus fortunas no para promover el arte sino para reducir el sufrimient­o; de ser posible, en una escala idéntica a la del sufrimient­o que provocaron mientras acumulaban su riqueza.

Eso implica hacer donaciones a organizaci­ones sin fines de lucro que sean máximament­e eficaces en la reducción del sufrimient­o, en cualquier parte del mundo. Y se justifica que los receptores acepten el dinero de los Sackler para ese fin.

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THE NEW YORK TIMES La artista Nan Goldin, adicta a los opioides en recuperaci­ón, en la protesta en el Metropolit­an Museum
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