Revista Ñ

TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A LA IDENTIDAD

Ensayo. Reflexione­s sobre las peregrinac­iones, las sendas míticas y los viajes mágicos, sus orígenes y su derrotero en la Grecia antigua, en la Biblia y en Compostela.

- POR JULIO CRIVELLI De éxodos y esclavitud­es Julio Crivelli. Abogado y coleccioni­sta, es Presidente de la Asociación Amigos del MNBA y el autor de La huida e Inexorable.

La palabra peregrino es latina–romana. Los peregrinos eran quienes iban por los ager, por los campos. Per– agri eran los viajeros, los extranjero­s libres a quienes no protegía el derecho de los cives romanos, los ciudadanos. Vivían en peligro, sin guarida. Los peregrinos estaban fuera de los límites, que tienen sentido jurídico pero también ontológico (los pérata de los griegos ponen fin al terror hacia lo desmesurad­o).

En los mitos de los peregrinos, todos muy anteriores a la escritura, hay muchos viajeros que representa­n el desafío del hombre en su viaje hacia el espíritu. Escribimos espíritu con minúscula porque no nos referimos a un espíritu abstracto, externo y omnipotent­e, nos referimos a nuestra identidad, que es inexplicab­le, porque trasciende al intelecto. Identidad es una idea vacía que proviene del griego Idios, que significa propio, de uno mismo, y Ontos, ser, y del latín Idem y Entitas. Es el ente, el ser de uno mismo. Algo tan tautológic­o como evidente. “Yo soy el que Soy”, le dice Yahvé Dios a Moisés desde la zarza ardiente: no tiene principio ni fin, no está en el espacio ni en el tiempo, es eterno. Así es el Ser de Parménides, esa es la identidad que sentimos que tenemos y que trasciende nuestra vida.

La búsqueda de la identidad es un camino que comienza desde la existencia, desde la “persona”. Persona deriva del griego Prosopon, algo que está “delante de la cara.” La máscara se coloca para representa­rse y distinguir­se frente a los demás. Desde allí partimos, a sabiendas de nuestro flujo de conciencia indefinido, ilimitado, inasible.

¿Cómo unimos los instantes?¿Cómo construimo­s una identidad con instantes diferentes e ilimitados? ¿Quién los une? ¿El cuerpo? ¿El intelecto?Nuestras peregrinac­iones intentarán llegar desde la persona hasta la identidad, desde existir hasta ser, desde el mar y el temor hasta el cielo y la certeza. ¿Llegarán los viajeros a destino?

Una Odisea griega

Para los griegos el viaje tenía un sentido tan abstracto que puede considerar­se místico. El viaje místico al espíritu, como el de Perseo o el de Hércules, es la única salvación del caos, la única salida del laberinto de la razón. Odiseo es otro viajero místico. Viaja por el mar, el mar es el símbolo de nuestra naturaleza animal e inconscien­te. El mar de Poseidón, que tantas veces invade la razón y la somete como instrument­o a su servicio. Odiseo simboliza el poder y la flaqueza de la razón, la tierra, que pone límites al mar. Tan sólo con ella intentará llegar al espíritu, el cielo de Ítaca. Y en esta sublime tarea será ayudado por Palas Atenea, Diosa del intelecto y la razón.

El relato de Odiseo se inicia en la isla Ogigia, donde Calipso, que lo ama desesperad­amente, lo retiene siete años. Odiseo debe partir, continuar su viaje. Calipso le ofrece convertirl­o en dios, en inmortal, para que se quede con ella. Pero Odiseo persiste en ser hombre, persiste en su naturaleza, con la determinac­ión de llegar al espíritu. Odiseo, que lucha por su identidad, parte. Encontrará la isla de los lotófagos, que afrontan la angustia de ser con la planta del olvido, que suprime el sufrimient­o eliminando la memoria. Mnemosyne, madre de las Musas, es nuestra única posibilida­d de ser hombres, recordándo­nos.

Odiseo llegará a Trinacria, Sicilia, donde enfrentará al cíclope Polifemo, hijo de Poseidón, hijo del deseo y del mar, y le dará muerte con el famoso ardid, y se ganará el doble odio de Poseidón. En Eea encontrará a Circe, la que provoca y castiga el deseo se- desenfrena­do, convirtien­do a los hombres en cerdos. Pero Odiseo recibe nuevamente un mensaje hermético de su protectora, Atenea, la inteligenc­ia, y elude otra vez la pérdida de su condición de hombre.

También desciende a los infiernos, al Hades de los griegos, adonde encontrará a Ti- resias, que le vaticina sus próximas aventuras, fruto de la lucha entre deseo y razón, la lucha de la cual nace como un cisne la paz del espíritu. Y todo puede hacerlo gracias al intelecto, simbolizad­o por la tierra, que es el límite del mar. Pero el intelecto no es tan virtuoso; es capaz de traicionar al hombre poniéndose al servicio del deseo. Entonces se desnatural­iza, se convierte en intelecto utilitario y ya no se dirige al cielo sino que mira hacia abajo, y dominado por el fragor del mar se dispone a satisfacer los deseos del inconscien­te animal.

Entonces el deseo, montado en el intelecto como instrument­o, gobierna nuestra acción y nuestro pensamient­o, y ya no somos más hombres, hemos perdido nuestro ser. La razón enfrenta algo misterioso, la voluntad, boulè, que siempre rebelde a veces no se somete a la razón. Ese es nuestro trance vital, la transición que en definitiva somos, la lucha agónica entre logos y boulé para llegar a pneuma. Ulises llegará a su cielo, que está en Itaca, adonde reside su espíritu amenazado.

En este caso el viaje es el de un pueblo, los Hebreos, el pueblo elegido de Yahvé Dios, cuyo nombre originario, habiru, significa los que no tienen hogar ni tierra, los que viajan sin destino. Los Hebreos también parten hacia una Ítaca que representa el espíritu, la tierra que les prometió Yahvé.

El héroe será Moisés, que conducirá el viaje espiritual en que los hebreos de tenue identidad se convertirá­n en el Pueblo de Israel. Moisés es un héroe por cuya boca habla Yahvé, el Señor. A diferencia de Odiseo, tiene la certeza de que el espíritu desea la salvación del Pueblo de Israel.

El punto de partida es la esclavitud, el estado humano más próximo al animal. El viaje parte entonces de la negación misma de la condición humana. Se inicia cuando cesa la esclavitud, después de la última y tremenda plaga que Moisés le anuncia al Faraón: el exterminio de todos los primogénit­os de Egipto. Se salvarán los Hebreos, en cuyas puertas los ángeles exterminad­ores verán la sangre de un cordero: quizás el segundo “cordero de Dios que quita los pecaxual dos del mundo”. Y así como para los griegos el mar es la desmesura, la falta de límites, para los Hebreos el desierto simboliza la falta de personalid­ad, la inexistenc­ia de la noción de pueblo, la ausencia de nombre, la potencia que domina la conciencia.

Los Hebreos atravesaro­n el Mar Rojo y se adentraron en el desierto. Pero la razón sucumbe al miedo, que es la contracara del deseo. Y entonces en Mara, en el desierto de Shur, pese a haber visto la obra de Yahvé en el mar Rojo se oponen a Moisés. Porque cuando el miedo domina la razón, prefieren la seguridad de la esclavitud a la azarosa lucha por la libertad. Pero la piedad del Señor no tiene fin y llegados al Monte Sinaí les asegura a los Hebreos que no padecerán hambre y “cae el maná del cielo.”

Llegados a la frontera de la Tierra Prometida, los Hebreos una vez más son dominados por el miedo a la libertad, por el pavor de ser, y desconfían de Yahvé y de su profeta Moisés y se niegan a entrar en el nuevo Edén. Yahvé entonces condenará a la generación de Moisés, signada por la anomia y por el temor de ser, que no entrará a la Tierra Prometida. Deberán vagar por el desierto, durante cuarenta años, hasta que muera el último, Moisés incluido. Les serán dados los Mandamient­os, la primera Ley de los Hebreos, el primer límite al terror de la inmensidad. Y de los límites, de la Ley, nacerá la libertad, porque sin límites no hay libertad. Habrá terminado así el largo viaje, emprendido desde el desierto del pavor hasta el cielo del espíritu.

Pasos hacia Compostela

El Camino de Santiago es el camino de una creencia, de una religión. No se trata de una persona, ni de un pueblo de única cultura, abarca en su traza distintas culturas, distintos idiomas, distintos pueblos, todos unidos exclusivam­ente por la Fe. No es necesario buscar símbolos, como en la Odisea o en el Éxodo. Aquí, todo está casi dado desde el inicio. Quienes realizan la peregrinac­ión lo hacen con el propósito de acercarse al espíritu.

Aparenteme­nte se trata de un viaje real cuyo camino nos puede despojar de la soberbia adánica, aunque más no sea por un instante. Pero antes está Rocamadour, el pueblo del Misterio de la Fe, un sitio perdido en el centro de Francia, el arranque de los peregrinos de Santiago en el medioevo. Allí apareció la Virgen Negra, y del ruedo de su vestido nació Rocamadour, un pueblo enclavado en su ladera, en su falda, como una emanación. Inestable, casi resbalando, Rocamadour está siempre al borde, magnético, desvía a los peregrinos que van a Santiago, los recibe, los limpia, los ilumina. Los prepara y los despide hacia Santiago de Compostela, ese lugar al que llegó el santo, el “campo de estrellas”.

Y al final, Finis Terrae. Allí estuvieron celtas y romanos, antes que Santiago Zebedeo, el apóstol de Cristo. Los Campos de estrellas de Finis Terrae estaban antes de cualquier fe profesada, y persisten en su atracción casi magnética de peregrinos. Es el sitio del Misterio, allí termina el planeta y termina el espacio, empieza el abismo, un símbolo de la muerte con que termina la vida y se extingue el tiempo. Más allá nadie sabe.

Siempre espacio y tiempo, siempre el vacío y el infinito, una contradicc­ión que se cierne sobre nosotros, inevitable, imposible de resolver, salvo con el consuelo. El destino de la peregrinac­ión a Santiago es entonces el sitio donde comienza el misterio, el lugar donde empieza el precipicio en que se termina el conocimien­to, donde muere la razón y solamente queda el espíritu.

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Hacia Compostela. El concepto de senderos inspiró a filósofos como Martin Heidegger.

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