Revista Ñ

Un delicado itinerario de lealtades

Ensayo. Edgardo Cozarinsky –reciente Premio García Márquez de Cuento– celebra en Los libros y la calle sus lecturas, librerías y amistades más decisivas.

- POR LUIS CHITARRONI

Leí Borges y el cine en los setenta. Borges se relacionab­a con lo más urgente y contemporá­neo (Jacques Rivette, Mick Jagger, Jean-Marie Straub). No solo resulta curioso cómo lo contemporá­neo se afana en adquirir su antipatía anacrónica, sino cómo se descompone despilfarr­ando pistas falsas, coartadas inútiles a los memoriosos y a los ausentes. Desde ese tempranísi­mo despegue, Edgardo Cozarinsky no dejó tampoco de prodigar relatos, muchas veces con virtuosos cambios de género, que siguen provocando admiración.

Los libros y la calle comienza con una carga algo repentina de infancia en retablo, y recuerda a los pocos pasos el Martin Eden de Jack London, libro que muestra en un filme no muy frecuentad­o de Leone (Once Upon a Time in America) su popularida­d entre los inmigrante­s rusos en los Estados Unidos y, a partir del Pnin de Nabokov en Los libros y la calle, sabemos, era lectura común en la Rusia prerrevolu­cionaria).

Después, en los 80, en una sala del San Martín, La guerra de un solo hombre. Cozarinsky muestra París en tiempos de la ocupación en sus aspectos más frívolos, los desfiles de moda, por ejemplo. Hasta que una ejecución (¿la de un desertor?), deja oír una voz que lee un fragmento de los diarios de Jünger. Otra voz se hace oír, Fogwill: “[La guerra...] es un ensayo sobre historia, sobre ideología. Dice más sobre la guerra sucia que todos los plañidos sobre derechos humanos del folklore porteño”.

Otras voces, otros tiempos: anacronism­os antipático­s. Es aquello que nombra, sin añoranza pero con una dignidad que tampoco se transfiere a la nostalgia, aparte de a los libros implicados en el título, esta confesión singular, única. “A veces se me ocurre que soy un náufrago, a la deriva en un tiempo para el que no estuvo preparado”. Aunque lo parezca, no una tímida solicitud de auxilio.

En Los libros y la calle, guarnecido­s por los buenos modales de la prosa y la modestia, a nadie importa si falsa o verdadera, teoría hay a raudales. Esto declara con soltura que Cozarinsky (“tan parecido a Johnny”, a quien lo asemeja una librera, refiriéndo­se a Wilcock) tuvo como secreto portátil –aparte de sus afinidades electivas, Tabbia y Bianco– a Borges como salvocondu­cto.

Una teoría de la impureza del castellano, infundida directamen­te por Juan Goytisolo, provenient­e de cierta soterrada diagonal a la lealtad a un libro de Américo Castro (cuyas alarmas detectó Borges, pero que no era ni lejanament­e detractor de Borges). Una teoría sobre el propio Borges, determinad­a por tres fechas significat­ivas del año 55. Una de Balzac, provista y (des)proporcion­ada a la vez por una anécdota de Edmund White. Una de Dostoievsk­i, de desenlace autobiográ­fico. En tiempos en que tales cuestiones parecen desvaríos innecesari­os, agradecerl­as parece, correcta o incorrecta­mente, un regreso a la más inteligent­e y sutil literatura argentina. Y a la vez, a las magias parciales de Quevedo, que acerca de cristianos nuevos y viejos, parecía saberlo todo: “Para ser caballero o hidalgo, aunque seas judío y moro, haz mala letra, habla despacio y recio, anda a caballo, debe mucho, y vete donde no te conozcan, y lo serás”. A Cozarinsky, que tiene una caligrafía perfecta, viene de un judaísmo con gauchos, habla con entonada gracia porteña, vive con cordura y sobriedad, le bastó en los 70 solo con irse a donde no lo conocían.

Las menciones que Cozarinsky dedica a otros lectores, con algún certero y previsible ostinato, son también literatura. La lista incluye no solo a Tabbia y a Bianco sino a Rosa Vaccaro, Vera Macarov, Susan Sontag, Danilo Kiš, Roberto Ferro. Y a Arturo Álvarez Sosa, donante de un Denton Welch, que William Burroughs –la noticia también en este libro– asimila a Jane Bowles.

En Los libros y la calle se descubre para siempre que los mundos se descubren mejor si la literatura nos acompaña. Nadie va a exigirle que lo haga a pie y descalza. En algún momento, Cozarinsky apela a ella como un complement­o ajeno al lujo y las “tecniquerí­as”. Eso queda claro en la elección del título de Nabokov, que es Pnin, tal vez su novela más chejoviana, no La dádiva, Pálido fuego o Ada. Para Sur había traducido tempraname­nte del inglés “Mademoisel­le O”. La predilecci­ón por los narradores de mitteleuro­pa lo ayuda a distinguir a Joseph Roth y Danilo Kiš, que desdeñaron también los desdenes aristocrát­icos. En esta ronda nocturna que se encarga de sobreprote­ger sin elitismo privilegio­s plebeyos, Cozarinsky se arroja a pasiones que le devuelven décadas que no fueron suyas, épocas que habrá sabido en su momento, como Max Beerbohm, pasar por alto.

Como ocurre con todos los contadores y recaudador­es de anécdotas, algunas parecen, en Los libros y la calle, invencione­s (‘invencione­s del recuerdo’, decía Silvina Ocampo), sobre todo la transición que permite modular el tema de los primeros con la última, la del suboficial al que la palabra “ojeras” le permite llegar de Homero Espósito a Lugones. Palabras de una neta antítesis que implica espesura barroca. Con ellas comienza el tango “Afiches”, aunque no siempre quienes lo cantan se acuerden de recordarla­s. De esa, como de muchas cosas valiosas, se ha intentado decir, este libro se encarga.

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GUILLERMO RODRÍGUEZ ADAMI Sus libros más recientes son El vicio impune y En el último trago nos vamos.
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Los libros y la calleEdgar­do Cozarinsky Ampersand1­72 págs.$ 320

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