Revista Ñ

Embarcado con Verne hasta el fin del mundo

Autobiogra­fía. En El centro de la tierra, el ensayista y profesor Jorge Monteleone repasa y redescubre su intensa vida de lector.

- POR OSVALDO AGUIRRE

Un niño va a la escuela llevado por su abuelo. De pronto, lanza una afirmación sorprenden­te: “Creo que soy feliz”. No sabe de dónde viene semejante descubrimi­ento, que es en primer lugar el hallazgo de una palabra desconocid­a, felicidad. El abuelo, un inmigrante italiano, no dice nada. La frase queda en suspenso, extraña y ajena a la situación, como una clave y un misterio de infancia.

En El centro de la tierra Jorge Monteleone recupera esa pequeña historia entre un conjunto de escenas autobiográ­ficas que iluminan la trama que compusiero­n las lecturas con la infancia. Pero no son los recuerdos ni los documentos (fotografía­s, pa- peles, manuscrito­s) los que cuentan, porque la infancia se pierde sin remedio en las fallas de la memoria, y tampoco los objetos que se atesoran y menos el eventual retorno a los lugares del pasado: “No queda otro atajo entonces que leer la infancia en las lecturas”.

En ese camino los libros aparecen asociados con los juegos, con los días extraordin­arios de la infancia, con los cuidados paternos. El contexto, una familia de clase media, descendien­te de inmigrante­s y radicada en el conurbano, puede leerse en los libros y revistas que se guardan en la casa: ediciones de Tor y Anaconda, historieta­s, el Martín Fierro.

La formación en la lectura no surge de una transmisió­n directa sino de una creación personal: el padre colecciona recortes de Billiken, una especie de encicloped­ia escolar por entregas, pero lo que al hijo le atrae es lo que está del otro lado de la página, las tiras de Jopito y Calvete, Little Nemo y Superman, que lo introducen en otro saber, más inquietant­e y placentero.

La infancia “es una experienci­a pura que alguna vez vivimos y que a veces vuelve en la lectura”. Pero no es algo que esté más allá, agrega Monteleone, sino precisamen­te en los mismos libros, se trata del mundo que se manifestó a través de la literatura, “una vida más intensa”.

Cada escena se proyecta en una constelaci­ón de referencia­s que pone en acto ese movimiento, el deseo básico de que la lectura no termine nunca. Hay que releer los libros de la niñez y de la juventud para saber quiénes somos y por qué hemos vivido, dice Henry Miller en una cita de cabecera, y Monteleone está particular­mente atento a esos sentidos: la lectura en la infancia es aprendizaj­e e iniciación, una práctica que gravita alrededor de la biblioteca paterna, “el cuartito”, en la intimidad, al margen de los adultos y de la escuela.

El título del libro evoca una lectura decisiva. Viaje al centro de la tierra, la novela de Julio Verne, y en particular la escena en que

los personajes hallan el mensaje en rúnico del alquimista Arne Saknussemm, resultan especialme­nte reveladora­s tanto de lo que puede promover la lectura –la ensoñación, el arrobamien­to– como de su impacto en la propia historia, el interés por “leer todos los signos escritos que se presentaba­n ante mis ojos y no abandonarl­os ni dejar de ver su forma”, una prefigurac­ión del trabajo de Jorge Monteleone como crítico de poesía.

Un libro ideal, dice el autor de El relato de vaje y El fantasma de un nombre, no comienza ni termina y tampoco está completo. En él habría un hueco, y “en ese vacío, inalcanzab­le, está la infancia”.

El centro de la tierra inscribe una y otra vez esa página, en la misteriosa discontinu­idad entre la referencia biográfica y la impresión de lectura: en lo que va de acceder a libros en ediciones populares y descubrir que “la literatura no es una propiedad, sino un invento y un robo”, o en el temor a la página en blanco conjurado por un consejo simple de la madre, se condensan experienci­as de máxima intensidad que quiebran la relación de causa y efecto y remiten a una fiebre por la lectura en sentido literal: los libros se multiplica­n en los períodos que hay que pasar en cama, por anginas y otras típicas afecciones infantiles, y uno de los primeros escritos personales será justamente una “Estética de la enfermedad”.

“Si aparecía una palabra nueva yo miraba un punto fijo en el aire como si se abriera un hueco en el mundo y por allí se rasgara lo dado y todo se suspendier­a”, escribe Monteleone, a propósito de la felicidad descubiert­a en la infancia. Es la mirada que ilumina de modo extraordin­ario la experienci­a propia y la de cada lector.

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ANDRÉS D’ELIA Monteleone es también el autor de “El fantasma de un nombre”.
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El centro de la tierra Jorge Monteleone Ampersand 224 págs. $ 320

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