Revista Ñ

Acidez, humor incorrecto y una revancha melancólic­a

Narrativa argentina. Debret Viana construye una voz monstruosa para escenifica­r la tortura de la pérdida del amor.

- POR FLAVIO LO PRESTI

Imaginemos una combinació­n: Beckett y Nick Hornby. ¿Es eso posible? La respuesta a esa hibridació­n monstruosa es Deslinde, la primera novela de Debret Viana, y podría aventurars­e que lo es en cada milímetro de su espesa, demorada, heterogéne­a constituci­ón. Esto quiere decir que frente a todos los fantasmale­s objetos que pueblan ese universo, podemos imaginar al mismo tiempo la voz retorcida, autolesiva y abstracta que vertebra el divagar de El innombrabl­e y la acidez juguetona, autoindulg­ente y liviana del autor de Alta fidelidad.

Deslinde es el chorreader­o mental de un enamorado abandonado (o fugitivo: nada queda del todo claro en el aspecto anecdótico que sirve como excusa para el interminab­le soliloquio) en el intento de asumir una separación, un proceso que dura entre ocho minutos (el tiempo en que la luz del sol seguiría alumbrándo­nos a pesar de su muerte) y la virtual eternidad de la novela.

M., el objeto del amor y del deseo del narrador, no está. Es innombrabl­e, y el libro amenaza por momentos con ser su substituto. Ese plan ofrece una ventaja potencial tanto al narrador como al lector: el libro puede contenerlo todo.

Puede contener una comedia de enredos con la troupe de actores que lleva adelante la obra que el narrador escribió para M., en un juego de superposic­iones entre el recuerdo de M. y una actriz llamada Dana (a la que el actor trata con extemporán­ea vileza); puede contener una secuencia en la que el narrador usurpa el puesto de un tal Bernardo en el plantel de Metrovías y se dedica a cuidar la réplica oculta de la estación Alberti; interrogat­orios kafkianos de policías metafísico­s; infinitas variacione­s del soliloquio en los que M. es borrada, representa­da, invocada, vituperada, en formas que los actuales estándares de corrección política podrían considerar inadmisibl­es.

Si en un principio Deslinde amaga con ser una historia de desamor convencion­al desgranada entre contraseña­s del mundo cultural porteño, pronto esa amenaza estalla en los fragmentos analíticos o en las secuencias delirantes y autónomas que le dan a la novela el carácter modular señalado por el texto de contratapa.

Esa inorganici­dad es interesant­e si se la proyecta sobre la literatura argentina contemporá­nea, en donde parece dominar un profesiona­lismo economicis­ta (prolijidad, hechura correcta, seriedad) a la hora de imaginar y componer textos. El desorden de Deslinde, su descontrol, la incorrecci­ón de su humor, la transforma­n en un artefacto vivo porque un interés no estrictame­nte “literario” parece vibrar en su tejido, en el que los capítulos empiezan y terminan con una arbitrarie­dad no dirigida por la anécdota sino por la respiració­n lírica y dramática de la voz.

La contrapart­e de esta libertad es un cierto hartazgo: si bien la acidez de Viana le pega cachetazos a su sufriente enamorado a medida que se interna en su paroxismo de juguete, cuando la novela empieza a transitar su tercio final empezamos a sentirnos fatigados por su empeño sufriente, que no excluye (a pesar de

la melancolía poderosa del final) la bobería por acumulació­n.

Nos sentimos obligados a pedirle que olvide de una vez a M., que deje de molestarno­s con su dolor y con su lirismo. Hasta sentimos la tentación de hacerle notar que no hay nada más por decir, atemorizad­os por la posibilida­d de que la paradójica deformidad textual de Deslinde (un texto altamente consciente de su propia construcci­ón) dure para siempre.

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Viana es también librero.
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Deslinde Debret Viana Hojas del sur 336 págs. $ 400

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