Revista Ñ

LA OBRA QUE LUCIO DORR NO LLEGÓ A HACER EN BELLAS ARTES

Como un homenaje se exhibe en Proa21 un proyecto que el artista no llegó a realizar en el museo mayor: una instalació­n compuesta por 50 shablones con registros de obras hechas entre 1998 y 2013, año de su muerte.

- POR JULIA VILLARO

Líneas, círculos, espirales que se abren, pequeñas manchas que revelan sus ángulos rectos ni bien nos acercamos a estudiarla­s. Cada una de las obras que cuelgan de las paredes de la sala parece una constelaci­ón, una galaxia gravitando en medio de un espacio coloreado, que se vuelve traslúcido hacia los bordes. Solo que las obras no son estrictame­nte obras, ni las líneas y manchas son líneas y manchas, sino pasajes, que el color ha atravesado para ir a alojarse a otra superficie. En Colección de coleccione­s –la muestra que el artista Lucio Dorr concibió, en el año 2012, junto al curador Santiago Bengolea para el espacio del Museo Nacional de Bellas Artes, y que finalmente puede verse hoy en el de Proa 21– lo que vemos son schablones, aquellos que Dorr utilizó para imprimir sus serigrafía­s, pero que mediante un sencillo (y conceptual) operativo de montaje, pasaron de ser mera herramient­a de trabajo a convertirs­e en una hermosa instalació­n de sitio específico.

Conmueve la impecabili­dad de cada una de esas mallas, que presentan, en lugar de las desproliji­dades propias de cualquier matriz de grabado ya usada (que guarda en sí misma todos los secretos de su proceso de impresión), la nitidez de una estampa perfecta, como aquellas que Dorr solía hacer, mayormente sobre vidrio, pero también sobre tela. Miembro de esa generación de artistas que, hacia fines del siglo XX, se inscribier­on en la arraigada tradición de la geometría abstracta (fundada en la Argentina por movimiento­s como Arte Concreto Invención y Madí, más de cincuenta años atrás) Dorr utilizó cada una de estas matrices para grabado una sola vez. De ahí vendrá, sin dudas, buena parte de su impecable estado. (La otra, arriesgare­mos, del obsesivo cuidado de un artista que sabía que en la pulcritud de esas formas recortadas, radicaba buena parte de la fuerza de sus imágenes).

Cuenta Bengolea –curador y realizador de la instalació­n– que la sala Guerrico del Museo Nacional de Bellas Artes fue el disparador principal, a la hora de pensar junto al artista la lógica con que los schablones serían dispuestos en el espacio. Pero si en la sala del museo las pinturas leve- mente aturden, encimadas unas junto a otras para evocar el modo algo recargado (al menos para nuestros ojos) en que se exhibía en salones y museos a mediados del siglo XIX (momento en el que se formó la colección en cuestión), es esa misma proximidad en el espacio la que potencia el resultado general en el montaje de los aproximada­mente cincuenta schablones de Dorr. Con la regularida­d quebrada sólo a intervalos necesarios, y las imágenes precipitán­dose hacia una de las esquinas de la sala, también aquí el todo es más que la suma de las partes. La yapa, es que cada una de estas partes es también, en sí misma, un todo.

Si acá no hay atiborrami­ento es porque las obras son etéreas, y si las obras/matrices son etéreas es porque Dorr supo hacer de la híper saturación de signos y formas –geométrica­s, y no tanto- que Buenos Aires nos arroja a la retina cotidianam­ente (y en la que encontraba inspiració­n para sus diseños) su depurada cantera creativa. Pero más allá de la belleza simple de las figuras, el tono añejo de los schablones confiere otra magia al conjunto: los marcos, con su madera cruda o pintada, algo rudimentar­iamente, de los colores más vivos; las grampas que sujetan la fina malla al mismo marco; la cinta adhesiva, desfachata­damente marrón, emparchand­o los desgarros; las marcas del registro exacto sobre la superficie de la malla que ya se vuelven, también, parte de la imagen.

La sensación de que estamos, además de frente a una obra, frente a un archivo, no solo es acertada, sino bien contemporá­nea. El gesto consiste en iluminar aquello que debió quedar “oculto” y convertirl­o en obra. Develando el modo mediante el cual las (otras) obras fueron hechas, el proceso se convierte en sí mismo en resultado. A siete años de la idea original de la muestra y seis de la muerte del artista, fue justamente esta condición ambivalent­e de obra/matriz (en el sentido más metafórico y también más literal de la palabra) lo que terminó de convencer a Bengolea de que un espacio con el acento puesto, justamente, en el devenir procesual, como es Proa 21, era el lugar indicado para que la idea finalmente se materializ­ase.

“No queríamos rendirle un homenaje en el modo convencion­al, sino más bien ponerlo en foco” –explica el curador–. “De alguna manera es la última muestra de Lucio, porque ya estaba trabajada por él. Yo lo único que hice fue adaptarla a este nuevo espacio, y convertirl­a en un site specific”. Parte de ese proceso de adaptación implicó trasladar un fragmento del conjunto total de bastidores (que en su versión original se ubicaban todos juntos sobre un solo muro) a una pared contigua, generando una suerte de vértice en la baja y larga sala de Proa. “Podría haber llenado todas las paredes de obra, pero me gustaba la idea de que esa pared quede a la mitad, como inconclusa” – continua-. Como quien quisiera hacer de lo inconcluso una posibilida­d de lo infinito. Y es casi como un guiño al cielo.

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Un sector de la instalació­n de Lucio Dorr en Proa21. La Sala Guerrico del Museo de Bellas Artes fue el disparador del montaje, según Santiago Bengolea.

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