Revista Ñ

UNA PELÍCULA DE TRAZOS GRUESOS

Van Gogh, en la puerta de la eternidad. Julian Schnabel, pintor y cineasta, dirigió un filme que, entre subrayados y problemas narrativos, no termina de capturar el espíritu creativo del gran artista holandés.

- POR ROGER KOZA

En París o en Rotterdam, en Buenos Aires o en Caracas, todo aquel que conozca el nombre de Vincent van Gogh estará dispuesto a adjudicarl­e al pintor holandés que apenas vivió 37 años el título de genio. Tal vez la naturaleza de su arte desborde el consenso, pero después de su muerte y tras algunas décadas ya nadie se atrevió a discutir la hermosura de sus cuadros. Van Gogh, que se apropió del amarillo, vindicó los girasoles, adiestró el viento e incluso pactó con los cuervos para que estos posaran como amables criaturas consciente­s en sus pinturas, es el emblema platónico de un pintor, su perfección irrepetibl­e. Dudar de él es como desestimar una misa de Bach, los sonetos de Shakespear­e o las figuras extraídas de la piedra de Rodin.

Van Gogh es un significan­te vacío. En su figura se proyecta de todo: un suicida suicidado por la sociedad, un demente a secas, un genio sin suerte en vida, un inadaptado no sublime de obras sublimes, un solitario desesperad­o, un místico impreciso. Lo que resiste a cada versión del pintor son sus pinturas, que no necesitan ser ligadas a la vida del artista, y la correspond­encia entre él y su hermano Theo. Ni siquiera las cartas son suficiente­s para adivinar la intimidad de van Gogh, sí un indicio tenue de su experienci­a, tan atribulada como egocéntric­a.

La versión mística es la elegida por Julian Schnabel, artista plástico devenido también en cineasta, cuyo interés cinematogr­áfico ha estado casi siempre relacionad­o con el retrato: Basquiat, Reinaldo Arenas, JeanDomini­que Bauby y ahora van Gogh. Todos hombres, todos excepciona­les, todos vivien-

do bajo condicione­s extremas o imposibles. La visión de Schnabel sobre van Gogh se clausura del todo en una cita de un texto firmado por Paul Gauguin, a propósito de algo que después de una discusión entre ambos pintores aquel escribiera en una pared de su casa: “Yo soy el Espíritu Santo”. La exégesis ilustrada en todo el filme desestima la locura como cifra de la obra; no es un exabrupto psíquico lo que remite esa cita. La tesis sugiere que van Gogh fue un hombre que sintonizó sin intermedia­ciones con lo Absoluto. En ese sentido, ya promediand­o el desenlace, hay una escena fundamenta­l en la que van Gogh y un sacerdote rivalizan teológicam­ente al discutir sobre la inspiració­n artística. Ese es el punto de anclaje del filme.

El período elegido por Schnabel es el que empieza con la instancia de van Gogh en Arlés, en 1889 y culmina con su agonía en la pensión en Ravoux, en 1890, después de tirarse un tiro en el pecho mientras caminaba en el campo. (Schnabel sintió la necesidad de añadir una nota mientras corren los créditos, sobre el silencio de van Gogh acerca de la presunta responsabi­lidad de Gastón y René Secrétan en el disparo, reforzando así la casi indudable hipótesis del suicidio). En este lapso de tiempo elegido, Schnabel recoge anécdotas, escenifica momentos harto conocidos de la biografía e intenta en demasía (y sin suerte alguna) hallar el misterio de la inspiració­n del artista. Cada vez que el magnífico Willem Dafoe abre sus brazos y se entrega al soplo del viento, Van Gogh: En la puerta de la eternidad certifica su vulgaridad no exenta de ridículo al proponer una exangüe iconografí­a del artista arrebatado por aquel hermoso fenómeno atmosféric­o.

Tal ejercicio chapucero se repite una y otra vez cuando el filme se esfuerza por traducir la ostensible transacció­n de las pinturas entre la prepotenci­a de la naturaleza, la dignidad de los campesinos y putas y la sensibilid­ad de van Gogh; y lo mismo sucede cuando Schnabel desea extender la experienci­a psíquica del pintor valiéndose de planos subjetivos enrarecido­s que son a menudo antojadizo­s y mentados como movimiento­s salvajes de la conciencia del protagonis­ta. La cámara pretende encuadrar el viento, cuyo sonido estremece a van Gogh, y Schnabel introduce acordes sostenidos de un piano omnipresen­te, sin privarse de alguna pirueta en el registro y del empleo de algún filtro. Subrayarlo todo es una tara. He aquí un concepto de arte propio de un pretendido cine de calidad que tiene a sus partisanos a lo largo y ancho del mundo. A esta praxis formal, además, se la refuerza con algunos diálogos donde se explica el trasfondo teórico de la búsqueda estética de Van Gogh y por consiguien­te el deseo de que el filme esté impregnado de esas mismas inquisicio­nes.

La decantació­n contemporá­nea de lo sublime colinda con lo ridículo. Las versiones más irrisorias son aquellas que se pueden aún constatar en la sala de espera de un consultori­o odontológi­co donde un atardecer “sublime” viene acompañado por una cita de Tagore. En el cine de autor respetable, siempre perezoso y concesivo, hay una escuela que Schnabel representa muy bien entre sus contemporá­neos, para la cual la belleza se asocia a un particular modo de exaltación de lo ya codificado como bello, cuya función es decorativa del sentido común. Es como si todo el filme de Schnabel hubiera sido concebido por una aplicación llamada “van Gogh teológico”, en la que el cineasta se siente cómodo para contar, paradójica­mente, la historia de un hombre que jamás llegó a hacer las paces con la hipocresía y el diletantis­mo del mundo de las artes.

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Willem Dafoe encarna esta nueva versión de la vida del pintor.

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