Revista Ñ

CAPDEVILA Y LOS LIBROS DE LOS OTROS

Una muestra, curada por Sergio Baur, exhibe parte de la biblioteca del gran poeta cordobés, con ejemplares dedicados por amigos como Borges.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Casi por definición, cualquier escritor que haya logrado redactar versos memorables se vuelve inaprensib­le. Esa cualidad escurridiz­a se fortalece si ese poeta era, además, dramaturgo y ensayista, y sus piezas de teatro, como es el caso, eligieron de protagonis­ta a figuras tan dispares como Sherezade, el marqués de Sade y Sigmund Freud, y sus textos decidieron hacer foco en materias tan heterogéne­as como la infancia de provincias, el Popol Vuh, las invasiones inglesas, la mala nutrición, Dorrego, Rivadavia, Remeditos de Escalada, el cáncer, la lepra, la locura y la subestimad­a vida de los microbios. En la medida que uno desorienta tiene un enigma para ostentar, y la cuestión se perfeccion­a si a este currículum variopinto se le suman las profesione­s puntuales de don Arturo Capdevila, que ejerció de abogado y juez y, después de hora, de profesor de filosofía y literatura. Para quien nacía en 1889, como el autor de Córdoba del recuerdo, el tiempo ofrecía evidenteme­nte propiedade­s elásticas que ya caducaron. A veces, las máscaras de aspecto más lento y tedioso son en secreto las más prolíficas.

La exhibición de la biblioteca de Capdevila está curada por Sergio Baur, diplomátic­o de carrera y actual Director de Asuntos Culturales de Cancillerí­a. Coincidirá con el Congreso de la Lengua –algo que habría halagado al hispanizad­o autor de Babel y el castellano– y pondrá en evidencia que ese magistrado amoldable y asustadizo también se hacía tiempo para leer. Con numerosos ejemplares dedicados, lo revelará más como lector que como escritor. (Un lector es, en definitiva, inasible –aun el más aparenteme­nte convencion­al–, así como son generalmen­te los libros más excéntrico­s de su biblioteca los que delatan las auténticas debilidade­s de un autor). La muestra incluye ejemplares de la obra del propio Capdevila, pero parece improbable –por escasez de ratos libres y por temperamen­to– que fuera un hombre dado a releerse, a relamerse como un felino presumido en sus páginas publicadas.

Se verán una época y sus promesas, cumplidas e incumplida­s: Alfonsina Storni, Norah Lange, Pablo Neruda, Leopoldo Marechal, Horacio Rega Molina, César Tiempo, Baldomero Fernández Moreno, Enrique Banchs, Dámaso Alonso y Alfonso Reyes, con sus copias autografia­das, además de la colección completa de la revista Martín Fierro (1924-1927) y números de Caras y Caretas, en la que colaboró Capdevila. Un sitio privilegia­do ocuparán los títulos de Jorge Luis Borges: Luna de enfrente e Inquisicio­nes, ambos de 1925, El tamaño de mi esperanza, de 1926, Cuaderno San Martín, de 1929, Evaristo Carriego (1930), Las Kenningar (1933), Historia de la eternidad (1936), El jardín de los senderos que se bifurcan (1942) y El hacedor (1960). En una oportunida­d, Borges elogió la “gran curiosidad intelectua­l” de Capdevila; esta muestra es la punta del iceberg de esa fatalidad.

De las diversas lecciones que deja al pasar el Borges de Adolfo Bioy Casares –en el que Arturo Capdevila es uno de los escritores más apostillad­os, y a lo largo de más cantidad de años– una es la cualidad ilusoria del presente y otra es el carácter volátil de los juicios emitidos por un mismo lector. Por un lado, porque el 95% de los nombres que hoy más circulan mañana caen matemática­mente en el olvido; por otro, porque la ambigüedad en las opiniones de un lector solo significan que este no tiene por qué tener una posición monolítica e inamovible sobre un escritor, especialme­nte si lo une una relación de afecto. Y que puede, co- mo lo hace Borges, manifestar esa ambigüedad en un mismo momento. Esta tensión la vivía más intensamen­te con poetas –otro caso es Mastronard­i– que admiraba, un rasgo que podría sugerir una cierta insegurida­d en su valoración de sus propios versos.

Ya en agosto de 1934, cuando Borges reseña Tierra mía de Capdevila en la Revista Multicolor, rastrilla dos puntos que lo seguirían desvelando, el reconocimi­ento y las maniobras de evaluación de una obra: “Antes de acometer el elogio de este excelente libro, conviene dirimir una confusión. Se trata de un reproche turbio, inarticula­do, fundamenta­l, que los más jóvenes le hacen a Capdevila. Un reproche de muy ardua refutación, porque no está en palabras, sino en desganos. Más de treinta volúmenes tiene publicados ya Capdevila, y no hay semestre que no aporte sus novedades. Nadie coteja las páginas antiguas con las modernas: todos prefieren resolver que las de ahora (por ser muchas) son malas, y que Don Arturo es un escritor que se ha ‘standariza­do’ –como si la palabra standard fuera un oprobio, en vez de una medida de perfección. Olvidan que la facilidad no es obligatori­amente culpable, olvidan que hay un momento en que la expresión deja de constituir un problema. El escritor, llegado ese momento, se sabe vinculado a determinad­o vocabulari­o, a determinad­a voz, a determinad­as formas sintáctica­s, y en ellos vierte lo que quiere decir”. Más allá de la estricta vigencia de esas líneas –las defensas y diatribas de Borges se actualizan fácilmente trocando un nombre por otro–, para él y Bioy la falta de reconocimi­ento y el reconocimi­ento falso fueran durante décadas los naipes que animaron sus esquinados juegos de mesa.

En agosto de 1956, según Bioy, Borges “dice que nadie en la literatura argentina está más desacredit­ado que Capdevila. BORGES: ‘Ha quedado para las ciudades de provincia. La facilidad lo ha perdido’... BIOY: ‘Parece lo contrario de Mallea, quien, insistiend­o con sus novelas ilegibles, se mantiene en el recuerdo. Mientras viva, Mallea será un escritor de algún renombre; después se hundirá en el olvido, como si fuera de plomo. Sabato también desaparece­rá, sin dejar rastro, después de la muerte’”. Mientras hacía creer que aludía a otras cosas, el mismo Capdevila –irregular a sabiendas– dejaba constancia de que no ignoraba la fragilidad de su oficio: “Por las desiertas salas, bajo los sacros techos, / la vieja pompa es humo”.

Es un típico gesto de Borges y Bioy que oscilen entre la sorna y la reivindica­ción (con relación a un mismo nombre). Bioy anota:“Comentamos la extraña fonética de quienes, por afectación, imitan a los españoles en la manera de hablar, disfrazand­o la voz y la dicción... Capdevila es el mejor, el más natural. Remeda el acento español, pe- ro de un modo más modesto, libre de connotacio­nes aristocrát­icas: parece un gallego de rebotica o un autor de reparto español, de piezas de género chico.” Mientras tanto, planeaban sumar más poemas de Capdevila a la Antología poética argentina que selecciona­ron junto a Silvina Ocampo. En junio de 1967, pocos meses antes de la muerte de Capdevila, Borges se pregunta: “¿Qué hacer con los muchos poemas admirables que escribió?”.

En octubre de 1969, Bioy memoriza otra cifra de Borges: “Lo peor de Capdevila es peor que lo peor de Mastronard­i, pero lo mejor es mejor y esto es lo que importa”. Años más tarde, en marzo de 1973, fiel hasta el fin a un aprecio que descree de la complacenc­ia, Borges juega a invertir los términos de la ecuación y a cambiar el contricant­e y la incógnita: “Los mejores versos de Capdevila son tal vez mejores que los mejores de Lugones. Esta afirmación escandaliz­aría a Capdevila y a muchas gente; era tan feo, tan blando, que nadie lo respetaba”. En febrero de 1978, Borges suelta: “Capdevila fue uno de nuestros mejores poetas. Como después de él la literatura siguió igual nadie lo recordará”. Estaba jugando una de sus cartas más fuertes: es una ley que se cumple con no pocos apellidos venerables, y ataca, de pasada, la rápida impacienci­a de las generacion­es que exigen un mero relevo de nombres.

A su modo la biblioteca de Capdevila, a su modo el Borges de Bioy –una biblioteca entera en mil y una páginas inagotable­s–, encapsulan una época, un ambiente, un esquema de expectativ­as. Sometidos a un uso ambicioso se proyectan hacia días venideros. Montan en escena una tradición y se confían a una continuida­d. Basta pensar en legados, postas y reescritur­as para recordar que el bigote de H.G. Wells parecía el mismo que usaba E.M. Forster, idéntico al de Ford Madox Ford. Tal vez se lo iban pasando (cuando les faltaba imaginació­n).

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1962. El autor de Córdoba del recuerdo pronuncia el discurso de recepción de Jorge Luis Borges a la Academia Argentina de Letras.

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