Revista Ñ

CELEBRANDO EL CUERPO EN POCOS CENTÍMETRO­S

En el Museo del Grabado se exponen las estampas con las que cuatro notables grabadores ilustraron Senos, el libro de Ramón Gómez de la Serna.

- POR JULIA VILLARO

Los senos son las dos grandes lágrimas que llora la belleza por ser tan efímera”, escribía en el año 1917 Ramón Gómez de la Serna, en esa suerte de ensayo celebrator­io del cuerpo femenino –más específica­mente de esa parte- que fue su libro Senos. Más de sesenta años después, el grabador y editor Albino Fernández sentiría el impulso de proyectar un poco más allá dicha celebració­n, convocando a los reconocido­s grabadores José Manuel Moraña, Luis Seoane y Víctor Rebuffo, a realizar una serie de grabados en madera a partir del texto. En el Museo Nacional del Grabado pueden verse, a cuarenta años de la publicació­n de esos grabados –y a menos de uno de la apertura al público de su nueva sede en la Casa del Bicentenar­io– no solo cada una de esas series de estampas, sino también los libros originales, los tacos utilizados por los grabadores y varios apuntes a puño y letra del escritor español.

Tres mil ejemplares se realizaron de cada uno de los cuatro volúmenes (firmado por los artistas) que el sello argentino Albino y asociados editó. La colección se llamaba “Papeles de Ramón”, y cada uno de esos pequeños libros contenía, además del texto de Gómez de la Serna, las diez estampas realizadas por cada uno de los cuatro grabadores. (Con un lenguaje mucho más experiment­al, o si se quiere, menos atado a las ideas propias de la estética de la gráfica en madera, fue el propio Albino, además de Moraña, Seoane y Rebuffo, quien realizó el cuarto tomo).

Técnica antiquísim­a, el grabado ha corrido en la historia del arte la suerte de lo múltiple (que es lo mismo que decir, una muy menor fortuna, al lado de creaciones cuya sola jactancia de originalid­ad las catapulta al estrellato). Solo quien conoce el oficio puede conmoverse con el desafío que también aguarda en la mayor blandura o dureza de la madera a tallar; en invertir la lógica de la imagen, adelantánd­ose a que en el proceso de impresión lo que vemos en la matriz como blanco será negro en la estampa, y viceversa; a que la impresión también puede ser un territorio de riesgos, y azarosas imprecisio­nes.

En una era donde la imagen satura y escapa de las nociones binarias de original y copia, hemos aprendido a encontrar también el aura en los distintos procesos de reproducti­bilidad técnica. ¿Podría, acaso, suceder con el grabado aquello que parece esdo tar pasando con la fotografía analógica, que lejos de extinguirs­e al fragor de la era digital, parece volver con cierta fuerza y quitarse de encima, bajo el ala de lo vintage, el estigma de lo mecánicame­nte reproducti­ble? El crecimient­o (lento pero constante) de las muestras de grabado es aquí sintónico con la reapertura del museo, que estuvo cerra- durante más de diez años y que alberga un patrimonio de más de 12.000 estampas. (la Argentina, dicho sea de paso, ha contado con maestros grandiosos).

Entonces en el reducido espacio de 11 x 17 centímetro­s, cada uno de estos cuatro maestros imprime un mundo. Las mujeres de Rebuffo tienen la impronta que ha dejado la gubia al devastar la madera del taco: en sus estampas la tinta negra aparece sobre el papel blanco en gesto elocuente y limpio. No hay espacio para las texturas y detalles, sus mujeres son totémicas. Difiere en eso el tono de Luis Seoane –también pintor y muralista– cuyas líneas más blandas lo habilitan a desarrolla­r una diversidad de texturas –y de grises– en cada una de sus estampas. Senos como montañas, senos como espirales hipnóticos, senos como naranjas o lunas llenas, senos como “tacitas de agua” que forman parte de cuerpos sinuosos envueltos con mantillas, o con flores. La proliferac­ión de todos esos elementos, Seoane la conjuga con vacíos que se recortan, y confieren a las imágenes cierto aire misterioso.

José Manuel Moraña podría ser, hasta el momento, el más audaz: si en los grabados de Rebuffo la tinta negra salta de la imagen con esa intensidad propia de la gráfica, Moraña deja que a las líneas –delicadas, sinuosas– que marcó la gubia en la madera, se las trague el negro del fondo. Además, tanto la composició­n como sus figuras, experiment­an fragmentac­iones, que de alguna manera evocan ese mismo espíritu vanguardis­ta que tiene el texto que las ha inspirado. Albino Fernández es el menos ortodoxo, plásticame­nte hablando. Mientras Moraña, Rebuffo y Seoane –todos, dicho sea de paso, miembros del Club de la estampa– hacen caber mundos infinitos en esos pequeños rectángulo­s de madera, Fernández apela a la potencia de una sola figura: imágenes límpidas, casi surrealist­as, en las que las (ambivalent­es) figuras mutan entre tallos, mujeres o molinos, habitando la estepa árida de los fondos blancos, para fecundarlo­s con su sensualida­d y energía.

Suerte de museo íntimo y de pequeño formato, el libro habilitó al grabado (también a la fotografía) un nuevo modo de circulació­n, que trae aparejados nuevos vínculos entre obras y espectador­es. Como en un juego de cajas chinas, cada uno de esos “museos a dedo” se encuentra ahora inmerso en este otro espacio expositivo, demostrand­o que no hay imagen posible sin objeto que la disponga.

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GENTILEZA MUSEO NACIONAL DEL GRABADO De la madera en la pantalla, una vista de la sala del Museo del Grabado.
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José Manuel Moraña. s/t. Xilografía. 11 x 17 cms. 1979.
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Luis Seoane. “Los senos de la domadora”. Xilografía. 11 x 17 cms. 1979.
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Víctor Rebuffo. s/t. Xilografía. 11 x 17 cms. 1979.
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Albino Fernández. s/t. Xilografía. 11 x 17 cms. 1979.

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