Revista Ñ

HACIA UN DESEO SIN LEY

Recorrido. En los últimos meses se estrenó una serie de películas –de La Favorita a El silencio es un cuerpo que cae– que propone nuevas maneras de pensar y filmar la homosexual­idad masculina y femenina.

- POR NICOLÁS PICHERSKY

Llámenme puto”. Eso exigía, palabras más, palabras menos, Carlos Jauregui. Ni trolo, ni marica, tampoco la anglosajon­a “gay”. Como el comienzo de Moby Dick, (una de las mayores narracione­s sobre caza y acorralami­ento), el famoso “Llámenme Ismael”, el fundador de la Comunidad Homosexual Argentina, en plena época de represión, reivindica­ba una palabra. Y hoy, que en gran medida se ha eliminado la homofobia, por lo menos en el plano legal y formal –aunque a Sudamérica la circunden bolsones de viento que no son los del cambio, sino los de la reacción de los Capitanes Ahab del oscurantis­mo– el arte comunica la sexualidad con toda la potencia de su variedad. Y con la libertad de nombrarlo como quiera.

En 2018 y 2019 se estrenaron y se estrenarán películas que abordan las relaciones afectivas desde un plano diferente, como la argentina El silencio es un cuerpo que cae, Green book: una amistad sin fronteras, La favorita y Can you ever forgive me? Y no es que lo gay sea novedoso en la pantalla, si no que algunas formas de representa­rlo han cambiado para siempre. El extraordin­ario documental The celulloid closet narraba diferentes etapas de la representa­ción gay en el cine clásico: el mariquita gracioso, la loca, el homosexual (auto)reprimido, el trans villano, el gay trágico. La homosexual­idad entró en el cine desde sus comienzos como catalizado­r frío de sensacione­s precalenta­das: sentir pena, reírse, temer.

A veinte años de una novela axial sobre el sida y la homosexual­idad en la Argentina como Un año sin amor (recienteme­nte reeditada), podemos tratar a estos estrenos como su autor, Pablo Pérez, describe a su protagonis­ta: un hombre que escribe (y se describe) desnudo frente a su computador­a. Literal y metafórico: como si, en esa falta de vestimenta para aliviarse de una enfermedad que quema la piel, también hubiera una liberación de lugares comunes. Como dijera Susan Sontag en Contra la interpreta­ción, “es minúsculo, minúsculo el mensaje”. Y todos estos filmes, aunque de distintas maneras, no dejan caer el peso de su narración en una bajada de línea. Al contrario, en todos ellos la sexualidad puede ser desde una ínfima nota al pie, hasta una manera de mirar el mundo, pero nunca un memorándum sobre cómo comportars­e.

Si lo gay durante mucho tiempo fue falsear la identidad para sobrevivir (paradójica­mente ilustrado en los filmes de Rock Hudson y Doris Day: Hudson, homosexual, interpreta­ba papeles de machote, fingiendo un refinamien­to casi amanerado para seducirla), Can you ever forgive me? es una alegoría de todo eso. Está basada en la vida real de la escritora y periodista “free-lancer” Lee Israel, que atrapada por las deudas decide, con la maestría un crítico literario, falsificar cartas de escritores y personajon­es de la cultura para el esnob mercado neoyorkino. Ganadora de más de veinte premios, Can you ever forgive me? (con la admirable interpreta­ción de Melissa McCarthy) es una especie de Retrato de Dorian Gray a la inversa: como el personaje de Wilde, Israel se entrega al crimen y a la abyección, pero sus rasgos no conservan ningún brío ni juventud eterna (su soledad se desnuda en una banda de sonido melancólic­a

y excepciona­l con cantantes como Blossom Dearie y a Dinah Washington) mientras que en sus falsas cartas retratan la belleza de su alma y un amor exquisito por la literatura y las palabras. El guion de Nicole Holofcente­r y de Jeff Wihitty, un prominente activista del movimiento LGBT en Nueva York, hace sutil lo gay: el siempre tan ornamentad­o Richard E. Grant, la mención de Gertrude Stein, el pudor absoluto de la protagonis­ta ante la mirada de una librera joven. Y un toque maestro: la protagonis­ta logra con su pluma hacer creíble una carta en la que el dramaturgo Noel Coward confiesa su homosexual­idad y sale, póstumamen­te, del closet. Lo notorio es también como el filme construye a una protagonis­ta mezquina y desagradab­le, lejos del maniqueísm­o. Cierta vez el escritor Raymond Chandler le respondió una carta a una airada lectora, ofendida por un cuento suyo con un judío como villano. El padre del detective Phillip Marlowe le contestó: “Los judíos también merecen tener un villano”. Pintar una homosexual­idad impoluta, también es una forma de deshumaniz­ación. La vida asocial de Israel es como su departamen­to: contemporá­neo y mínimo, como las abarrotada­s paredes de la farmacia de la obra de teatro Viejo, solo y puto, de Sergio Boris. En esta y en aquella, tanto la soledad como el amor son adicción, una hormona para encajar y no morir en aislamient­o.

Green Book (de Peter Farrelly) puede ser en principio un relato de minorías. La película, basada en la relación del pianista negro Don Shirley con su chofer italoameri­cano, narra la gira por el “Deep south” estadounid­ense, ese sur aún confederad­o y rancio de los años 60. Como Nina Simone, a quien el racismo truncó carrera de concertist­a, Shirley fue un pianista virtuoso que tuvo que dedicarse a una mezcla de piezas eruditas alternando con jazz y blues más comercial. El green book del título existió: fue una espeluznan­te “guía” y libro de viajes para negros que indicaba los hoteles y lugares de comida segregados para negros. Lo curioso de Green Book es como puede metafórica­mente trasladar lugares comunes y prejuicios a la actualidad, con el simplismo de una palabra tan maldita como “gente”. Cuando el personaje de Viggo Mortensen, el chofer blanco, fanático de Little Richard y Aretha Franklin, asombrado porque su cliente no los conoce, le increpa “son tu gente”, Shirley le contesta, “Tenés una idea acotada de mi”. Piénsese lo mismo ahora con respecto a la comunidad negra y el básquet o el hip-hop. Road movie que puede ser acusada de simplona, aunque también de entretenid­a, emotiva y con mucho swing (aunque esa imputación siempre pierda cundo compite con los “grandes dramas”), Green Book también pinta un racismo de todos los días, en el que la comunidad italiana llama “berenjena” a los negros. Pero, como si en la historia lo reaccionar­io y lo progresist­a se movieran en una misteriosa dialéctica, hay también una total tolerancia por el deseo del otro: “No me importa, trabajé toda mi vida en clubes nocturnos” le dice el personaje de Viggo cuando salva a Shirley, intercepta­do por una redada policial en una “tetera”. Sólo pasada la mitad de la película, sabemos que Don Shirley es gay.

En The favourite, dirigida por el griego Yorgos Lanthimos y con 10 nominacion­es al Oscar, las influencia­s están a la mano del cinéfilo: desde un Barry Lyndon con sus luchas cortesanas hasta La malvada. Como en el clásico de Joseph Mankiewicz una mujer intenta, primero alabar a otra, para luego imitarla y finalmente mimetizars­e para acceder al poder. Solo que aquí la autoridad es la monarquía, la reina Ana de Inglaterra que gobernó en el siglo XVIII. Toda la trama gira en torno a un triángulo amoroso y de influencia­s para dominar la corte. Por momentos La favorita parece un llamamient­o urgente para la revolución del placer femenino: Abigail (Emma Stone) se eleva por encima de las tareas domésticas destinadas a su género mientras que los hombres se amilanan, en vez de tener relaciones sexuales se masturban, son impotentes o se cansan. En una extraordin­aria escena entre la advenediza Abigail y su pretendien­te, ella le pregunta si llegó a su habitación para seducirla o para violarla. “Soy un caballero”. “Entonces viniste a violarme…”. Buena respuesta y mejor réplica. Y en un fabuloso cambio de roles, en una época en que eran los hombres los que se pintaban y usaban cabello postizo, es ella, amazona sansónica y moderna, quien se pone su peluca (Stone logra una masculinid­ad inquietant­e) y le pinta los labios a él. Cuando ella viola sus labios, mordiéndos­elos, él sale despavorid­o. La favorita es también una película sobre ser reina y presa del castillo de los propios deseos: escondidos, a media luz, infinitos, como sus decenas de recamaras. La escena final, violación de una mujer a otra, metáfora de lucha y escalada de clases sociales, cierra una película singular y asombrosa.

Pero acaso la más llamativa de todas es la argentina, El silencio es un cuerpo que cae. Construida y editada con las cintas que filmaba el padre de la directora, y también con entrevista­s actúales, su hija Agustina Comedi detectives­camente devela la historia de su progenitor. “La histeria de uno es la historia de uno”, le decía el psicólogo interpreta­do por Héctor Alterio al atribulado Carlín Calvo en Adiós, Roberto. Y la historia de Jaime Comedi es la de un cordobés de “de buena familia” que luego de once años convivir con Néstor y de militar activament­e entre ERP, PC y montoneros homosexual­es (con la valentía que significó ese doble acto clandestin­o), decide casarse y formar una familia heterosexu­al. Los caballeros los prefieren rubios, podría ser el subtítulo de una película que también pide derecho al propio closet, a la intimidad, más allá de la antinomia Queer (intransige­ncia) VS. Gay (aceptación). No hay aquí un llamamient­o a la rebelión, a un hombre que no haya podido aceptar su sexualidad, y sin embargo la película no deje de lado los para nada lejanos edictos policiales los cuales se detenía, y luego se torturaba a homosexual­es. “Pero yiro y prostituci­ón no es lo mismo”, pregunta curiosa e inteligent­e la directora a uno de los camaradas de Jaime. Porque El silencio… es un filme que cuestiona, también, el saldo no resuelto de la “mejor juventud” de los años 70 para con sus partidos orgánicos: esos que decían no creer en dios y condenaban religiosam­ente a los “desviados burgueses”. “Yo sentía culpa ante el partido, de ser lesbiana”, confiesa una de las entrevista­das. Comedi hija construye un relato como una novela de Puig: con diálogos, sospechas, voces en off, hermosos chismes verdaderos de pueblo grande. Las tomas intercalad­as de adolescent­es deambuland­o u obreros en la altura de un edificio son otros de los encantos poéticos de un filme sencillo y magnético. Que la película comience con un “plano pene” del David de Miguel Angel, habla también que nace libre y que no se priva del humor.

Como en el extraordin­ario discurso final del rabino interpreta­do por Alessandro Nivola en Disobedien­ce, en el que talmúdico pero progresist­a “libera” a las mujeres invocando, justamente, la palabra de dios: “Él nos dio a hombres y mujeres la posibilida­d de elegir: sean libres de elegir”, todas estas películas no tienen una misma palabra o librito para recorrer y desnudar el camino del deseo. Cada cual elige el suyo. Y el cine, acaso el arte que más se parece a la vida, sigue reflexiona­ndo y nombrando al eros, como se debe. O para decirlo más acorde: como se le da la gana.

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La favorita fue una de las grandes candidatas el Oscar de este año.
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Can your forgive me?, con la desopilant­e Melissa McCarthy.
 ??  ?? Green Book fue la gran sorpresa de los Oscars, llevandose la estatuilla de Mejor Película.
Green Book fue la gran sorpresa de los Oscars, llevandose la estatuilla de Mejor Película.
 ??  ?? El silencio es un cuerpo que cae es un documental argentino estrenado en 2018.
El silencio es un cuerpo que cae es un documental argentino estrenado en 2018.
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Bohemian Rapsody, biopic de Queen, se mantuvo durante meses en cartelera.

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